Febrero de 1833. Juan Manuel de Rosas parte hacia el río Colorado con sus tropas. Gauchos, indios y negros lo acompañan. Uno de los objetivos de la expedición, además de tejer alianzas con poblaciones indígenas de la frontera interior, es atravesar pampa adentro hasta llegar al lugar, y desactivar el contrabando ilegal de ganado que se hacía ---vía tal río-- con Chile. Recién había concluido su primer gobierno, y Buenos Aires se encaminaba a otra dura lucha intestina: sus seguidores, los federales netos, de un lado, y los cismáticos aliados a unitarios nostálgicos del golpe de diciembre de 1828 --los fusiladores de Dorrego-- por otro. Un lío, en resumidas cuentas, en el que su compañera Encarnación Ezcurra tendría una intervención nodal. Tenía entonces 34 años, ella, y ya había mostrado su avasallante personalidad en varias circunstancias.
De chica, cuenta su sobrino el escritor Lucio Mansilla (h), se imponía ante sus hermanos varones... se les plantaba y no le ganaban una discusión.
Ya pintaba en ella, por éste y otros motivos, una especie de feminismo visceral, instintivo, bastante exótico para una época en que el ideal de mujer era ser “el ángel del hogar”. Lejos de ello, Encarnación no dudaría en enfrentarse a la moralina imperante, y ser la mejor compinche de su hermana, María Josefa, cuando ésta osó tener un hijo “ilegitimo” con Manuel Belgrano, en 1813. No solo guardó el secreto, protegió y consoló en soledad a su hermana, sino que se hizo cargo de Pedro Pablo Rosas y Belgrano --así se llamaría el niño-- al punto de criarlo junto y a la par de Manuelita y Juan Bautista, sus hijos con Rosas.
Otro pasaje crucial en la juventud de Encarnación fue la maniobra que urdió junto a Juan Manuel para poder casarse con él, ante la rotunda negativa de Agustina, la brava madre de Rosas que la quería poco, básicamente por esas cosas del qué dirán. El plan fue tan ingenioso como efectivo: el futuro caudillo le pidió a su novia que le escribiera una esquela contándole que estaba embarazada y que, por tal motivo, tenían que casarse. “Apresurá nuestro casamiento, porque estoy embarazada”, escribió ella y se la pasó a él, que la apoyó en su cama, sitio en que su madre iba a verla sí o sí. Y así fue. Agustina no solo leyó la carta, sino que de inmediato le pasó el dato a su consuegra Teodora --madre de Encarnación-- y no quedó otra que habilitar un matrimonio indeseado por ambas familias. Una pareja que, durante sus primeros devenires, no dudó en resignar sus herencias para vivir en libertad, sin el peso de tener que rendir cuentas por su sangre. Y que, incluso, huyó con lo puesto de sus respectivos hogares bajo similar fin.
No había llegado entonces el momento de la Encarnación caudilla, Heroína de la Federación, pero ya había mostrado su temple. Su dignidad. El punto de inflexión llegaría en 1828, cuando ella --al igual que vastos sectores de la sociedad-- ya pensaba a su marido como el único ser capacitado para gobernar esta tierra que se desangraba en luchas imparables. Fueron el terrible golpe de Estado que provocaron los rivadavianos comandados por Lavalle el 1 de diciembre --pletórico en persecuciones, asesinatos, clasificaciones, torturas y deportaciones-- y el fusilamiento de Dorrego, trece días después, los hechos que terminarían inclinándola hacia el lado de la acción directa, en las calles y junto al pueblo. Fue Encarnación, a partir de ese momento, una de las poquísimas excepciones femeninas en la actividad política “en serio”, durante un siglo abrumadoramente patriarcal. La única, incluso, que orbitó muy cerca del poder, en tanto nexo vital entre el líder y los sectores plebeyos, orilleros, negros, a los que --con el mismo amor que le tuvo a su hermana “pecadora”-- protegió, dignificó y empoderó en momentos en que la política también era cosa de elites... tanto se identificó con ellos la caudilla que la aristocracia solía llamarla, despectivamente, “la negra Toribia”.
Hete aquí un punto central: pocas diferencias hay entre Encarnación y Eva Perón, más allá de la cuestión contrafáctica y las obvias diferencias de origen social. Una y otra enfrentaron a sus hombres, tanto como los amaron al punto de dar la vida por ellos. ¿Acaso no fue ese cáncer de útero que mató a Eva el resultado de su incansable lucha por la patria liberada y por Perón?; ¿acaso la parálisis que apagó a Encarnación no tuvo entre sus causas los golpes traidores y extranjerizantes que atacaron a Rosas apenas asumió su segundo mandato o de su afiebrada lucha por defender los intereses de la Confederación Argentina que, en ese contexto en que unitarios y liberales se aliaban a franceses, brasileños e ingleses para dominar el Río de la Plata, eran los del pueblo argentino?
Artemisas rebeldes, pasionarias, entregadas a la causa de los humildes, ambas gozan de más similitudes que contrastes, al punto que una hizo jugar fuerte en la arena política a esos sectores marginados, similares a los que --cien años después-- la otra llamaría “Queridos Descamisados”. Hasta puede inferirse que el compromiso de Encarnación tuvo el plus estoico que implica “desclasarse” para integrarse cultural, social y emocionalmente al barro sacrificial de la "baja", cuando podría haberse quedado tranquila, disfrutando de las mieles de la riqueza.
El bemol es que de Eva felizmente se ha escrito mucho y no hay ser --también por suerte-- que la desconozca. En cambio, de Encarnación no. Y de ahí el primer motivo de por qué traerla al presente. El segundo va enganchado y consiste en justificar la necesidad de saber sobre su vida. Para eso están sus cartas a Rosas que --vuelta al principio-- ella le escribe entre 1833 y 1834, y que se publican en 1923, sin que, salvo excepciones, se les preste demasiada atención. Fueron aquellas misivas tremendas que documentan cómo la caudilla le cuidaba las espaldas a su marido, advirtiéndolo de los traidores del partido; de los que estaban con él “solo por interés”; de los “cajetillas” y “ricachones” que “no valían un Perú” porque eran unos “cagados”; de lo importante que, por contrario, eran los de “hacha y chuza”, esos negros, mulatos y orilleros que ella misma convocaría, organizaría e integraría a la Sociedad Popular Restauradora --luego Mazorca-- cuyo devenir contaron sino pobre al menos sesgadamente las tradiciones historiográficas conservadoras, liberales o progresistas que se parecen bastante. También hablaban las vehementes esquelas de lo que decían de ella --en turbias maniobras mediáticas parecidas a las que sufrirían luego Eva y Cristina-- los pasquines de la época. “Borracha” y “licenciosa” era lo menos.
Leerlas apasiona. Desglosarlas también. Tan gravitante fue el rol de la caudilla, según se destila de tal correspondencia y de algunas otras pocas fuentes directas, contemporáneas, como el citado Mansilla, Vicente González --coronel rosista a quien Encarnación le asegura que era capaz “hasta de hacerle una revolución a Rosas”--, o de mismísimo Payssac, cónsul francés de la era, que llegó a escribir: “No me equivocaría si digo que si su marido o la patria estuvieran en peligro, esta mujer sería capaz de la mayor entrega y de los mayores esfuerzos que el coraje solo puede inspirar”.
Tanto amó el pueblo a Encarnación que cuando murió, el 20 de octubre de 1838, sus funerales fueron los más tristes y concurridos del siglo XIX. Y se sabe, como dijo González Tuñón al morir Gardel, que “cuando el pueblo llora, que nadie diga nada, porque está todo dicho”.