Winchester es ante todo una ciudad de trabajadores, y sigue siéndolo pese a los monstruosos cinturones suburbanos para yuppies que emergen por doquier subdivididos en parcelas de infinitas hectáreas, y a pesar de las operaciones de maquillaje llevadas a cabo en el centro histórico. Puede que uno trabaje fabricando bombillas en la planta de General Electric o cubos de poliestireno para fregonas en Rubbermaid, o que sea mozo de almacén, repositor o cajero en el Wal-Mart o en Home Depot. Sea cual sea el trabajo, resulta más que probable que uno lo desempeñe en una cadena de montaje o en la caja de un supermercado, de pie sobre una esterilla de caucho y con el escáner en la mano. Y que lo haga por un salario de obrero, cerca de 16.000 dólares al año si es cajero, unos 26.000 si se es operario. En cualquier caso, este sitio que describo y desde el cual escribo podría ser cualquiera de las miles de comunidades semejantes que se encuentran a lo largo y ancho de Estados Unidos. Un mundo paralelo, del todo desconocido para los liberales universitarios de las grandes ciudades, precisamente el mundo que los tomó por sorpresa en noviembre de 2004 [reelección de George W. Bush. N. de R.], y un mundo que tarde o temprano tendrán que tratar de comprender si pretenden llegar a ser alguna vez de nuevo políticamente relevantes.
¿Qué me autoriza para ponerme a despotricar desde estas páginas? Nada, en realidad. Apenas el hecho de haber nacido aquí y ser hijo de la América proletaria venida a menos. Caí en la cuenta de ello en 1999, cuando después de treinta años de ausencia decidí regresar a mi ciudad natal y fui testigo de la degradación progresiva (y espeluznante) que habían sufrido los miembros de mi familia, mi vecindario y mi comunidad, y de cómo sus vidas de trabajadores habían sido devaluadas por aquellas fuerzas contra las cuales la gente de izquierda siempre ha clamado, las mismas fuerzas que mi familia y toda la población apoyaron firmemente en las urnas.
Los barrios que se concentran en mi parte de la ciudad, la zona norte de Winchester, son la expresión más pura y dura de la clase obrera, los vecindarios en donde resulta más probable encontrar trabajadores con sueldos de 20.000 dólares al año y peones que apenas alcanzan los 14.000 anuales, reunidos en los tugurios de comida rápida. Aquí crecí yo. Mi padre trabajaba en una gasolinera y mi madre en una fábrica de tejidos que demolieron más tarde y cuyos ruidosos telares fueron la constante música de fondo de nuestras vidas. Aquí me fumé mi primer cigarrillo y aquí me casé con una chica blanca y pobre que vivía cerca de mi casa. Aquí están enterrados mis antepasados y merodean todos mis fantasmas: los fantasmas de doscientos cincuenta años de ancestros, los de mis viejos amores, los de mi juventud. Conozco los apellidos de todos, quién es hijo de quién, y quién andaba con quién cuando íbamos al instituto. Así que al regresar, después de haber vivido treinta años en el Oeste, fue como si mi corazón volviera a su sitio. Una sensación que duró cerca de tres meses.
No tuve que hacer demasiadas visitas a la taberna del viejo barrio ni a la desvencijada iglesia a la que acudía cuando era niño para descubrir que en este vecindario, situado en el país más rico del planeta, la gente lo estaba pasando mal. Y la cosa ha ido peor. En la zona norte, dos de cada cinco residentes no han acabado el bachillerato. Casi todos los que sobrepasan los cincuenta años tienen graves problemas de salud, los índices de solvencia apenas superan los quinientos dólares, y la bebida, Jesucristo y los excesos alimenticios son las tres vías de escape preferidas. En la actualidad el barrio parece un cuadro de Edward Hooper que con el tiempo hubiera sido sombríamente invadido por gángsters, ancianos con whisky de garrafón, madres solteras que trabajan todo el día y niños montados en maltrechos triciclos de plástico barato. El ayuntamiento intenta ocultar la pobreza con ordenanzas que obligan a los caseros a pintar las fachadas de las casas donde esas personas viven de alquiler. Pero no es mucho lo que una mano de pintura puede ocultar. [...]
Hay que reconocer que mi gente es más ordinaria que la mayoría; al fin y al cabo, estamos hablando del Sur, aunque Winchester sea la localidad más norteña de todo el Sur. Pero sus necesidades -una atención sanitaria a su alcance, un salario que permita subsistir, un trabajo estable, alquileres razonables y algo de dinero para la jubilación- no son muy distintas a las del resto de la clase obrera americana. No existe una línea divisoria tajante entre los trabajadores pobres que viven de alquiler en mi barrio y los propietarios de las viviendas modulares de chapa de madera que se pueden ver en las desarboladas zonas suburbanas de esta ciudad y de cualquier otra de este país. La clase trabajadora de esta región, lo que algunos se empeñan ahora en llamar "el corazón de país" (y que abarca cuanto se encuentra entre una gran ciudad y la siguiente), se debate entre la inseguridad total y la inseguridad casi total que resulta de tener un trabajo decente pero en peligro de extinción. Una existencia que abarca territorios sin fin y que va de la apatía de los más pobres a la ira más encendida de quienes tienen algo que perder. Lo cual no es gran cosa, hombre, considerando que los ingresos por hogar rondan los 30.000 o 35.000 dólares al año sumando los ingresos de dos personas. Muchos de ellos son obreros pobres, pero se engañan a sí mismos con la idea de que pertenecen a la clase media. En parte por orgullo y en parte por ese viejo cuento chino nacional que desde hace tiempo difunde la idea de que los estadounidenses son en general de clase media.