Hay libros que envejecen rápido. A otros les cuesta envejecer, aunque lo logran, a veces en parte. Están los libros eternos, por encima del lenguaje, la escritura y el correlato entre la época que cuentan y en la cual se leen; puede ser la misma o no. (Los bibliófagos habrán de solazarse pergeñando ejemplos, maledicentes o no). Es la potencia literaria serpenteante entre aquellas variables, acaso el factor determinante. Y están los raros libros cuya validación el tiempo mismo, ya sea próximo o lejano, engalana.
Cuando en 2006, Elsa Drucaroff (Buenos Aires, 1957) publicó su tercera y acaso más resonante novela, El infierno prometido, circuló como una vibrante ficción de denuncia acerca de la prostitución durante los primeros años del siglo XX. Hoy, apenas dieciséis años más tarde, no ha transcurrido aún una generación, cuando esas trescientas y tantas páginas incólumes se enriquecen mediante atravesamientos aportados por la apertura de ideas, derechos, militancias, gozos y padecimientos de una cultura que no cesa de sacudirse. Incorpora perspectivas, reflejos, memorias, profundidad histórica a personajes, clases sociales, posiciones ideológicas: “Todos nacemos y morimos dentro de un lugar, todos tenemos un lugar y una misión en esta tierra, por la gracia de Dios, es obligación de cada uno respetarlo. Mi lugar es el de juez del crimen y mi misión, defender a la patria argentina contra el crimen y el enemigo anarquista y sinárquico; el de ustedes, el que ocupan: gestionar la cloaca social, repugnante sin duda pero necesaria, no caigamos en hipocresías. Ustedes en su lugar, yo en el mío. Distintos, opuestos si quieren, pero cada uno con una misión en el Orden Divino y en el Orden Nacional”.
Quien pronuncia la perorata es, claro, un juez de la oligarquía, activo miembro de la Liga Patriótica, sádico y perverso, al cual se le escapó la joven puta polaca elegida para sodomizar y a quien le inventó varias figura del Código Penal a fin de poner todo el poder del Estado en su persecución. Sus interlocutores son los cafishios comandantes de la Mutual de Socorros Mutuos La Varsovia, poder paralelo encargado de la administración de los burdeles distribuidos por todo el territorio nacional. Entre ellos, un fiolo de tercera línea que en un pueblito miserable de Polonia compró una adolescente a sus padres a fin de traerla a Buenos Aires y prostituirla. Esa es la presa, la kurve que ejerce la antigua profesión a razón de cuarenta clientes diarios a dos pesos por barba, y trama la fuga junto a un enamorado anarquista. Hay una madama ambigua y un periodista del diario Crítica, diestro en faltas de ortografía, con un mechón de pelo que le cae sobre la frente ancha y ha obtenido un incipiente éxito con su primera novela. Puesto a detective, subrayada cierta infatuación, resulta más que una sugerencia; sin decirlo, se trata de Roberto Arlt.
Corre el año de 1927, presidencia de Torcuato de Alvear, próximas elecciones consagratorias de la luego trunca segunda presidencia de Hipólito Yrigoyen. La prostitución se encuentra legalizada, monopolizada por un consorcio francés y otro italiano, competidores de La Mutual polaca donde impera el idish: “Si no habían podido morir en Polonia, si los habían echado de sus propias aldeas y de mil modos horribles los habían empujado hacia los barcos, ahora se aferraban a una palabra: Varsovia. Es que ahora sí Polonia era de ellos: volvían a Varsovia llenos de dinero, almorzaban con champagne en hoteles que antes no podían pisar, compraban funcionarios para hacer salir a las pupilas. Ahí de donde se habían ido como parias retornaban como señores, más poderosos que los campesinos ignorantes que les habían incendiado las casas y que los policías que los habían apaleado”. Ellos son los propietarios de los medios de producción, pioneros del capitalismo dentro de la incipiente industria del comercio sexual cuya mercancía es la mujer. Despreciados por buena parte de la colectividad judía, se jactan de su meritocracia “para levantar un negocio infinitamente mejor que los tallercitos patéticos donde los otros fabricaban ropa o los comercios donde atendían, encorvados detrás de los mostradores, rascándose la barba, murmurando sus oraciones, deteniéndose para leer por centésima vez un libro que les explicaba que todo lo que habían sufrido y todo lo que, siempre y para siempre, deberían estar preparados para sufrir se debía a que Dios los había elegido”.
Lógica de la tradición judeocristiana, Drucaroff esgrime la habilidad de centrar la acción desde una comunidad para extenderla al conjunto de la sociedad regida por la lucha de clases, dominada a partir de la expansión del capital bajo un orden represivo. Sin vacilar, la trama encuentra las instancias justas a fin de aplicar en forma textual la máxima de Tomás de Aquino en la Summa Theológica: “Los prostíbulos son a la ciudad lo que la cloaca es al palacio. Eliminad la cloaca en un palacio y éste se transformará en un canal infecto”. Allí adentro, donde palacio y cloaca se superponen, la ciudad crece bajo sus arbitrios y El infierno prometido va mutando de historia de vidas en una pauperizada Europa de entreguerras, azotada por los pogroms del antisemitismo, a un relato de viaje y transculturización. A ritmo tan detallado como vertiginoso se sume en la vida prostibularia con todas sus vicisitudes y riqueza de personajes, entre los cuales la autora teje la denuncia, bajo la prioridad de la condición femenina como sendero conductor. La intriga se solapa para transformarse en una novela policial en la que el heroísmo queda en poder de los perseguidos, mientras la villanía persiste en las expresiones delegadas de los agentes del capitalismo, sus esbirros camuflados en una doble, triple, múltiple moral prêt-á-porter, regente de la razón de Estado.
Escritura que sobrevuela la trama a diversas alturas, nunca demasiado alto para que la escena se desfigure ni tan bajo que el primer plano impida dar cuenta con lo que sucede en derredor, la de Elsa Drucaroff atrapa al gambetear remilgos y complejidades. Logro obtenido mediante la infrecuente habilidad de brindar al lector la posibilidad anticipatoria del desenlace en cada situación a través de despliegue de esa borgeana fatalidad del lenguaje utilizada a discreción.
Impertérrita, la ciudad que crece, Buenos Aires pierde a lo largo de la novela su presunta pasividad geográfica: “Sin tierra ni nieve ni barro ni vergüenza ni pogroms, ni depósitos vacíos de papas que se racionaban para pasar el verano. Piedras en las calles, baldosas en la vereda, carros repletos de alimentos, bolsillos repletos de monedas. Todo piedra y cemento y paredes tan sólidas y abrigadas para los que viven adentro, ajenas para ella. Todo moderno, tan moderno. Todo extraño, frío, amenazante. Un lugar para perderse”.