Cuando volvió de vacaciones, en aquel verano de 1972, el periodista británico Frank Victor Dawes no fue capaz de abrir la puerta de su casa. Del otro lado, en el interior, una cantidad desmesurada de cartas se habían ido acumulando durante su ausencia y ahora le impedían la entrada. Aunque no lo sabía entonces, aquel inocente aviso clasificado que había publicado antes de irse de viaje, pidiendo a empleados y patrones del servicio doméstico de Inglaterra el testimonio de sus vivencias, era el responsable de todo.
"Había doscientas cincuenta (cartas) y, cuando dejaron de llegar, el total había ascendido a más de setecientas –recuerda en su extraordinario libro Nunca delante de los criados (Periférica)–. La mayoría de ellas, ya fueran de criados o de señores, estaban bien escritas, se ceñían a los hechos y, sin embargo, eran evocadoras y nostálgicas pero sorprendentemente imparciales en lo relativo a todo aquel curioso y desaparecido régimen; algunas eran divertidas, pero casi todas eran tristes".
El propio Frank Victor Dawes era hijo de una criada, que había empezado a servir en una casa a los 13 años. Pero para aquellos primeros años 70, no era tan sencillo encontrar personal que se ocupara de una familia ajena y el periodista se propuso averiguar qué había pasado entre aquellas estructuras victorianas, con verdaderos ejércitos de empleados domésticos, y la carestía del presente.
Llantos por cansancio
Los testimonios recibidos lo ayudaron en esa comprensión. Harriet Brown tenía 10 años cuando empezó a trabajar en 1879 como sirvienta: “Me levanto a las cinco y media o seis de la mañana y no me acuesto hasta cerca de las doce de la noche y, a veces, estoy tan cansada que no me queda más remedio que echarme a llorar”, le escribía a su madre.
Bien mirado, Harriet era afortunada. Elizabeth Simpson también se empleó como criada a los 10 años, en 1863, y su rutina comenzaba a las cuatro refregando con agua helada los suelos de piedra.
Además de deslomarse, debía cuidar de que ninguno de sus patrones la viera: "Si por algún infortunio (sucedía), ella no debía dirigirles la palabra, sino hacerles una reverencia y desaparecer lo antes posible", recordó su nieta al periodista británico.
Siempre eran pobres, mayoritariamente mujeres y no tenían otra alternativa para sobrevivir, ni ellas ni sus familias. La revolución industrial reconfiguró ese panorama, pero la transformación no fue tan radical.
Por eso, si se piensa que las cosas ya no son como hace un siglo y medio, Puertas adentro: una crónica sobre el trabajo doméstico, publicado en la Argentina hace semanas por las periodistas Camila Bretón, Carolina Cattaneo, Dolores Caviglia y Lina Vargas, llega para mostrar lo contrario.
En la Argentina hay más de un millón de trabajadoras domésticas. El 99% es mujer, el 70% es pobre. Solo el 30% trabaja en blanco. Algunas de ellas protagonizan esa descarnada crónica y, aunque ya no hay velas, ni faldas hasta el piso ni cofias, la invisibilización de esa tarea no cambió tanto.
"Las faltas de garantías laborales, la desvalorización y la precarización de los salarios siguen siendo problemas históricos del sector –apuntan las autoras–. El porcentaje de trabajadoras domésticas sin registrar se mantiene por encima del 70%, lo que lo convierte en el rubro de mayor informalidad del país".