Las veintidós mujeres y ocho hombres que componen los “Niños de la Shoá en la Argentina” dan cuenta de la oscuridad de la época, pero también del modo en que reconstruyeron sus vidas al huir de Europa. “El horror ni se niega ni se olvida, se encapsula”, señala.
Por Cristian Vitale
“El resto ni lo toqué. Quedó igual”. Diana Wang, psicóloga y escritora, va por la parte de contar qué hay de nuevo en la segunda edición de Los niños escondidos (Del Holocausto a Buenos Aires) su trascendental libro sobre uno de los tantos efectos horribles de la Shoá: el naufragio de sus niños. La primera edición, también publicado por Marea, data de octubre de 2004 y abriga en sus casi trescientas páginas un derrotero judeo-infantil que habla de infancias escondidas en desvanes, pozos, sótanos, bosques o granjas; de nombres falsos, guetos, escondites, campos de concentración, familias sustitutas y fugas para esquivar la aberración nazi de aniquilar niños judíos (lograron hacerlo con un millón y medio). Y lo hace por boca, pasión y vida de treinta de ellos, todos integrantes del grupo “Niños de la Shoá en la Argentina”, y todos (ocho hombres) y todas (veintidós mujeres) dispuestos a narrar sus vivencias antes, durante y después. “Lo único que agregué”, vuelve Wang, “fue la foto de mi hermano Zenus y lo que les pasó a los protagonistas del libro durante los quince años que pasaron entre edición y edición”.
–¿Qué les pasó?
–Bueno, algunos se murieron. Otros aparecieron y no están en el libro, porque no los conocía. En el epílogo cuento un poco eso, y también incluyo cuestiones que le pasaron a cuatro o cinco de los que habían testimoniado en la primera edición, además de cosas ocurridas en Generaciones de la Shoá, la organización que presido y que ahora integra el Museo del Holocausto.
Dos de ellas, en efecto, son las que conmueven a Wang y legitiman sobremanera la reedición: el reconocimiento de Cris Marie D‘Argent, de la versión original (Mariette Diamant) y la historia de Rosi Rotenberg, que a los 74 años encontró el orfanato católico Kszendza Boduena en Varsovia, donde había estado entre los dos meses y los cinco años, cuando la encontró su papá. “El orfanato existía tal cual, y es muy fuerte eso. Figúrese esto: usted es grande, tiene nietos, no conoció a su madre ni siquiera en fotos, y de repente encuentra el lugar donde pasó parte de su infancia. Incluso, las monjas le trajeron el libro del orfanato y Rosi se encontró con el nombre falso (Teresa) que le habían puesto para esquivar las recurrentes inspecciones de las SS”, cuenta Wang, que también refiere sobre el caso de Mariette: “Cuando hice la primera edición ella no quería que se publicara su nombre verdadero, y entonces le tuve que inventar otro. Por eso le puse Cris, porque alude a cristiano, y ella pasó como casi cristiana toda la vida. Y D‘Argent se lo puso porque era una familia de banqueros, de mucha guita. Pasó que en estos quince años, luego de muchas charlas y encuentros suyos con otros sobrevivientes, decidió contarle la verdad sobre su identidad a sus hijos, a sus nietos y a sus amigos, y vivió lo que vive todo judío. Vio cómo era la reacción del otro cuando decía que era judía... algo parecida a cuando alguien dice que es gay. Bueno, es muy fuerte que me haya dado el permiso para revelar su nombre, porque fue una niña escondida hasta los 75 años. Ahora tiene 80.”
El tercer hallazgo de reedición es el niño rubio que grafica la tapa del libro: su hermano Zenus. “Es un desaparecido, no se sabe qué pasó con él. Dijeron que murió, pero el cuerpo nunca apareció. Esto ya estaba, pero lo que agregué es una manifestación escrita de lo que te pasa cuando no tenés el cuerpo, cuando no sabés dónde está. Es ridículo, pero a veces fantaseás con que suene el teléfono y alguien te diga ‘apareció’... El cuerpo es fundamental, si no está no podés hacer el duelo”, sostiene Wang, que volcó tales fantasías sobre el papel. ¿Lo ahogaron? ¿Lo ahorcaron? ¿Lo golpearon en la cabeza?, y elucubraciones varias sobre los efectos en la conciencia de los posibles asesinos. “Escribí esto porque cuando hay algo en mi cabeza que me atormenta, me angustia o me molesta, no lo puedo asir. Es algo brumoso, enredado, y necesito sacarlo para afuera y ponerlo en palabras. Y esto me permite operar, dialogar con lo que saqué que es la muerte de un chico a manos de alguien que lo conoce. Después que escribí esto sobre mi hermano sentí un alivio enorme. No lo puedo volver a leer, pero forma parte de una pregunta clave: ¿cómo hacés para matar a un chico? ¿Cómo hacían los militares guatemaltecos para clavar bayonetas en las panzas de las embarazadas? ¿Cómo se hace eso? ¿Qué pasa con el ser humano, cuya cría es biológicamente sagrada, para cruzar el umbral?”
–Una explicación posible es religiosa. Los incas lo hacían porque creían que le estaban entregando su bien más preciado, menos “contaminado”, a Dios.
–Con los incas era así, sí, ¿pero con los genocidas cómo es? ¿Qué pasó con los nazis, o en Camboya o en Ruanda, con esa cosa sanguinaria de construir al otro, a un niño, como un enemigo que hay que destruir? Es una construcción tan fuerte que hace que algunos crucen la barrera. Y casi todo un pueblo, como el alemán, acepte esta locura.
–¿Cómo llegó a esa foto de Zenus?
–En mi casa había una foto suya que no es ésta. Creo que mi mamá la destruyó y no me quedé con foto de él, hasta que una sobrina hizo un viaje a Europa. Fue a Viena a visitar a una prima mía, cuyos padres sobrevivieron al exterminio igual que los míos, y mi prima le dijo a mi sobrina que tenía una foto de Zenus. Se la habían mandado a sus padres, y la pudieron conservar.
–Es un muñeco su hermano...
–Mejorado por un tratamiento que le hicieron a la foto, cuya original era en blanco y negro, sí. Esta foto te transmite toda la ternura. Tiene como el estereotipo de lo angelical, blanco, rubio, de ojos claros... es una construcción cultural. Lo que es interesante es que Zenus tiene el color de lo que los nazis denominaban como ario. No tiene el color del estereotipo antisemita del judío, que es más morocho. Incluso, cuando yo nací, rubia, la partera le dijo a mamá “qué suerte tiene con esta nena, señora, porque cuando los nazis vengan otra vez, ella se va a salvar”.
Pero los nazis, para suerte de ella y sus padres, nunca llegaron. Diana nació en Polonia en 1945 y vino a la Argentina con sus padres, dos años después. “Cuando terminó la guerra no había dónde ir. Mis padres querían ir a Palestina, cuando aún no era Israel. Podríamos haber ido ilegalmente como fueron tantos otros, en esos barcos atestados de gente que eran detenidos por los británicos y mandados a los campos de concentración en Chipre. Entonces mis padres, que ya habían perdido un hijo y estaban conmigo de bebé, dijeron no. Querían preservar mi vida. Bueno, en ese contexto no había dónde ir, ningún país tenía lugar. La Argentina, igual que tantos países, tenía una circular que prohibía dar visas a los judíos... pero todos sabían qué hacer para burlar la ley: tenías que decir que eras católico, te tomaban un examen o podías sobornar al oficial de turno en la embajada.
–¿Qué pasó con su familia?
–Mis viejos consiguieron una visa para ir a Paraguay, sobornando a la gente del consulado. Mi papá había hecho bastante plata cuando terminó la guerra, porque se dedicó al contrabando, dado que las estructuras laborales y económicas estaban destruidas, y había que rebuscársela como se podía. Mi padre sacaba soda cáustica de Polonia en camiones para llevar a Hungría, y traía cigarrillos de Hungría a Polonia, sobornando a los guardias. El era carpintero, pero no había trabajo para eso.
–¿Pasaron por Paraguay?
–No. Vinimos directo a Buenos Aires, porque era el mismo barco. Mi viejo, con la plata que había hecho, compró máquinas para armarse una carpintería acá. Empezó a trabajar muy bien, y compró una casita sencilla en Flores en 1947. Estuvimos ilegales hasta 1949, cuando el gobierno de Perón dictó una amnistía y pudimos legalizar nuestra situación.
–¿Su condición de psicóloga se conjuga o no con su tarea como presidenta de Generaciones de la Shoá, y como escritora?
–No. Intento que no se toquen. Una cosa es mi profesión como psicóloga, y otra todo esto que hago. No quiero que se toquen, porque habitualmente escucho lecturas sobre el trauma de los sobrevivientes con las que no coincido, por dos razones: una, porque me crié entre sobrevivientes, en un contexto donde todos lo eran. Y nadie tenía una patología... era gente común, corriente y totalmente alejada de la idea que a muchos les gusta tener de un sobreviviente con un trauma psicológico. Yo no vi en ellos problemas psicológicos esenciales en la construcción de la subjetividad, y esto es algo que se confirma con sobrevivientes que fui conociendo después. Es cierto que algunos están rayadísimos, pero hay gente que no es sobreviviente del Holocausto y está rayadísima igual. En este caso “A” no conduce a “B”, porque las cosas al nivel del psiquismo y la personalidad no son lineales. Es mucho más complejo que eso. Es algo tridimensional y corpóreo. Que vos seas como sos no puede ser atribuible a una cosa específica, es una construcción compleja de situaciones muy difícil de desentrañar.
–Mencionaba otra razón por la que no quiere que se crucen los dos caminos.
–Si, porque si leo lo que pasó desde el punto de vista intrapsíquico lo estoy banalizando y abaratando, dado que el Holocausto tuvo que ver con la sociedad y no con lo individual. Dicho de otro modo, está el Mal con mayúscula y el mal con minúscula. En el primero interviene una estructura social, que puede ser un gobierno, un ejército, o lo que fuere, que señala un enemigo interno que hay que destruir, llámese judío, comunista, peronista, cristiano, musulmán, o como se llame. Ese colectivo tiene un ejecutor, una persona concreta que ataca a otra persona concreta que no conoce, y por la cual no siente nada.
–La famosa obediencia debida.
–En efecto, muchos de los nazis no odiaban a los judíos, hacían lo que tenían que hacer, y punto. Lo que digo es que la relación entre agresor y agredido no es emocional, es racional. Es una razón de Estado. Hay que destruir a alguien no por la persona en sí, sino por el colectivo que integra. En cambio, el mal con minúscula es el que nos hacemos los mamíferos cuando nos sentimos atacados, y es emocional, interactivo, puesto que se hace entre dos personas, y además, a diferencia del otro mal, genera culpa. Entonces, cuando yo pienso todo esto, ¿cómo lo puedo reducir a una lectura psicológica? Me parece que es de una banalización peligrosa, porque los genocidios tienen que ver con algo social, algo de colectivos, de lavados de cerebro, de homogeneizadores de la opinión pública... Es muy atractivo atribuir a una cosa psicológica esto, pero no sé, porque lo que observé es que los sobrevivientes emergen del bache (un abismo al que te caés sin previo aviso hasta que volvés, también sin previo aviso, a un mundo que siguió su curso) y quieren recuperar lo que perdieron. Entonces trabaja, arma una familia, hace lo que no pudo hacer. Es tan enorme la distancia entre el bache y la superficie, que la vida en el pozo hay que encapsularla.
–Al revés de la catarsis, se guarda.
–Porque si la contás, la gente no te la cree. Nadie le cree a los emergentes de los genocidios. A mí me pasó con un sobreviviente de la dictadura argentina. Cuando uno que fue liberado en los comienzos me contó que lo habían torturado, y no le creí.
–En efecto, los testimonios de su libro aparecen cincuenta años después del Holocausto.
–Es que ni se niega ni se olvida, se encapsula. Queda guardado y sale cuando lo más grave que le paso al que cayó en el bache no es el dolor, la tortura o la muerte de sus seres queridos, sino que el piso en el que estaba parado se rompió. Desaparecieron las leyes, la protección... Cuando caés en el bache, lo que se rompe es la confianza en la estructura social que te contenía, porque ahora es la que te quiere matar. Se necesitan muchas décadas para recomponer esa confianza. Y recién se recompone cuando volviste a trabajar, a formar una familia, a dormir tranquilo. Cuando lo recomponés, recién ahí podés hablar.
–Lo que les pasó a Elsa Rozin, a Enrique Pechner, a Pedro Boschán, a Liza Zajac y a todos los que entrevistó.
–Cuando volvieron a pisar tierra firme, sí. Es gente que sufrió el Holocausto pero que canta, baila, se ríe, come, recuerda como horrible lo que le pasó, obvio, pero vive como cualquiera y sabe que no pudo evitar ser víctima de algo que la superaba completamente. Entonces, cuando pasa un tiempo y esa persona abre lo que estuvo encapsulado, lo hace desde otro lugar, porque ya no está en el bache. En cambio, los que contaron los padecimientos tempranamente, o enloquecieron, o se suicidaron como Primo Levi y Paul Celan, o enloquecieron a sus familias. Por todo esto, trato de que no se cruce lo psi con la Shoá. No quiero ni que se toquen, porque no se puede leer fenómenos diferentes con leyes similares.