Mientras se sienta y enciende un cigarrillo, asegura ser de una generación que no se cuidaba tanto como la actual, a la que le importaba todo un poco menos, o un poco más. Marcos Rosenzvaig nació en Tucumán en 1954. Transitó su adolescencia, judía y comunista, durante el gobierno de facto de Juan Carlos Onganía; y su juventud, ligada a las artes y a la militancia universitaria, durante el último golpe cívico-militar.
Vivió la prohibición de la entrada a teatros en Buenos Aires, la imperativa invitación a retirarse de estudios de televisión en Tucumán y la simulación de un fusilamiento frente a un paredón en manos de la policía. Vivió la muerte de cerca y también la lejanía del exilio. Vivió y vive trabajando el juego entre la ficción y la realidad, entre la historia y la novela, entre lo informativo y lo imaginario. Perder la cabeza, Cabeza de Tigre y Naufragio en Bibbona son tres de sus novelas históricas que tienen en común dos elementos: la dictadura como contexto político-social y la presencia, más o menos solapada, del propio autor como protagonista.
–Naciste escuchando más La Internacional en distintos idiomas que canciones infantiles. ¿A qué edad te percibiste comprometido política y socialmente?
–A los 14 años. Como decís, vengo de una familia comunista. Mis abuelos, mis tíos, mi vieja, todos ellos me fueron marcando. Comencé a militar en la Federación Juvenil Comunista a esa edad. Un hermano de mi abuela fue guardaespaldas de Trotski, el otro está en la fotografía de la IV Internacional y mi bisabuelo utilizaba su casa como refugio de revolucionarios. También siento una gran influencia de mi tío. Uno descubre muchas cosas, como esta, cuando es grande, porque cuando es chico lo que le falta es las preguntas.
–Durante tu adolescencia, mientras se adornaba al gobierno de facto de Juan Carlos Onganía, militabas, te acercaste al teatro, a la literatura. Un combo para la época.
–¡Y ser judío! Porque en esa época en el colegio, se acercaba un celador y te decía “¿Usted es judío?” y antes que nada te salía como una especie de disculpa del estilo “Sí, bueno, pero mire que no soy creyente”. Parece una locura y es difícil de entender para aquellos que no vivieron la época, era común. Lo que sucede es que el terror es algo que a la larga se naturaliza. Todo pasa a ser moneda corriente, hasta que tus papás te pregunten si estás llevando el DNI. Después, en la época dura de Tucumán, en 1975 y 1976, fui militante universitario. Logramos hacer la última elección estudiantil en la Facultad de Filosofía y Letras en medio de la persecución continua de López Rega. Fue toda una locura de la época. Ya, después, vino el exilio.
–El componente del exilio está presente en tu primera novela, Perder la cabeza, y en la última, Naufragio en Bibbona. Desde allí parten los acontecimientos.
–Sí. Ocurre que uno se sentía culpable de estar en Europa mientras otros estaban acá siendo masacrados. Uno no podía vivir la libertad o cierta felicidad. En el exilio, la persecución y la paranoia son algo que continua, que uno lo arrastra a donde va. En Rumania éramos siete argentinos entre los que cada uno podía sospechar del otro si era agente de la Side o no. Toda esta realidad que uno vivía se traslada y estas novelas son eso, el exilio de un personaje y sus aventuras.
–¿Cuál es la génesis de escribir Perder la cabeza?
–Es la primera novela que publiqué. Hoy tiene tres ediciones, pero con la cual más me identifico es la última de Alfaguara. Perder la cabeza nace en un momento muy desestructurado de mi vida, donde solía irme a leer a la Facultad de Filosofía y Letras en la búsqueda de personajes históricos. La bibliotecaria me recomienda un libro que hablaba de Marco Avellaneda. Quedé impresionado sensiblemente por el personaje. Allí decidí escribir primero un cuento y luego la novela. Se dan dos historias: la de un joven que está huyendo de la represión en los 70 y la de una figura importantísima del siglo XIX como Marco Avellaneda; alguien que vivió vertiginosamente sus apenas 28 años: se casó, tuvo hijos, se desarrolló como escritor, fue diputado, estableció relaciones de amistad con Alberdi y finalmente fue asesinado. En el medio, además, desarrollo toda una historia de amor adolescente.
–¿Y la de Naufragio en Bibbona?
–Hace algunos años se me da por curiosear en internet qué fue de la vida del productor del espectáculo teatral que se detalla en la –ahora– novela. El resultado de la búsqueda da que había sido ahorcado por un taxi boy con un cable de teléfono. Ese fue el disparador. Allí comienzo a vincularlo con algo que marcó mi vida en aquel momento: mi naufragio, real, en el medio del mar Tirreno, tras haber sido abandonado por los miembros de la lancha en la que viajaba. Me dejaron en el medio del mar, y no era una broma. Todo esto, consecuencia del exilio.
–Un punto en común en estas obras es que aparece tu persona, más o menos disfrazada. Pablo en la primera y Mario en la última. Alejandra Pizarnik decía que hay que escribir sobre lo que uno más sabe y conoce, por ende, sobre y desde uno mismo. ¿Esa es la idea de presentarte como protagonista “encubierto”?
–Sí, pero ojo, porque uno puede ficcionalizarse después de mucho tiempo. Después de tanto tiempo que uno considere que su historia ya casi ni es de uno. Se reconoce en esa historia, pero ya no es propia, es la de otro u otros. Cuando a tu misma historia la podés destruir y construir en otra cosa. Pasa en la novela y pasa en el teatro. Pero uno se tiene que distanciar de sus acontecimientos, porque nada peor que aquel que pretende ser autobiográfico. Además, con el tiempo también las novelas se alejan y dejan de ser de uno, pasan a ser de la gente.
–Pablo no logró exiliarse, y tuvo la muerte muy cerca. Mario sí logró huir, pero también fue rozado por la muerte. ¿Dónde y cuándo la esquivaste fortuitamente vos?
–La muerte estuvo cerca muchas veces, desde los 14 o 15 años. En un simulacro de fusilamiento puesto en un paredón frente a tres policías que me apuntaban, o corriendo en Buenos Aires pensando que me perseguían ladrones, pero eran policías de civil que empezaron a disparar. La muerte estuvo rondando porque era parte de la época, si me daban aparecía como un chorro o como un subversivo y no pasaba nada. Nadie podía hacer un juicio sobre la impunidad de las fuerzas. No había quién los enjuiciara, ellos eran sus propios jueces. También viví las prohibiciones y las censuras. En 1975 me invitaron a un canal en Tucumán y en medio de la grabación de La niña que iluminó la noche se escuchó por los parlantes: “Por favor, el señor Marcos Rosenzvaig alejarse del canal. Gracias”. En otra ocasión, en Buenos Aires, estaba haciendo la fila para entrar a la Sala Caviglia y un policía de civil me sacó y me dijo que no podía ingresar. Otra vez, en el medio de un ensayo en el Teatro San Martín, en Tucumán, vinieron a decirme que tenía la entrada prohibida. Fueron muchas.
–En Naufragio en Bibbona escribís: “Morir es abrazar al fin la propia condición de extranjero. ¿Quién más extranjero que un difunto?”. Estuviste en Italia, Rumania, España, Suecia, etc. Parece que siempre que llegás estás pensando en partir. ¿Te gusta sentirte extranjero?
–Es exacto como lo decís (risas). Quizá hoy no tanto, pero suelo sufrir esa necesidad de no quedarme en un lugar. Vengo de un pueblo del exilio, seguramente debe circular eso en mi sangre. Me siento vivo viajando y me siento vivo saliendo. Necesito mirarme a mí mismo desde la lejanía y la lejanía siempre es un exilio y la muerte también es un exilio, es el exilio final.
–Antes de que emprendas un nuevo viaje, ¿estás por publicar una nueva novela?
–Sí, sale en junio por Marea Editorial. Se llama Querido Eichmann. Es una novela que me llevó mucho tiempo escribir y que logré terminar corregirla durante la pandemia. Tomo al personaje nazi, en una ficción, durante los ocho meses que vivió en Catamarca y Tucumán. Tiene una trama casi policial. Atrapante.
Finalizada la entrevista, Marcos se va como llegó, sin más que sus cigarrillos. Esos que podrán formar parte de una generación que se cuidaba menos en lo individual –como él dice–, pero más en lo colectivo, en lo comunitario y en lo social.