Por Carlos Ferrer
La obtención de as visas era la parte más complicada de la organización del viaje, amén de la financiación que era otro tema espinoso. Pero de última, sin plata nos íbamos igual, como fuera, pero sin visa no había forma de entrar en un país. Ernesto, por su viaje anterior, ya era experto y fue el encargado de organizar el peregrinaje por los consulados para conseguir el ansiado permiso. Rebotamos en todos lados, los gobiernos dictatoriales no veían con buenos ojos a dos jóvenes sin un peso que pretendían entrar en su país sin pasaje de ida y vuelta comprado de antemano. Incluso tuvimos que tramitar un certificado sanitario expedido por el Ministerio de Salud y otro de “buena conducta” por la Policía.
Los países que formaban parte de nuestro itinerario eran: Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela. Si conseguir una visa en cualquier lado era una hazaña, la figurita más difícil era Venezuela y ahí teníamos que entrar sí o sí porque era el objetivo del viaje. Pero Venezuela era la niña bonita, porque de toda América y Europa querían ir a trabajar a ese país donde el petróleo generaba riquezas inmensas. Por suerte, ambos teníamos familiares y amigos deseosos de ayudarnos y nos facilitaron conexiones con conocidos dentro de distintos consulados. Un pariente nos dio un contacto en el consulado de Venezuela gracias al que conseguimos una entrevista personal. Allí partimos con Ernesto con nuestras mejores “galas”, o sea, el mejor de los trajes heredados de algún pariente (“Me puse el ‘Jorge’”, me dijo jocosamente aludiendo al tío que le había pasado el traje y que evidentemente no era de su talle). Nos recibió el cónsul, era un mulato grandote, barrigón, con una panza seguramente fruto del whisky, el ron, la cerveza y la buena vida.
–Bueno, ustedes dirán, señores, qué necesitan –nos dijo después de los saludos de rigor.
–Queríamos solicitarle una visa para poder entrar en Venezuela. Mi amigo, que es médico, y yo, que ya estoy promediando la carrera de Medicina –mentí–, estamos a punto de emprender un viaje por Latinoamérica para conocer la lucha antileprosa –dije recitando casi de memoria el speach que habíamos preparado en la cocina de los Guevara el día anterior.
–Y el destino final de nuestro viaje es Venezuela, donde yo tengo prácticamente asegurado un puesto de médico en el leprocomio de La Guaira –agregó Ernesto con seguridad.
–¿Tienen los pasajes de ida y vuelta a Venezuela? –nos preguntó el tipo.
–No, pasajes de vuelta no tenemos, porque no nos vamos a volver, nos vamos a quedar en Venezuela a trabajar –contestó Ernesto, mientras yo pensaba “y pasajes de ida, tampoco”.
–Bueno, pero ustedes saben que para entrar en Venezuela se necesitan pasajes de ida y vuelta. Para darles la visa de turistas, ustedes tienen que garantizar que se van a ir después –insistió el cónsul como si no nos escuchara.
–¡Pero es que yo no me pienso ir, me voy a quedar trabajando en Venezuela! –se exaltó Ernesto mientras yo me achicaba en mi asiento y entendía perfectamente a sus compañeros de rugby que lo habían apodado Fúser, por “Furibundo de la Serna”.
–Usted no puede hacer eso, usted se tiene que volver a la Argentina porque para ejercer la medicina en Venezuela necesita revalidar su título –replicó el cónsul subiendo por lo menos dos tonos de voz.
–Pero, escúcheme, nosotros vamos a aportar a la ciencia en Venezuela...
–Usted no entra en Venezuela y se terminó acá la discusión –lo cortó en seco el cónsul.
–¡Yo sí voy a entrar en Venezuela y me voy a quedar... –... sobre mi cadáver va a entrar! –exclamó el cónsul ya completamente rojo, o al menos todo lo rojo que se puede poner un mulato.
–No, sobre tu cadáver no –dijo Ernesto recuperando la calma–, voy a entrar, ¡pero pisándote la panza! Previsiblemente, el tipo nos rajó de inmediato de ahí y, por supuesto, nos podíamos olvidar de la visa. Yo no podía creer lo que acababa de vivir, mentalmente me iba despidiendo de todos mis sueños de vida regalada en el Caribe venezolano.
–¡Estás loco, cómo le vas a hablar así al tipo que nos tenía que conseguir la visa! –le reproché yo.
–Igual no nos la iba a dar. Calma, Calica, ya vamos a ver cómo hacemos más adelante. Una vez que estemos por allá, de alguna manera vamos a poder pasar la frontera.
Y así fue, de una manera u otra, como se verá, siempre fuimos consiguiendo todo.
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En Ecuador, Ernesto encontró por fin lo que estaba buscando sin saber a lo largo de todo el viaje. Su destino de trotamundos empezaría allí a encontrar un sentido y una dirección. Ya soñaba con soluciones para lo que había visto y experimentado. En Guayaquil empezó de a poco a dejar de ser Ernesto para convertirse en el Che. Hoy sé que allí fue donde empezaron a separarse nuestros destinos.
Pero nada de eso sabíamos cuando cruzamos la frontera peruano-ecuatoriana en la localidad de Aguas Verdes. Teníamos preocupaciones más inmediatas, como eludir las bandas de asaltantes que pululaban cerca del puente que debíamos cruzar para llegar al puesto fronterizo ecuatoriano, Huaquillas. Como en otras tantas ocasiones, en tierra ecuatoriana, el sellado del pasaporte era algo más que un trámite burocrático, siempre había objeciones, te hacían todo tipo de preguntas. No éramos turistas, éramos caminantes jóvenes con muy poco respaldo de visas y de divisas. Así que, otra vez, a contestar de dónde venimos, adónde vamos, por qué, con qué dinero. Volvimos a aplicar los consejos de aquel español viajero pero a la inversa que en Perú. Para congraciarnos comentábamos que allá nos habían tratado bastante mal –que no era cierto–y terminamos ganando la simpatía de los ecuatorianos. Nos dieron un rincón donde dormir y nos convidaron algo para comer y tomar. “Un día perdido en cuanto a viaje, aprovechado por Calica para tomar cerveza de arriba”, escribió Ernesto aburrido en su diario. No dice que fueron muchas las cervezas, porque él tuvo que abstenerse debido al asma que lo empezaba a jaquear nuevamente. El calor y los mosquitos nos avisaban que estábamos en el Trópico, aunque nada de eso nos molestaba especialmente. Nos estamparon el sello de ingreso en los pasaportes el día 28 de septiembre de 1953.
Ese mismo día salimos a dedo para Santa Marta, ya no nos podíamos permitir siquiera el módico precio del ómnibus. La financiación de nuestro viaje hasta Venezuela desde aquí era una incógnita. Con lo del cinturón de castidad ya no alcanzaba para casi nada. En Santa Marta tomamos un barco para Guayaquil. Era un barquito de carga viejo, con un motor quejoso, que llevaba también pasajeros. Nada que ver con un crucero de placer, allí no había ni turistas ni comodidades. El barco llevaba ganado y sobre ese corral improvisado colgaban hamacas donde nos instalamos. Fuimos por el río hasta Puerto Bolívar. Ya era de noche y la precaria embarcación comenzó a navegar por el mar bordeando la costa. Nos dio risa y miedo pensar qué pasaría si dormidos nos caíamos de las hamacas.
–Yo no voy a poder dormir –aseguré.
–Dejate de joder, Calica, ¿qué te crees que es esto?, ¿un crucero?
–Pero mirá si me caigo arriba de las vacas...
–Y bueno, se te clavará un cuerno en el traste, más que eso no te va a pasar –se rió Ernesto y su risa contagiosa hizo otra vez el efecto deseado. Me empecé a reír yo también y me dije bueno, ya estoy jugado, ¡a dormir! Cansancio, sueño, bastante hambre; sumados eran superiores al olor a bosta, los mugidos y el bochinche de las pezuñas sobre el piso metálico del barco. En fin, por lo menos estábamos un poco más cómodos que las vacas. Nos dormimos, no a pata suelto sino a “pata colgada”, como suelo dormirse en una hamaca para conservar el equilibrio.
Recién nos despertamos a la mañana siguiente casi llegando a Guayaquil. “Yo siempre con asma”, acota Ernesto al registrar en el diario el viaje en barco.
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Ernesto también le relata a su madre con sorna nuestros días de pequeños comerciantes: “Tu traje, tu obra maestra, la perla de tus sueños murió heroicamente en una compra-venta, y lo mismo sucedió con todas las cosas innecesarias de mi equipaje, que ha disminuido mucho en beneficio de la alcanzada (suspiro) estabilidad económica”. Aguzando la creatividad, a Ernesto se le ocurrió que podríamos usar los fondos del pozo común para comprar un barquito y remontar toda la costa hasta Panamá. Yo me sorprendí pero, como siempre fui un inconsciente y la idea venía de Ernesto, la consideré casi posible y me sumé. Pero Andro y Gualo se mataron de risa y pensaron que era un chiste (aún no lo conocían). “Es en serio, se puede”, insistía tozudamente Ernesto frente a las explicaciones técnicas de los otros que intentaban demostrar que navegar en alta mar era imposible con un barquito de poca monta y ningún conocimiento.
Tres años más tarde, en 1956, Ernesto demostraría que todo era posible: una modesta embarcación, el Granma, logra cruzar el golfo de México hasta Cuba llevando una carga cuatro veces más pesada de la que puede soportar y sobreviviendo a tormentas, desperfectos mecánicos y falta de provisiones. Después de una turbulenta navegación de siete días, los tripulantes, miembros del movimiento de liberación 26 de Julio, consiguen desembarcar en territorio cubano. Uno de ellos era Ernesto Guevara, ahora convertido en el Che. Con el mismo ingenio de siempre, más tarde dijo: “Más que un desembarco fue un naufragio”.