“Tampoco Cartago hubiera tenido tanta fuerza durante casi seiscientos años sin un buen gobierno y una moral”. Me gusta esta reflexión de Cicerón. Marco Tulio Cicerón fue uno de los juristas, filósofos, políticos y oradores romanos más connotados y fue decapitado por orden del cónsul de Roma, Marco Antonio, en represalia por sus Filípicas, las cartas abiertas escritas por el filósofo contra el mandatario. Suele acontecer que quien cumple honestamente con su deber, o asume retos con coherencia, convicción y firmeza, corre el riesgo de ser decapitado, como les sucedió a varios de los líderes de la Revolución Francesa, o fusilados, asesinados o suicidados como el Che Guevara, Salvador Allende, Gandhi, Luther King, Kennedy y tantos otros que en el momento histórico en el que les tocó vivir fueron revolucionarios. Es decir, intentaron o consiguieron cambiar las cosas en beneficio de una generalidad de personas y en contra de las élites económicas y políticas establecidas.
En la izquierda, la división de puntos de vista ha sido, históricamente, una característica identitaria fruto de la reflexión y del debate interno de las ideas de las que surgía un proyecto común o, al menos, una base sólida que desembocaba en políticas genuinas para beneficio del bienestar general. Ocurre que desde hace un tiempo ese debate constructivo se ha perdido y solo queda el rescoldo.
En la actualidad, vivo en la duda existencial de si debo mantener el término “izquierda” con el alcance tradicional con el que lo conocemos, o por el contrario optar por un concepto más amplio y comprensivo, como el de “progresismo”, para designar a quienes persiguen los cambios sociales necesarios para construir una sociedad mejor. Es cada vez mayor el número de ciudadanos, especialmente en el sector más joven de la sociedad, que cuestiona la dicotomía izquierda-derecha y que, por ello, se aleja de cualquier compromiso político activo. Este amplísimo conjunto de personas, que representan un segmento fundamental para el cambio social que se avecina, postula y defiende una visión progresista de la vida actual y sobre todo del futuro, que supere el atávico desencanto de varias generaciones con la política, a la que consideran un lastre en vez de un instrumento para la solución de sus problemas. Pienso que estamos atravesando un momento histórico en el que el mundo en el que vivíamos, caracterizado por la inercia y a la vez la incertidumbre, se ha precipitado por la crisis sanitaria mundial que en sus inicios parecía lejana hasta que llegó a nuestro país, a nuestra ciudad, a nuestros barrios y en muchos casos a nuestras familias o a uno mismo, y que se extendió por todo el planeta hasta convertirse en una pandemia. Es un punto de inflexión para la humanidad, que ha hecho que nos cuestionemos sobre qué es lo esencial, qué es lo importante, lo necesario y lo superfluo, y nos preguntemos qué futuro queremos, si deseamos volver a lo de antes o intentar construir algo mejor. Durante los momentos más estrictos del confinamiento los pájaros volvieron a cantar, los animales se acercaron a las ciudades, la contaminación bajó a niveles previos a la Revolución Industrial y fue evidente que el planeta no nos necesita, sino que somos nosotros los que necesitamos de él. Debemos y podemos buscar una forma más armónica de convivir con la naturaleza y entre nosotros mismos. Por ello creo que están sobre la mesa todos los elementos precisos para dar forma al cambio, sobre la base de conceptos más amplios y flexibles, libres del encorsetamiento ideológico al que estábamos acostumbrados. Debo decirles que, cada vez, me siento más libre de la dictadura del lenguaje que algunos quieren imponer. Los dardos ideológicos utilizados por la derecha y la extrema derecha para referirse a sus oponentes políticos que hoy gobiernan España como “socialcomunistas” me producen sonrojo y me suenan a intento de manipulación grosero, amén de puro desconocimiento de la propia terminología utilizada. Si actuamos en esta dirección y conseguimos que nuestros líderes locales, regionales, estatales y mundiales abandonen los discursos demagógicos y trabajen con acciones concretas para recuperar la armonía perdida, asumiremos que sus discursos son creíbles, consistentes, motivantes y, por ende, con capacidad suficiente para convencernos de la necesidad de abandonar la indolencia que ahora nos atenaza y sumarnos al gran cambio social que se precisa a nivel mundial. Solo de esta forma, podremos dejarle un futuro a nuestros hijos y nietos y a los que vendrán. El desafío es enorme, como inmensas son las consecuencias de no hacerlo y abandonarnos en los brazos viscosos de la indiferencia. Depende de nosotros mismos.
Al inicio de la pandemia del coronavirus, mientras buenamente intentaba seguir con mis actividades, como todas y todos, casi en la seguridad, o al menos, con la esperanza, de que sería inmune a sus efectos, tuve que plegar velas y asumir que el virus viajaba ligero de equipaje, pero que el que llevaba era lo suficientemente letal para diezmarnos no solo física sino psicológicamente. En ese momento, reconocí mi vulnerabilidad y el mazazo que supuso el diagnóstico médico de “neumonía bilateral por covid-19” me anonadó. Fue el 24 de marzo del 2020, en el que todos los esquemas y proyectos que bullían en mi cabeza desaparecieron como por ensalmo, y solo percibía una profunda confusión ante un futuro inmediato absolutamente incierto, porque ni siquiera en parte dependía de mí. El destino ocupaba el lugar preponderante que siempre tuvo en la antigüedad. Para colmo, de forma atávica, como amante de la historia que soy, me venían a la mente los idus de marzo y el asesinato de Julio César, de modo que, en los momentos de delirio –que los tuve– mi capacidad de análisis racional desapareció y comencé a sentir algo urgente, con visos de certidumbre de que lo inevitable podía acontecer.
Es así como lo inmediato cobra un sentido absoluto, egoísta, siquiera sea por instantes. En tu horizonte, todo lo que no es próximo desaparece. En medio de la oscuridad, apenas percibía un levísimo haz de luz, al que me agarraba con desesperación para superar el trance al que me estaba sometiendo una enfermedad desconocida, virulenta, que se llevaba por delante decenas de miles de vidas y que me sometía al azaroso juego de una especie de ruleta rusa en la que además del impulso y las vueltas que provocaba, entraban en liza otros factores de riesgo: predisposición del adn, carga viral y demás factores que determinarían si era más vulnerable o proclive a recuperarme o incluso a marchar, de la mano de la señora de la guadaña. Me di cuenta de que lo que aconteciera no dependía de mí. La suerte estaba echada. Finalmente, no sé si los hados del destino; las plegarias religiosas, que las hubo; las invocaciones de los “manos” (ancianos y sabios ancestrales) de los pueblos originarios; la diosa Fortuna o, simplemente, la fortaleza que aún me quedaba y, especialmente, los buenos cuidados médicos y el apoyo de quienes me atendían y me quieren, hicieron el milagro e inicié el lento camino de la recuperación, que, aún cuando escribo estas reflexiones, perdura. Debo decirles que hubo momentos muy difíciles y dolorosos, pero, después, cuando vi cuánta gente había estado pendiente de mí, me convencí de que la fuerza de uno es la de todos y que no somos nada sin esa solidaridad. Y aquí estamos, con energías renovadas, consciente de que ha merecido la pena este sufrimiento (...). Me siento fortalecido y más firme en la necesidad de cambio a la que nos enfrentamos para superar la maltrecha situación política, social y económica en la que estamos. Ninguno podemos permanecer indiferentes en este momento histórico. En plena vigencia de la pandemia, del estado de alarma y el confinamiento, cuando ya me encontraba en mejor estado físico, pero todavía vivíamos con una serie de restricciones en nuestros derechos en el que la confrontación no era entre seguridad y libertad, sino entre salud y libertad, mantuve una extensa e interesante conversación con mi hija Aurora, de 30 años y de profesión psicóloga. Se manifestaba en términos muy duros y críticos con los políticos y con las decisiones que se estaban implementando, tanto por las izquierdas como por las derechas; y, como consecuencia de ello, manifestaba su desinterés por el discurso de todos. Aurora es una mujer progresista, comprometida en el desarrollo de valores sociales fundamentales, en la defensa de los derechos humanos, de la naturaleza, feminista, que ha participado en los procesos electorales y que defiende la esencia democrática. Pero, como tantos otros y tantas otras, se plantea cuestiones que, quienes ya tenemos cierta edad y la mochila ideológica bien repleta, no nos atrevemos a hacer o, al menos, nos cuesta más trabajo asumir la necesidad de llevarlo a efecto. Llanamente me dijo que, a muchas personas de su generación, les atrae muy poco votar debido al bajo nivel de credibilidad que les ofrecen los políticos que solo buscan el beneficio del poder y nutrirse del mismo para permanecer ahí, sin descender a la defensa de la ciudadanía y de sus necesidades reales. Me decía que siente el afán de que, más allá del cinismo, la moral cuente algo en la vida pública; que los mensajes políticos respondan a la convicción y a la verdad y no al oportunismo particular de cada grupo o de los intereses económicos o mediáticos de turno. Creo que, quizás sin proponérselo, ponía el dedo en la llaga y me hizo pensar con más detenimiento que es muy probable que lleven razón quienes nos están advirtiendo de que es tiempo de asumir que la “izquierda”, desafortunadamente, es un concepto que se ha ido desnaturalizando y que puede haber cumplido su ciclo histórico, dando paso a una significación más amplia que aglutine todo lo positivo de aquella y se abra a unos planteamientos más comprensivos, menos excluyentes, integrados en lo que podríamos llamar “el progresismo humanista”. Un progresismo que incluya los movimientos sociales comprometidos con la defensa de los derechos humanos, con la defensa del medio ambiente y contra el cambio climático; un progresismo en el cual converjan todas y todos los que luchan contra la desigualdad, los derechos de la mujer, la defensa de los más vulnerables; un progresismo con una visión internacionalista que se nutra de la cooperación de los diferentes sistemas nacionales hacia un sistema universal que dé forma a un nuevo sistema económico responsable en el que el capital y los mercados estén al servicio del ser humano y del bienestar de la humanidad en armonía con nuestro planeta. Es decir, la humanización de la economía. Si algo nos ha enseñado la pandemia de la covid-19 es que no estábamos aplicando las medidas terapéuticas más acertadas a nuestro enfermizo sistema de vida; que sin nosotros el planeta respira mejor, y que, al final del día, la economía está al servicio del ser humano y no el ser humano al servicio de la economía. Esta visión progresista superaría los dogmatismos, los que ahora mismo continúan siendo impuestos por la lógica neoliberal imperante, que es, precisamente, la que nos ha llevado a este desastre humanitario, posible antesala de otros, de proporciones cósmicas para nuestra propia supervivencia.
En este contexto, resulta evidente la necesidad y conveniencia de configurar un espacio común que actualice el Estado social y democrático de derecho a lo que hoy se precisa, y que no es el mismo de hace 40 años. Las divisiones históricas existen, pero ahora ya no están tan ligadas a las ideas como a las ansias de protagonismo y reconocimiento de unos dirigentes que se pelean a codazos para salir en la foto o hacerse con el control del partido. Es decir, se aprecia un evidente anquilosamiento del pensamiento político de izquierdas, incompatible con la urgencia de las nuevas necesidades de la ciudadanía y del planeta, que evolucionan a un ritmo mucho más ágil que los discursos en el seno de las estructuras políticas partidarias. Vivimos, sin embargo, tiempos de excepción y las situaciones extremas, como es el caso de la pandemia que ha asolado el mundo, traen también visiones diferentes. Hay un caso político ejemplar como es Portugal, país donde el conservador Partido Socialdemócrata (psd), la primera fuerza política de la oposición, remitió una carta a sus militantes en la que expresaba que atacar al Gobierno socialista de António Costa en tiempos de dificultad por la covid-19 no sería patriótico, posicionándose públicamente en apoyo a las acciones del Gobierno contra la enfermedad. En España la unión de la coalición progresista que compone el Ejecutivo ha actuado en común, pese a sus diferencias y a los intentos descarados de la derecha por sembrar discordia entre las dos formaciones que integran el Gobierno. La gran diferencia está en la derecha española, a años luz de la de Portugal, pues aquí se ha preocupado de agredir, insultar y difamar de continuo al Gobierno español sumido en una dura situación de muerte y carencias, sin tiempo ni energías que desperdiciar en rebatir tanta insensatez de quienes aprovechan la desgracia ajena para sacar rédito político.
Hemos visto cómo en nuestro país, en tiempos difíciles, es cada vez mayor la separación entre las necesidades reales y la forma de subvenirlas desde la política tradicional, lo que se acaba traduciendo en una especie de hastío y desconfianza de la población. Queda así libre un espacio para que otros, y no del mismo segmento ideológico, sino precisamente del contrario, lo ocupen de forma inmediata. Me refiero a la ultraderecha y al “neo” fascismo que aprovechan esas contradicciones mediante un discurso emocional, efectista y facilón que, por ello, captura la frustración y el descontento de amplios sectores sociales, ofreciendo supuestas “soluciones” igualmente fáciles e inmediatas, que son asumidas automáticamente y sin cuestionamiento alguno. Se proclama la necesidad de hacer cosas, pero se omite la construcción de las políticas precisas para conseguirlo. Se habla de las necesidades, que por otra parte son obvias, y se proclama la urgencia de satisfacerlas, pero ahí se agota la acción.
Promesas imposibles de cumplir, sin que luego exista una explicación o justificación suficientes; fracasos premeditados, puesto que eran perfectamente previsibles y evitables si se hubiera puesto el foco de atención en el pueblo y no en el aparato y el reparto de poder. Finalmente harán girar la rueda a favor de posturas más proteccionistas y más tradicionales propias de la extrema derecha, que disputa los espacios de poder de la derecha más rancia y casposa, donde siempre van a recoger buena cosecha, pero que, además, obtiene nuevos frutos en los sectores populares, que han sido defraudados una y otra vez por las fuerzas políticas tradicionales. Y ello se debe a que la siembra que realizan se apoya en el poderoso abono de las emociones y por ende germina mucho antes que el cultivo libre de tóxicos que se nutre del riego cuidado de las ideas y los argumentos.
El instrumento base que la derecha tolera complaciente, y la ultraderecha promueve y difunde, es el bulo, un veneno que a través de las redes sociales va impregnando de desinformación el pensamiento colectivo. La ponzoña fue la respuesta de la derecha a la crisis de la covid-19 y no podía ser de otra manera pues es la herramienta para conseguir sus propósitos en todo el mundo. El desprecio por las víctimas a las que se disfraza con estadísticas manipuladas o se las elimina como factor esencial de protección, por no hablar del indecente gobierno de Chile que para mejorar las cifras contabilizaba a los fallecidos como recuperados, bajo el inmoral argumento de que los muertos ya no contagian, sin olvidar al presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, y su irresponsable manejo de la crisis sanitaria que está a medio camino entre la estupidez extrema y la pura maldad. Qué indignación, qué espanto, qué clase de gente, qué peligrosos son y cuánto poder ostentan. Mientras, en el mundo progresista, la discusión no se centra en la consolidación de los argumentos que den firmeza a las convicciones como armazón del discurso de izquierdas ni menos aún en un marco teórico e ideológico que le dé sustento. Esto último parece haber sido desechado sin más hace décadas, sin que haya pasado por un cedazo que permita el necesario y cada vez más urgente reciclaje, para poder dibujar un horizonte claro en el convulso mundo en el que vivimos. Ser progresista es mucho más que querer progreso, es mucho más que políticas sociales que parcheen el sistema capitalista y liberal o neoliberal que rompe a pedazos nuestro planeta, que ya no da para más. Hace falta aquí reciclar lo reciclable, pero también innovar y adecuar los principios y valores propios de la vieja izquierda a los nuevos tiempos y al nuevo contexto político, social y ambiental en el que estamos. Sin embargo, los partidos progresistas, aún en aparente situación de stand-by ante el fenómeno urgente sobrevenido, continúan dando vueltas a la peonza disputándose sus espacios de poder. La soberbia se agazapa tras diferencias irreconciliables y coarta la posibilidad de llegar a un lugar de encuentro ante la feria de vanidades que se despliega en cada casa. Lo grave es que, alejados de la realidad, no se dan cuenta de que la sociedad necesita que superen sus diferencias y presenten un frente común ante unas derechas que no tienen pudor en aliarse entre sí. [...] Sucede que frente a la conciencia crítica de los partidos progresistas que se traduce en una serie de matices que posteriormente dirimen entre sí, las derechas saben obviar sus diferencias para derrotar a su mayor rival y no tienen reparo alguno en utilizar y propagar la mentira, el miedo y el odio… siempre que sirva para descabalgar a sus adversarios políticos. En algunos países ha prosperado una especie de frente amplio entre izquierdas moderadas y derechas así mismo moderadas para impedir que los fascistas ingresen en las instituciones, levantando lo que la prensa ha convenido en llamar “cordón sanitario”, nombre con el que se alude a la posibilidad real de que desde los cargos públicos inyecten su veneno y hagan enfermar a una democracia que desde hace tiempo tiene las defensas bajas; pero ese equilibrio y la posibilidad de encuentro entre fuerzas democráticas desaparece en el punto en el que la derecha se abre a soluciones de coalición hacia la extrema derecha, como ocurre en España. En nuestro caso es casi imposible llegar a acuerdos con quienes aceptan de socios a los que, negando el propio sistema de derechos y libertades, atacan la igualdad y atentan contra el Estado de bienestar conseguido, o asumen como bandera de lucha retrocesos democráticos y la resurrección de ideologías nefastas para la historia de la humanidad.