¡Qué novela, Jane Eyre! Contra la memoria de la niña que fui y disfrutó de las peripecias difíciles de una muchacha antigua, pobre y orgullosa a la que yo sentía querible pero lejana, Jane ahora se ha vuelto una hermana valiente y sabia, una mujer obstinada como yo en elegir su propia vida a su manera y defenderla de cada varón que pretendió, por amor o por odio, poco importa, cortarnos nuestras alas. A diferencia mía, tan libérrima de cascos, mi hermana mayor Jane se niega a acostarse con el hombre que le gusta y mucho más, porque es evidente que lo ama. Amor real: nada de flechazo romántico sino conocimiento, debate, amistad de pares intelectuales, ironía, admiración mutua mezclada con una mención a los músculos del tipo o a sus facciones viriles y sensuales, bah, todo eso que reconozco como amor, no la palabra vacía que nos ofrecen a las mujeres para que aceptemos cualquier cosa.
Me bastó entrar en la adolescencia y contagiarme del virus de mi época para despreciar a esa Jane Eyre que había leído de niña con fruición, pero, con quince años, entendía como pacata y obediente.
Eran los 70, a las mujeres nos estaban haciendo creer con mucho éxito que el sexo era la clave de nuestra libertad. Ahora pienso que por momentos algo de eso hubo, pero muchas veces fue también la coartada precisa con la que nos dejamos volver a encarcelar por los varones.
Jane alega que no coge con Rochester porque no es moral coger si no te casaste ante Dios. ¡Qué astuta mentirosa! ¡Qué hipócrita brillante! ¡Qué notable estratega! Charlotte Brontë la tiene bastante más clara de lo que yo la tuve: no va a dejar que Jane Eyre disfrute de garcharse a su amado Mr. Rochester mientras él pretenda y pueda guardarla en la cajita de música, sobre su mesa de luz. El sexo será lindo, admite Charlotte, pero me guiña un ojo, irónica: ¿no será que las chicas intelectuales de la calle Corrientes daban por el sexo un poquito demasiado?, me dice. A ustedes les quitaron el arma de la hipocresía, pobrecitas, vino Freud y les explicó que la histeria blablablá y vinieron Masters y Johnson y les contaron que el orgasmo blebleblé, y sí, claro que tenían razón y está buenísimo el orgasmo, pero hay que ver a qué precio. Además, no me jodas, como Virginia Johnson dice, todas sabemos ofrecernos un orgasmo en soledad, no lo conté porque no es para andar ventilando, pero vos no sabés las cosas que hacía Jane en su camita antes de quedarse dormida depués de su largo día de trabajo. Charlotte prefiere que su Jane se quede un rato con las ganas de Rochester antes de convertirse en una perdida. ¿Una perdida? Charlotte, ahí te salió la victoriana. No, nena, no entendés: una perdda, pero no porque perdió el honor, me explica la maestra victoriana.
Charlotte se ríe y me confiesa que ninguna mujer con dos dedos de frente, ni siquiera en los comienzos del siglo xix en Gran Bretaña, podía querer algo tan imbécil como ser una mujer honrada. Perderse es otra cosa: es perderse a una misma, es bailar en la delicada cajita de música donde te guarda el tipo que dice que te ama y tal vez es verdad, pero tiene un amor que vale poco y él termina valiendo tdavía menos, si lo que quiere es eso.
“No soy un ángel –afirmé– y no lo seré jamás hasta que me muera: seré yo misma, señor Rochester, usted no debe esperar ni exigir algo celestial de mí porque no lo obtendrá, como tampoco yo lo coseguiré de usted pues no lo espero en absoluto”, le hizo decir a Jane Eyre su madre Charlotte Brontë.
Por eso Charlotte, que también está enamorada (quién no) del señor Rochester, tan sensible, tan agudo, tan saludablemente antisocial y antimercantil, tan capaz de cagarse en todo y tan fuerte y petiso y musculoso, con su rostro que Jane dice que no es bello pero la hace babear de calentura, Charlotte se encarga de que ese tipo por quien su Jane muere de amor finalmente esté ciego y un poquito –lo suficiente apenas–, también esté castrado: sí, el chbón tiene muñón, perdió una mano en el incendio que desató su esposa psicótica y secreta; la perdió con nobleza y heroísmo, por supuesto, tratando de salvarla pese a todo y felizmente falló, poque así nadie molesta para que Jane Eyre se nos case ante Dios.
Pero la indomable Jane puede por fin disfrutar de los deleites de una cama que por cierto don Rochester sigue siendo capaz de ofrecer con plenitud (le quedan una mano, una boca y sigue intacta esa otra cosa que las chicas hétero no despreciamos –solo se trata de que no nos puedan hacer daño, muchachos, nada más, nadie es tan tonta como para ensañarse con sus penes si sus penes no se ensañan antes con nosotras).
Jane Eyre se casa por fin con el ahora viudo heroico pero caído en desgracia. Afirma ella que lo ama tanto que será sus ojos para siempre, y será su otra mano. ¡Alto! ¡Epa! Pregunto: ¿melodrama?, ¿sacrificio femenino de la amante incondicional e inteligente, que finalmente se junta con el hombre de su vida para hacerle de enfemera y secretaria? Brontë otra vez se me ríe en la cara. Qué pavada, me dice. Esa frase es apenas una cáscara y no demasiado gruesa. Leé bien. La escritora ha castigado al señor Rochester, sí, pero no por lo que –con voz tonta de su época– ha nombrado como el “pecado” de intentar ser bígamo. No. Charlotte castiga a Rochester porque, como cuenta en largas y clarísimas escenas, el tipo confundió su hermosa capacidad de amar (que nosotras tanto conocemos y valoramos) con su execrable y sádico deseo masculino de encerrar a la amada en una jaula.
“No soy un pájaro y ninguna red me atrapa: soy un ser humano libre con una voluntad independiente”, le aclaró Jane a Rochester en este libro escrito a comienzos del siglo xix.
Releo y no me entra en la cabeza: estamos terminando la segunda década del siglo xxi y la aclaración sigue siendo necesaria cada vez que algún tipo se fija en una mina. Increíble, hay que andar todo el tiempo tratando de que los hombres entiendan algo tan obvio como que una, en vez de pajarito, es ser humano.