El mundo tal vez desconoce el pasado del papa Francisco como Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires antes de llegar al Vaticano. Quizás por eso han considerado sorprendentes sus comentarios recientes. El papa admitió al fin que las personas gays tenemos derecho a una familia, y agregó: “Lo que tenemos que hacer es crear una ley de uniones civiles. Así están cubiertos legalmente. Yo apoyé eso”. Sus palabras integran el documental Francesco, de Evgeny Afineevsky.
A simple vista, parece un progreso para la Iglesia católica, tras siglos predicando odio y prejuicios contra la población LGBT. Sin embargo, el diablo está en los detalles.
Cuando Francisco dice: “Yo apoyé eso”, falta el contexto. Es cierto: él apoyó —no públicamente, sino en negociaciones reservadas— un proyecto de unión civil que un grupo de congresistas contrarios a los derechos de la población LGBT propuso en Argentina en 2010. La redacción final de ese proyecto fue de una senadora que confirmó ser supernumeraria del Opus Dei. Quienes encabezamos el movimiento a favor de la igualdad de derechos para la comunidad LGBT en el país sabíamos que se trataba de una estrategia para evitar la legalización del matrimonio igualitario, que estaba en debate en el Congreso. Los dos términos (unión civil y matrimonio) se refieren a instituciones diferentes, y lo que se proponía era establecer una distinción inconstitucional entre dos categorías de ciudadanos.
En varios países, luego de oponerse durante años a cualquier derecho para las parejas del mismo sexo, cuando el matrimonio igualitario conquistó apoyo político y social, los conservadores —y la Iglesia, en voz baja— ofrecieron la unión civil para impedirlo. Era un chantaje que apostaba a la urgencia de muchas familias por tener derechos básicos: renuncien a la igualdad y les damos herencia, seguro médico, tal vez algo más, nos decían. En las transcripciones de los debates parlamentarios en España, Portugal y Argentina que estudié para mi tesis de maestría, queda claro que los impulsores de esa idea querían mantener viva la discriminación.
Pero el intenso lobby de la Iglesia para apoyar la unión civil –porque no había en ese momento una propuesta más conservadora en el parlamento– fracasó en Argentina. Cuando Bergoglio, entonces arzobispo de la capital argentina, advirtió que la alternativa de la unión civil perdería ante la opción del matrimonio igualitario, temió que esa victoria de la comunidad LGBT le arruinara el sueño de ser papa. Llamó a una “guerra” santa y denunció un plan del demonio para destruir la creación de Dios. Pero el Senado no le hizo caso y aprobó el matrimonio igualitario en Argentina en ese año. Entonces, una multitud en la Plaza del Congreso cantó: “Y ya lo ve, para Bergoglio que lo mira por TV”.
Diez años después, cuando decenas de países reconocen nuestro derecho a casarnos, insistir con la unión civil desde la cúspide de la Iglesia es disfrazar de avance lo que hoy sería un retroceso. Otra vez.
En mi libro El fin del armario, cuento lo que hizo Bergoglio contra la población LGBT en aquellos años y dedico varios capítulos a su actuación desde que llegó a Roma, analizando episodios de su papado que revelan que, en lo importante, no cambió mucho.
En Argentina, Bergoglio había llegado a proponer en privado a activistas que, si en vez de “matrimonio” decían “unión civil” y no lo criticaban a él, su oposición sería tibia, cumpliendo “a reglamento” las órdenes de Roma. Ahora que las órdenes de Roma son las suyas, insiste con lo mismo.
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Algunos se preguntarán cuál es el problema de la unión civil, pero esa diferenciación legal, además de negar varios derechos, es profundamente ofensiva, porque nos trata como ciudadanos de segunda. ¿Qué pensarían si a las personas negras les prohibieran casarse y les ofrecieran una “ley de unión de negros”? La comparación no es banal: en Estados Unidos, entre otros países, hubo leyes que diferenciaban los derechos de las personas por el color de la piel y, hasta el fallo Loving contra Virginia, dictado en 1967 por la Corte Suprema estadounidense, en 16 estados era ilegal el matrimonio entre personas negras y blancas. Decían que era antinatural y argumentaban con la fe: “Dios todopoderoso creó las razas blanca, negra, amarilla, malaya y roja, y las colocó en continentes separados. El hecho de que Él separase las razas demuestra que Él no tenía la intención de que las razas se mezclasen”, sentenció un juez de Virginia en 1966.
La propia idea de la unión civil es hija de una doctrina usada en aquellos años para justificar la segregación de los negros en el transporte público: “iguales, pero separados”. Algunos estados de Estados Unidos ordenaban a los negros sentarse en la parte de atrás y se justificaba diciendo que, como los asientos eran iguales, no se violaba el principio de igualdad.
La unión civil nunca ha sido igual al matrimonio en los países donde se propuso. En el caso argentino, los proyectos de ley de los senadores aliados a la Iglesia negaban a las parejas del mismo sexo varios derechos que sí tenían los heterosexuales (algunos no incluían la herencia, otros usaban un régimen patrimonial diferente, otros excluían la pensión y casi todos negaban la adopción conjunta), aunque sí nos separaban: creaban una institución diferente, segregada, que tenía como única finalidad reafirmar que nuestras familias eran menos valiosas. El proyecto apoyado por Bergoglio llegaba al colmo de eliminar algunos derechos que el Estado ya nos había reconocido.
Así que nosotros exigimos los mismos derechos con los mismos nombres.
Y el papa Francisco aún está a tiempo. Si quiere cambiar de verdad, podría olvidar la unión civil y admitir que el matrimonio igualitario —que tanto combatió en Argentina— no causó el apocalipsis, sino que hizo más felices y libres a miles de personas, sin perjudicar a nadie. Gracias a esa ley, mi país es más justo.
Francisco podría decir con todas las letras que el amor entre dos hombres o dos mujeres es tan bello como entre un hombre y una mujer. Podría dejar de oponerse a la educación sexual y condenar el acoso homofóbico en las escuelas. Podría repudiar los crímenes de odio que matan a tantas personas LGBT en Latinoamérica y el mundo (le recomendaría por ejemplo a Francisco buscar información sobre el joven Daniel Zamudio, brutalmente asesinado en Chile en 2012). Podría plantarse frente al mundo y pedir la derogación de las leyes que, en decenas de países (entre otros, numerosos países de África y buena parte de Medio Oriente), nos condenan a la cárcel o a la muerte. El impacto de un papa denunciando esas crueldades en países como Irán, Túnez o Arabia Saudita sería enorme y podría ayudar a salvar vidas y acabar con situaciones de persecución y violencia.
De hecho, podría comenzar proponiendo a la Iglesia una reforma de su catecismo, que define a la homosexualidad —mencionada después de la pornografía, la prostitución y la violación— como una “propensión desordenada” y una “depravación grave”. Eso les enseñan a los niños que van a tomar la comunión, en pleno siglo XXI.
Ahora que es papa, está en sus manos.