Un libro no puede achicar o agrandar a Perón. Esa mensura la hará el tiempo según pese más lo genésico o lo disociador que haya dejado en los capítulos de la historia argentina que protagonizó. Con poder real (en dos períodos), menguado (durante el exilio), descarnado (tras su vuelta al país) y el que perduró post mortem pues millones lo siguieron votando cuando ya no estaba en este mundo. Su desaparición provocó en el Justicialismo el choque frontal de la vieja guardia y la generación que asomó en los años 60 del siglo pasado. Camada de recambio que mostró brío pero a la vez torpeza al querer volcar de golpe su progresismo en el odre de un movimiento de fondo conservador y sin cabeza conductora firme. Las placas geológicas sindicales se mantuvieron en el pasado y la juventud sintió frustrada su ilusión de poner pie en el paquidérmico aparato que dejara Perón.
Tal el desgarro terminal de una ideología que pretendió sentar categorías y no fue más que pícaro y elemental populismo. Desde la aparición de Perón (1946) hasta su final personal (1974) pudo más la retórica del poder que la voluntad de cambio real de estructuras. Más el oportunismo de un líder y su equipo de fanáticos seguidores que la voluntad de construir una sociedad para un pueblo "maravilloso" como Perón solía adjetivarlo. De sobra lo ilustra el hecho de que a lo largo de ese tiempo los influyentes "ideólogos" del movimiento fueran figuras tales como Reyes, Borlenghi, Cooke, López Rega, Firmenich, Quindimil, Duhalde, Menem y Kirchner. Esto, sin continuar abriendo el abanico a 360 grados (que hasta allí daría).
Una larga influencia
El carácter periodístico de este libro lo releva de incluir un análisis político pero habilita a comentar aspectos de los que fui testigo indirecto a lo largo de la gestión de gobierno de Perón y de la influencia que aun fuera de él ejerció. Sucede que mi vida ciudadana transcurrió paralela a su larga influencia. Desde nacer en 1930, año fatídico pues desde esa fecha la Argentina se deslizó por décadas en sucesivos disparates históricos. En septiembre un general (Uriburu) se cargó la Constitución, secuestró la República y quitó al país de la modernidad. Durante una primera etapa se estructuró lo que sería un partido militar y la elección y posicionamiento de la figura de esa corporación que mejor sirviera a sus fines. Al promediar 1940 Perón estaba consolidado y pronto para una reforma nacionalista que lo llevara al liderazgo y luego, a través de elecciones, a la presidencia. Aprovechando su experiencia como secretario de Trabajo, hizo suyos los reclamos sobre reivindicaciones obreras que de tiempo atrás fogoneaban los líderes socialistas y comunistas. Sobre esta base urdió su política de justicia social y a través de ella un espectacular cambio en la relación de patrones y obreros, tanto en las ciudades como en el campo. Tenía con qué hacerlo. La Segunda Gran Guerra había dejado a Europa en medio de la ruina y la hambruna. Argentina era uno de los mayores productores de alimentos de la tierra. Realizar un cambio social de fondo no le iba a resultar dramático. Y fue este fuerte viraje en la distribución del ingreso, y las miles de obras sociales que se encararon en el campo de la salud y la educación, lo que posibilitó que su mito fuera creciendo como creció. Más todavía por el énfasis que Eva Perón le sumó hasta sacrificio de su persona. En lo demás, Perón fue un líder al día: pragmático y de muy corto vuelo revolucionario. Se limitó a lo táctico. No fue prospectivo ni tuvo a la estrategia económica entre sus virtudes. No se animó (como Brasil) a encarar la batalla de la industria pesada que habría llevado, ella sí, a una Argentina más "soberana", como tanto insistió en adjetivar a lo largo de su gestión. Y en amplificar, montando con técnicos alemanes una isla atómica (la Huemul, en la Patagonia) o construyendo el primer avión a reacción criollo (el Pulqui). Pero lo cierto es que su revolución industrial no pasó de la motoneta, la estufa, la heladera y el autito de fin de semana. No profundizó en la economía ni encaró una efectiva lucha por el acero y el desarrollo de industrias básicas para las cuales las entrañas del país estaban (y siguen estando) a tope y a la espera.
Alpargatas sí, libros no
Con actitudes dúplices, Perón optó por perorar como Martín Fierro y actuar como el Viejo Vizcacha. Con el agravante de que lo hacía no ante diferentes audiencias, plateas o seguidores, sino ante los mismos y sin preocuparse por variar sus argumentos. La gran masa del país le era tan fiel que no se detenía en el análisis de sus frases y proyectos. En cuanto a la oposición (la seria, no la gorila mezquina), no tenía espacio ni volumen (ni la comodidad democrática) para mostrar sus críticas y alternativas. Así, creo, se cristalizó la dualidad que marcaría el proceso ideológico y fáctico de las décadas que siguieron, estando o no él en el país.
Como señalé al referirme en mi crónica personal a los años de la etapa fundacional, el miserable eslogan "Alpargatas sí, libros no" me eyectó enseguida de cualquier posible adhesión o simpatía. Pasados los dieciocho años la derrota del fascismo y del nazismo, la mítica liberación de París, ejercían todavía en los muy jóvenes un efecto romántico y entusiasta. La libertad, la república, no eran meras palabras. El espíritu crítico, la atención a los procesos vividos cobró mayor peso e influencia, trabajo del que se encargaban líderes sociales intachables del socialismo, del radicalismo y también del comunismo por entonces prestigiado por la victoria de la URSS sobre Hitler. Se despejaba el presente y también el ayer que había construido a Perón. No es que fuera producto genuino y espontáneo de las masas obreras sacándolo de prisión sino fruto de una maniobra espectacular (Reyes, CGT, Evita) para ubicarlo en la antesala del poder. Tal es el origen real del ídolo en ascenso: no haber sido parido por clases marginadas (Alem) o medias acogotadas (Irigoyen) sino por la clase militar que blanqueó con él la grosera irrupción conservadora de 1930 (Uriburu).
En lo que respecta a mi vida de ciudadano de esa época (y al efecto de dar contexto vivo a este comentario final sobre El ocaso de Perón ) mencionaré lo que en lo privado le debo a la gestión primera de Perón:
Siendo mensajero del frigorífico Swift a los dieciséis años recibí un aumento retroactivo a diez meses que me produjo autoestima social.
En los diez años que pesé y apunté medias reses frías y congeladas en las cámaras frías vi humanizada mi tarea insalubre de ocho a seis horas.
Al formar pareja me acogí al plan para recién casados "Eva Perón" que me permitió pasar mi primera noche de bodas en el hotel Jousten de la calle Corrientes de Buenos Aires (para mí entonces, algo así como el Jorge VI de París) y gozar con mi mujer y 500 parejitas más de diez días de luna de miel en Mendoza. Como es de agradecidos agradecer, lo hice ante Perón y siento pertinente dejarlo escrito ahora.
Como señalé, el periodismo me llevó a conocer en persona a Perón y también por oficio fue que a su muerte, 1974, siendo corresponsal en Madrid, me inquietase conocer qué datos, qué secretos rodearon el último tramo de su vida. Si bien ella terminó en Buenos Aires, quedaban en España tramos no explorados de su quehacer personal. Ojos, bocas, memorias, papeles, contenían una información privada que pudiera quizás servir al resumen final del personaje. Liberado de etiquetas políticas (inocente, que no ingenuo), abordé este trabajo como continuidad de aquel Hola, Perón que, en 1965, fue el primero en registrar su vida en el destierro. Ahora, serían el testimonio de sus allegados y algunos documentos privados mi puente con Perón. O, por lo menos, con una parte de él: la que entrevieron y guardaron otros. El fruto de esas investigaciones se publicó en España en 1975 bajo el título El último Perón. La forma y la estructura de esta obra la dictó la realidad. Un largo trabajo en el que la suerte, por un lado, y la confianza, por el otro, cumplieron su parte. Más afectos a la frase "la política es el arte de lo posible" que a la definición "la política es el arte de hacer que la gente viva bien", la mayoría de los dueños del poder tienden a la impostura de aceptar que la lucha política es más eficiente si se la practica a oscuras, entre biombos, que "a cielo abierto", esto es, a pueblo abierto. En esta comedia histórica entendida como caja china, lo usual es acumular secretos públicos dejando a la ciudadanía el papel de espectador o adivinador. Aunque cada vez menos. Puede que tras la apocalíptica niebla del cambio de época en el que vivimos, llegue un tiempo en el que nadie "crucifique a Cristo o envenene a Sócrates", que de eso, en suma, trata la justa ilusión del abelismo humano. El ocaso de Perón rescata hoy, 2007, aquellos dos trabajos que intentaron a su modo abrir un poco más una ventana que ayudara a entendernos.