El miércoles 16 de septiembre, a la par del 65º aniversario del golpe militar que derrocó a Perón en 1955, se cumplieron 44 años del infausto episodio conocido como “la Noche de los Lápices”, cuando diez estudiantes secundarios de la ciudad de La Plata fueron secuestrados. Seis de ellos permanecen desaparecidos y cuatro, luego de años de reclusión y vejámenes en centros clandestinos y cárceles, pudieron recuperar su libertad. Una sobreviviente, Emilce Moler, acaba de publicar su libro de relatos La larga noche de los lápices. Relatos de una sobreviviente (Marea Editorial, para su colección Historia Urgente).
Emilce Graciela Moler es doctora en bio-ingeniería por la Universidad Nacional de Tucumán, es profesora nacional de matemática, tiene un magister en epistemología y en aquellos días de 1976 tenía 17 años y apenas sabía deletrear el verbo militar. Pero aprendió rápido. Por eso pudo responderle a una compañera que le preguntó qué era militar: “Es no poder dormir la siesta”. Antes de caer en manos de un grupo armado del Ejército, en el que tenía directa vinculación el represor Ramón Camps, había iniciado un compromiso político en la estructura de la Unión de Estudiantes Secundarios (la UES). Ella y otros compañeros buscaban, entre otras cosas, la vigencia del boleto estudiantil. En el libro recuerda que una de sus primeras tareas reivindicatorias consistió en subir a colectivos de la ciudad de La Plata para pegar obleas, palabra que en ese tiempo la remitía a las galletitas Ópera. Sólo que las obleas que debía manipular contenían la tipografía de la organización Montoneros.
Desde chica, todavía en el colegio religioso Corazón Eucarístico de Jesús, la hija del comisario (en su familia preferían que se dijera que era empleado estatal y no policía) y de una mujer que tenía todos los números del bolillero de los prejuicios antiperonistas, percibió que del otro lado había gente diferente, con otras necesidades y carencias, pobres. Desde su temprana adolescencia esa chica que de tan menuda parecía de mucha menos edad que la que tenía, se puso a pensar en palabras como revolución, militares, liberación, peronismo. Esas tramas la acercaron a elecciones vitales importantes que la fueron alejando de la religión. “Charlas infinitas sobre cómo íbamos a hacer la patria socialista; también nacía el hombre nuevo, todo eso íbamos a lograrlo, todo valía la pena”, dice Emilia. Firme en sus convicciones, sin embargo, nunca dejaron de temblarle las piernas en cada ocasión en que le tocaba actuar y vencer las tentaciones “burguesas” de origen.
La alumna brillante de 5º año del bachillerato de Bellas Artes estuvo detenida-desaparecida en tres centros clandestinos: Pozo de Arana, Pozo de Quilmes y la comisaría de Valentín Alsina. En enero de 1977 la pusieron a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y una vez más tuvo que preguntar: ¿Qué es el PEN? En condición de prisionera de la dictadura, reconocida, ingresó a la cárcel de Villa Devoto, en donde permaneció hasta mayo de 1979, cuando pudo salir en libertad vigilada. En ese momento apenas tenía veinte años y recién ahí pudo terminar el secundario.
Salir de los pozos
Le costó mucho suturar los vidrios estallados de una vida prematuramente aciaga. Le costó ser Emilce Moler, reconoce quien creció de golpe en plena década del ’70, tiempo de peñas compañeras, de guitarreadas militantes, de fogones animados por la ilusión de que el Sheraton Hotel pudiera transformarse en el Hospital de Niños. Impresiona la honda descripción de un encuentro (breve, dramático, inolvidable) con su papá en la brigada de Quilmes.
—Yo no salgo más de acá, ¿no? —preguntó en el colmo de la desesperanza.
—Tu vida depende de Camps y Etchecolatz —blanqueó el padre.
—¿Quiénes son?
—Dos hijos de puta. Etchecolatz fue subalterno mío y le metí un sumario por chorro.
Desde la detención de su hija, el ex comisario inicialmente experto en huellas dactiloscópicas y que llegó al retiro con el máximo rango en su escalafón, movió cielo y tierra para mejorar la situación de Emilce. Recurrió a antiguas amistades que lo injuriaron, lo humillaron, lo chantajearon e incluso llegaron a decirle que para la niña de sus ojos la perspectiva era oscura. Los que entonces decidían entre la vida y la muerte la consideraban “irrecuperable”.
Volver a los 17
La cárcel –allá en Devoto cumplió sus 18 y también los 19– fue escuela de muchas cosas. Por ejemplo, su vocación por la matemática y la adopción de insólitos remedios caseros. El uso de lavandina para mitigar los hongos de los pies o una simple miga de pan embebida en leche para ahuyentar infecciones. De esa índole son los recuerdos, que tantas veces se negaron a aparecer y otros surgieron inexplicablemente diáfanos, como si hubieran ocurrido ayer. Por ejemplo, cuando en uno de sus encierros en calidad de detenida desaparecida le pasaban, como una especie de continuo indeseable, el tema Zamba para olvidar interpretado por Daniel Toro.
A la cárcel “legal” ingresó a los 17 y salió sintiendo que era “una vieja de 20 años”. En algún momento, ya involuntariamente recluida en la prisión de Bermúdez 2651, se dio cuenta que había salvado su vida, pero, aún así, sintió que “de mí ya no quedaba nada”. Persistían los agravios recibidos, los rastros de la tortura en cuerpo y alma: “El dolor es sólo vida, la tortura no es pedagógica”, indica.
El momento en que la ponen al tanto de que volvía a la calle bajo el régimen de libertad vigilada (pedazo de oxímoron) es conmovedor. Le dolía el adentro (en donde para todas sus compañeras era “La Pipi”, como una la había rebautizado) pero temía enormemente lo que imaginaba que podía esperarle en el afuera. La “irrecuperable” empezaba a rearmarse, pero conocedora de que la aguardaban limitaciones como no poder participar de reuniones públicas ni de encuentros con más de cinco personas. De su vida entre rejas se llevó muchas cosas para siempre: malas, como el hostigamiento de las bichas (las celadoras) y del párroco del penal, y buenas, como la solidaridad de las compañeras reclusas o el memorable cuaderno rojo en el que imprimió su propia tipografía de dolor y cautiverio, letras de canciones, poemas, recetas de cocina (cuyas proporciones encriptaban un número de teléfono que no debía olvidar), dibujos sombreados que revelaban a la ex estudiante de Bellas Artes.
Con los dedos en V
La chiquita criada por una madre munida de las más típicas estigmatizaciones sobre el peronismo (“son vagos”; “levantan el parqué de los pisos para hacer asados”; “los negros viven en villas pero todos tiene televisor”) todavía guarda la marca de vendas y capuchas, de sopapos y picanas. “Soy parte de esas memorias, de esos silencios, de esas presencias y voces que permiten reconstruir año a año ese pasado en los distintos presentes”, escribe.
Emilce está radicada desde hace años en Mar del Plata, donde se desarrolló como docente, investigadora, académica y activista de los derechos humanos. Se casó, tuvo tres hijos, testimonió en juicios por crímenes de lesa humanidad, impugnando a Camps, Etchecolatz, el doctor Bergés y de ahí para abajo. La pandemia suspendió la marcha de uno de los juicios que estaba a punto de comenzar en el Tribunal Oral Federal 2 de San Martín. Es probable que los represores (a los que alude como “monigotes de plastilina”) se hayan quedado con algo suyo, pero en numerosas ocasiones los denunció y lo seguirá haciendo.
En el libro expresa gratitud por Néstor Kirchner y Cristina Fernández, porque le dieron la segunda oportunidad de la militancia, habida cuenta que la primera fuera límite y superlativamente cruel para ella. Lo que le sucedió entre 2003 y 2015, señala, fueron “años de vivir en plural”. Néstor proclamó el 16 de septiembre como el Día de los Derechos del Estudiante Secundario. Piensa: “La historia ya casi no es más mi historia: es la historia de los jóvenes que en esa fecha se hacen presentes en las calles, en marchas, entre banderas, con sus nuevas reivindicaciones”. Lo que sí acompaña a su historia son preguntas que se reiteran más en bocas de otros que en la propia: ¿Sabías lo que te podía pasar? ¿Por qué no te fuiste? ¿Qué pensaste? ¿Cómo resististe? ¿Valió la pena? ¿Te arrepentiste? ¿Cómo saliste adelante? A todas y a cada una de las respuestas, quien las necesite, podrán encontrarla en este libro escrito por una mujer reparadora, empoderada y, como dice Martín Granovsky en su prólogo, “cero alharaca”.