Mañana a las 19 se presentará en Fundación Tomás Eloy Martínez el libro Narcosur, de la periodista Cecilia González. Dialogamos con ella acerca de su método de trabajo, de las frustraciones que la asaltaron en plena investigación, de la responsabilidad que merece la comunicación de la violencia, de sus colegas mexicanos y mucho más.
El libro maneja una enorme cantidad de información. ¿Cuáles fueron las decisiones formales que tomaste para organizarla y ordenarla?
Lo más importante para mí, cuando realizo investigaciones que pueden derivar en un libro, es armar, antes que nada, un índice. Eso me ayuda a organizar y definir qué es lo que quiero contar, porque de lo contrario podría dispersarme con el alud de información que voy encontrando. Claro que el índice luego cambia, porque siempre encuentro temas que no había contemplado, o descarto otros que no eran tan importantes como yo pensaba, pero la estructura que me planteé desde el principio siempre se mantiene.
En Narcosur armé cada capítulo como un texto independiente, como si fueran investigaciones que publicaría por separado en algún medio. Hice una lista de qué personas debía entrevistar, qué libros debía leer y que información documental o hemerográfica me podía servir. Eso me permitió concentrarme en cada historia en particular, si bien trato de dejar en claro al final de cada capítulo por qué están relacionadas.
¿Con qué trabas recurrentes te topaste durante tu trabajo de reporteo? ¿Parquedad de las fuentes? ¿Difícil acceso a expedientes o documentación?
Uno de mis principales problemas fue la reconstrucción de capítulos relacionados con México, porque hace once años que vivo en Argentina, y si bien voy seguido a mi país, no es lo mismo que “estar”. La distancia lo complica todo. Esta parte la resolví pidiéndoles ayuda a colegas mexicanos para que revisaran y corrigieran, si era el caso, lo que había escrito.
Sobre las fuentes, más bien me sorprendió la disposición que tenían para hablar del tema, aunque claro, cuando me contaban cosas delicadas, era en “off the record”, lo cual me servía para comprender determinada situación, pero no para citarlos. No quería que mi libro fuera un compendio de fuentes anónimas porque eso me parece poco serio.
Claro que hubo trabas, como cuando las autoridades penitenciarias me negaron la entrevista con el supuesto líder narco mexicano Jesús Martínez Espinoza en la cárcel de Marcos Paz, pese a que él sí quería hablar conmigo, o la falta de acceso a información oficial en ambos países, pero no les di demasiada importancia. No esperaba mayor colaboración por ese lado.
¿Qué crees que no debería faltar en un reporteo serio y responsable sobre narcotráfico y crimen organizado? En sintonía con esto, ¿qué crees en cambio que con frecuencia “sobra” o resulta irresponsable en los reporteos escritos o televisivos sobre estos temas?
Para hablar sobre narcotráfico se requiere seriedad y responsabilidad. Hay que investigar mucho para entenderlo, primero, como un fenómeno global: hay que conocer la historia del desarrollo del crimen organizado en el mundo. Después de eso, ya se puede aterrizar el análisis en el país o en la situación particular de la que se esté hablando. Por eso en las entrevistas que me han hecho durante las últimas semanas he insistido en que Argentina nunca será México o Colombia, como quieren alertar algunos titulares amarillistas. Las comparaciones son falsas porque cada país responde a sus propias condiciones históricas, geopolíticas y de relación con el crimen organizado. El problema es que es un tema que se presta muy fácilmente al morbo y es funcional al periodismo-espectáculo (que de periodismo tiene muy poco), que predomina actualmente en los medios de comunicación.
En el epílogo de Narcosur escribo: “Mención aparte en materia de narcotráfico la merece el periodismo que se presta a operaciones políticas y se erige en juez, impone apodos, adjudica delitos aún no probados y condena mucho antes que los tribunales. Que no entiende, ni explica: grita y acusa. La nota roja se tornó amarilla, en un brusco cambio de tono que padecemos a diario quienes vivimos en Argentina, como resultado de la presión hacia muchos periodistas que son obligados a especular, a tejer todo tipo de teorías, a mostrar desde los más mínimos y ridículos datos de algún caso judicial, hasta los aspectos más sórdidos, logrando, muchas veces, apelar al morbo y obstaculizar la investigación, más que informar a la sociedad”.
En México se ha derramado demasiada sangre de periodistas que se han atrevido investigar o comunicar el narcotráfico. ¿Crees que en los colegas de la región hay conciencia y solidaridad sobre ese hecho?
No hay conciencia ni solidaridad, en principio porque la situación real se desconoce más allá del lugar común en el que se ha convertido la frase: “México es el país más peligroso para ejercer el periodismo”. Para hablar sólo del caso de Argentina, siempre me ha sorprendido que los medios más importantes no tengan corresponsales fijos en México. Así no hay modo de saber que pasó durante la “guerra contra el narcotráfico” del ex presidente mexicano Felipe Calderón, quien provocó una de las principales tragedias de América Latina en este siglo.
La situación de las víctimas es de tal gravedad, que algunos de mis compañeros se convirtieron en periodistas-activistas de derechos humanos. No hubo modo, para algunos, de mantenerse inmunes ante el dolor, las desapariciones, los secuestros, los asesinatos, la injusticia. Yo los admiro y trato de apoyarlos, de poner mi granito de arena desde acá.
Finalmente, de un libro de cocina a un libro sobre narcotráfico. ¿Qué piensas cuando te das cuenta de la diferencia abismal que existe entre los dos libros que has publicado?
En realidad es mi tercer libro. En el primero, Escenas del periodismo mexicano. Historias de tinta y papel, conté el devenir de seis diarios influyentes de México; en el segundo recopilé las recetas de mi mamá y sumé historias de la cocina mexicana, y ahora investigué sobre narcotráfico. Yo también me he preguntado cómo pasó todo esto, pero el común denominador de cada libro es que, antes de comenzarlos, sentí una vibra reporteril, sentí que eran historias que estaban disponibles como un rompecabezas que yo sólo tenía que armar. Ahora, por ejemplo, quiero escribir crónicas de tango, o sea otro tema que nada tiene que ver con los otros, pero que también es una de mis pasiones.
Creo que, al final, lo que pasa es que las historias me encuentran. Yo solo les abro la puerta.
El 15 de julio de 1995, un solitario ciudadano chino llegó a México, sin un peso ni un yuan en la bolsa, para casarse con una novia mexicana a la que apenas si conocía por foto.
A sus 32 años, el hijo de Yulin Ye y Guiyu Gon tomó su pasaporte número 2621870, expedido por la República Popular China, y se lanzó a la aventura de viajar desde su Shangai natal hasta el lejano Distrito Federal. Había arreglado a la distancia una boda con Tomoiyi Marx Yu, una ciudadana mexicana cuya familia manejaba el restaurante Hong Kong en la calle de Dolores, corazón del Barrio Chino de la Ciudad de México.
La novia leal lo ayudó a radicarse. La pareja se casó el 14 de agosto de 1995, un mes después de la llegada del prometido, y para fines de ese año, el gobierno le otorgó a Zhenli Ye Gon, nacido el 31 de enero de 1963, la categoría migratoria que lo reconocía como “no inmigrante visitante con actividades lucrativas”. El hombre, de complexión física mediana, tez morena clara, pelo negro, frente amplia, cejas pobladas, ojos marrones, nariz cóncava, boca mediana, mentón oval, sin bigote, ni barba, ni señas particulares, había declarado que representaba a una empresa china dedicada a la venta de naipes, con domicilio legal en Hong Kong.
El chino tuvo que esperar casi dos años para obtener el reconocimiento legal de “residente definitivo”. Consiguió la mejora de su estatus migratorio el 13 de noviembre de 1997, luego de pagar el equivalente a 143 dólares por un trámite que quedó registrado en el expediente número 5/299526. Declaró que ya estaba casado, que no profesaba ninguna religión y que era trilingüe: hablaba chino, inglés y español. Tenía estudios de técnico farmacéutico, lo que le permitía de una empresa que recién había fundado.
Zhenli mantuvo su nueva categoría durante cinco años y tres meses pero, para poder ampliar sus negocios, requería de otro tipo de jerarquía. Logró su meta el 3 de febrero de 2003, día en el que se puso un traje oscuro y acudió a una solemne ceremonia en la Secretaría de Relaciones Exteriores para sentarse en la primera fila del auditorio y recibir de manos del presidente Vicente Fox, junto con otros 1737 extranjeros, su nuevo documento. El hombre de ojos rasgados podía sonreír tranquilo: se había nacionalizado como mexicano. Antes de completar sus trámites migratorios, el sencillo vendedor de naipes venía sufriendo una radical y acelerada transformación. Cuando llegó al Distrito Federal trató, sin mucho éxito, de importar textiles, ropa y calzado y revender productos decomisados en las aduanas mexicanas.
En 1997 encontró, por fin, el negocio que lo iba a volver rico y famoso: el 29 de abril de ese año fundó, con un capital de 200 000 dólares, la empresa Unimed Pharm Chem de México, la cual creció de manera acelerada hasta convertirse en una de las principales importadoras de efedrina y seudoefedrina, el alcaloide que sirve para fabricar tanto medicamentos antigripales como las ilegales metanfetaminas. Gracias a esa empresa, a principios de siglo nada quedaba del humilde chino que había viajado al Distrito Federal sin más fortuna que su ambición.
Ye Gon ya era millonario, un empresario farmacéutico apostador, exhibicionista y despilfarrador. Las mesas de juego de Las Vegas fueron mudos testigos del aumento de la fortuna de este hombre de hablar pausado. En 1997, durante su primera visita a esa ciudad, derrochó 5300 dólares en apuestas. En los años siguientes, sus pérdidas en los casinos alcanzaron deenas de millones de dólares. El dinero no era una preocupación. Importaba autos exclusivos como un Lamborghini Murciélago o un Mercedes Benz. En nada escatimaba. Hasta llegó a pagar más de cien mil dólares por la instalación de una cocina integral. Su casa de Las Lomas le había costado un millón cien mil dólares, así que bien podía gastarse otra fortuna en equiparla para comodidad de sus dos hijos, nacidos en Estados Unidos, y de su esposa, a quien, según denuncias de su familia política, golpeaba y le era infiel.
Su acelerado éxito empresarial en el ramo farmaéutico comenzó a ser amenazado con una denuncia que, a mediados de 2006, alertó a la Policía sobre la existencia de una banda dedicada al tráfico de efedrina desde China. La voz anónima identificó a “Chen Li” (así le sonó al agente de guardia el nombre de Zhenli) como el principal operador del grupo que importaba toneladas del precursor químico desde China.
Los manejos de su empresa ya levantaban sospechas. En muy poco tiempo, Unimed Pharm Chem se había convertido en la tercera firma importadora de seudoefedrina del país. Entre enero de 2003 –cuando su riqueza empezó a crecer– y marzo de 2007 –fecha del operativo policial en su casa–, introdujo en el país 194 cargamentos por los aeropuertos de la Ciudad de México y Nuevo Laredo, y los puertos de Lázaro Cárdenas y Manzanillo. El empresario falsificaba los embarques y los registraba como productos inofensivos, aunque eran químicos que necesitaban permisos específicos de importación. Las autoridades mexicanas calculan que, durante esos años, Zhenli traficó unas 60 toneladas de efedrina y seudoefedrina. Hicieron cuentas. Los narcotraficantes pagaban en promedio 4500 dólares por cada kilo del precursor. Si Ye Gon les vendió todos sus cargamentos, según se lo acusó, habría ganado, por lo menos, 270 millones de dólares. La cifra era casi igual a la fortuna encontrada en su casa y acorde con las cantidades estratosféricas manejadas por el crimen organizado.
Bastaba hacer una simple ecuación: si una tonelada de seudoefedrina procesada produce 700 kilos de metanfetaminas y un kilo de estas tiene un precio promedio en el mercado de 30 000 dólares, resulta que de las 60 toneladas adjudicadas al chino pudieron salir 42 000 kilos de metanfetaminas. Eso representaba 1260 millones de dólares de ganancias para los carteles en cuatro años y medio, sobre todo gracias a la demanda que hay en territorio estadounidense, a donde va a
parar el 80% de las metanfetaminas mexicanas.