A Elsa Drucaroff no le interesa rendir pleitesía a supuestas verdades enarboladas en nombre de la política, de la moral, de la literatura. Sabe que los nombres tienen historia, y que no se ponen solos. Tal es así que su trayectoria como escritora y crítica le ha granjeado no pocas refriegas dialécticas. Sus posiciones, defendidas con argumentos sólidos y un ardoroso soplo vital, revelan a una intelectual que en lugar de imponer la razón procura abrir el juego, con la convicción de que la paleta en disputa admite más tonos que el blanco y el negro. Autora, entre otros, de los ensayos Los prisioneros de la torre (2011) y Otro logos (2016), del libro de cuentos Checkpoint (2019) y de las novelas La patria de las mujeres (1999) y El último caso de Rodolfo Walsh (2011), Elsa Drucaroff trabaja sobre todo desmontando certezas. Ahí donde el silencio monolítico parece haber cuajado en una realidad inviolable, pone el foco. Como una niña curiosa, pregunta insistentemente el porqué del estado de cosas. La reedición de su novela El infierno prometido, en la que una muchacha polaca es coptada por una organización de proxenetas judíos, dio el puntapié para hablar de estos y otros temas.
Pasaron dieciséis años de la primera edición de esta novela, ¿considerás que el actual contexto de lucha feminista habilita otras lecturas?
Sin duda. Cuando esta novela se editó, fue recibida como el final del silencio sobre una red de trata de proxenetas judíos, que fue muy poderosa. El infierno prometido salió poco después de La polaca, de Myrtha Schalom, son los dos primeros libros donde desde la misma colectividad se habla de algo que mucha gente en la colectividad prefería olvidar. No fue leída desde el feminismo, salvo por algunas como Marta Dillon, Claudia Piñeiro, Mariana Enríquez o Silvina Friera (tal vez alguna más que no recuerdo). En ese momento el feminismo era para la mayoría una postura de locas o de histéricas. Cada 8 de marzo tenías que explicar que no era discriminación que hubiera un “día internacional de la mujer” y no uno “del hombre”, que hombre y mujer no son simétricos, que más de la mitad de la humanidad tiene jerarquía inferior y eso tiene consecuencias horrorosas también para los varones. Es increíble que algo tan atroz se aceptara con naturalidad. Tenías que explicar que cuando un varón le insiste a una mujer que le dijo que no, está ejerciendo violencia y si no se da cuenta y no se avergüenza, es porque cree que tiene derecho natural a ejercerla, y que esa violencia naturalizada es el comienzo del camino a la violación, incluso cuando no se recorre. De hecho, recuerdo que lectores varones y también mujeres me preguntaban “¿pero es una violación lo que le pasa a la protagonista?, porque ella en el fondo quería...” Hubo quien me aseguró: “eso no es una violación”. Hoy una parte significativa de la sociedad argentina sabe que, así como ninguna mujer tiene derecho a darle una paliza a un hombre porque, por ejemplo, quiera tener sexo pero después, por el motivo que fuere, cambie de opinión, ningún hombre tiene derecho a violar, hoy la violación no se prueba demostrando que la víctima era inocente de ser deseable o de haber deseado, hoy la única violada que merece justicia no es la violada muerta. Cuando salió mi novela había que discutir cosas así.
La actual sensibilización frente a la opresión de género que logramos las feministas, haciéndonos escuchar, habilita hoy otras lecturas de mi novela, otra comprensión de mis personajes mujeres y varones. Además hoy la novela se instala en un debate feminista sobre la prostitución, no porque tome partido por el abolicionismo o por el regulacionismo, sino más bien haciendo preguntas a ambas posiciones. O sea, como para mí debe trabajar la literatura, que no es un manual de instrucciones ni un panfleto, hace preguntas, no necesariamente da respuestas. Soy feminista desde muy joven y mi compromiso político seguramente pueda leerse en buena parte de mi literatura, pero espero que mi literatura vaya más allá de mis convicciones, “el arte está en la exploración, no en la demostración didáctica”.
Hay un trabajo de documentación en torno a El infierno prometido que no busca refrendar una época sino visibilizar sus tensiones. Es una característica de tus novelas históricas y también de tus ensayos literarios. Digamos que te gusta meter el dedo en la llaga...
Podría decirte que me encanta (risas) y quedar como una rebelde, pero lo cierto es que no me mueve el deseo de buscar la llaga, más bien es que no logro evitar pensar las cosas que investigo y cuando descubro miserias ocultas, me sube una repugnancia visceral contra la hipocresía, los discursos edificados sobre la mentira. Cuando me pongo a investigar un tema y encuentro que el discurso cristalizado, aceptado, el que yo misma tenía antes de profundizar, hace agua por todos lados, algo muy fuerte se me subleva. Me pasó con el versito que se enseña en las escuelas sobre la historia de la independencia argentina. Se habla como si Argentina ya existiera en 1810, como si la bandera celeste y blanca naciera como “argentina”, como si las personas que protagonizaron la pelea política y militar por la independencia y libraron batallas fueran próceres de mármol, como si la palabra “patria” que se usaba quisiera decir lo que quiere decir hoy, y no simplemente el terruño de cada persona en un virreinato enorme. Se oculta que como en cualquier guerra, se envió a morir a la gente pobre, que la base de los ejércitos eran gauchos, indios, negros, los que antes eran sirvientes y cuyos descendientes hoy son en su amplia mayoría sectores postergados o excluidos, se oculta que se los reclutaba de prepo para pelear por causas que no tenían por qué importarles. Puedo valorar cosas de San Martín o de Güemes, por ejemplo, pero es estúpido resumir algo tan complejo como una vida atravesada por la historia y la política, calzándole arriba una estatua, denigra nuestra inteligencia. Cuando investigaba para las novelas de la saga salteña (La patria de las mujeres y Conspiración contra Güemes), entendí que Güemes logró su poder respondiendo a distintos intereses de distintas clases sociales, en un momento político muy particular donde eso fue posible, y que sus gauchos lucharon con heroísmo porque él reconocía sus intereses. La clase dominante salteña que hoy santifica a Güemes lo execró y lo llamó “bandido” cuando dejó de servirle, conspiró para asesinarlo (todo esto está documentado) y tal vez lo logró finalmente, porque el relato de la muerte de Güemes no cierra por ningún lado. Pero después esa misma clase social inventó su verso tradicionalista que neutraliza todo lo revulsivo de esa figura. No es que escribí buscando la llaga para poner el dedo, fui a libros y documentos y cuando entendí, ahí sí sentí la urgencia de contar mi historia metiendo el dedo en la llaga, porque hay cosas que tienen que ser dichas. La verdad es lo único revolucionario y puede ser odiada tanto por progres como por derechistas.
En el caso de la Zwi Migdal, el relato que escuché desde siempre y del que partí de buena fe, era que los cafishios judíos traían a las chicas engañadas, les decían que se iban a casar con ellas, se casaban incluso y cuando llegaban acá, las obligaban a trabajar. Seguro hubo algún caso así pero leyendo el libro de Donna Guy sobre la prostitución en Argentina, veo un dato estadístico fuerte: la mayoría de las prostitutas extranjeras ya ejercían la prostitución en sus tierras. Con sus precisos ojos feministas, Donna Guy señala que la prostitución era tal vez el único proyecto autónomo de inmigración que las mujeres podían tener, si no, llegaban como “hijas de” o “esposas de”. Pensemos que la mayor parte de las mujeres no tenía derecho legal a manejar dinero, salvo si eran viudas, y que el mercado casi no les ofrecía puestos de trabajo, y los que ofrecía no permitían sobrevivir sola. La prostitución era el único trabajo del que se podía sobrevivir, lo que no significa que fuera un proyecto inmigratorio amable: venían a trabajar como esclavas, hasta hoy es el único oficio en el que una mujer puede ganar más dinero que un hombre, pero las cosas estaban y están organizadas por el patriarcado, para que las trabajadoras sexuales no tengan modo de quedarse con la mayor parte del dinero que producen. Para eso están las redes, los cafishios, la policía. Ese trabajo sustenta uno de los tres negocios más poderosos del mundo (junto con el tráfico de drogas y de armas).
Estudiando documentos entendí que Buenos Aires era internacionalmente muy conocida como ciudad de trata a comienzos del siglo XX. Encontré documentos donde “viaje a Buenos Aires”, a secas, se usa sobreentendiendo prostitución, como hoy diríamos “llevo cosas a Sinaloa”. Me dije: ¿cómo entonces traían a las chicas engañadas? Me di cuenta de que esa versión es paternalista y machista, nos considera a las mujeres imbéciles. Era imposible no sospechar si un hombre rico llegaba a tu aldeíta y ofrecía casarse con vos y pagarte un viaje. Esa versión es canalla porque expresa la necesidad de imaginar a las víctimas como “inocentes” para poder solidarizarse con ellas, parece que en el fondo se considera que si esas mujeres querían nomás trabajar de putas, entonces no importa que se las haya encerrado y esclavizado, se las haya hecho atender 60 hombres por día, pagar hasta el último gasto de trabajo, etc. La figura de la víctima inocente tiene tradición en Argentina, la armaron con lxs desaparecidxs. No es que está mal secuestrar, torturar, violar, robar bebés, es que las víctimas eran inocentes, no eran guerrillerxs, estaban por error en una agenda. En vez de “por algo será”, “no fue por nada”. Ese canalla “no fue por nada” también funciona con las víctimas de la Zwi Migdal. ¿Cómo no querés que quiera meter el dedo en la llaga? Ya lo dijo el genial José Hernández en su más que genial Martín Fierro: “que referí ansí a mi modo/males que conocen todos/pero que naides contó”.
¿Cómo llegaste a la historia de La Varsovia, la mutual de socorros mutuos cuya fachada ocultaba a un grupo de cafhisios judíos? ¿Y en qué momento eso se transformó en materia narrativa?
Editorial Sudamericana me pidió que propusiera una novela histórica que transcurriera en el siglo XX y se me apareció la Zwi Migdal, de la que había escuchado hablar muchas veces, siempre como algo temible y misterioso. Me senté a pensar un boceto de trama sin haber leído un solo libro sobre el tema. Salvo algún elemento importante que se me apareció mientras escribía, ese boceto coincide con la novela que terminé escribiendo. La protagonista, el Loco Godofredo que remite a Roberto Arlt , el tipógrafo anarquista del diario Crítica y el juez del nacionalismo católico estuvieron desde el comienzo. Cuando aceptaron el proyecto, hice lo mismo que para la saga de Güemes: me puse a estudiar historia e investigar. Buscaba por un lado entender el fenómeno Zwi Migdal y por el otro, empaparme de esa época, encontrar detalles novelescos. Cuando tuve mi hipótesis histórico-política sobre el asunto, recién ahí retorné a la materia narrativa y simplemente me puse a escribir lo que tenía para contar. Cambié el chip de investigadora a narradora de ficción pero mi postura quedó como un trasfondo, parte de mis herramientas de escritora, aunque entraron mis emociones, mi inconsciente, ese camino de imaginar la Dina o el Vittorio o el sádico juez, o el Loco, que me hablan y van separándose de mí, tomando su vida, no siempre prevista.
En determinado momento, a Dina, la protagonista, se le presenta una disyuntiva: quedarse en Polonia y padecer el oprobio y la pobreza, o aceptar el destino, no menos doloroso para ella, de prostituta. En cierto punto, la alternativa se reduce a un cambio de posición entre ser señalada como puta (por haber sido víctima de una violación) o hacerse puta (en tanto ejercer el oficio como un acto afirmativo). Si bien en ambas opciones su derrotero es orquestado por un otro, en esta última existe la posibilidad de un margen de autonomía. Supongo que esta mirada que a priori no se muestra abolicionista respecto a la prostitución habrá generado debates al interior de campo feminista...
Es muy precisa tu evaluación sobre las opciones del personaje. Es tal como decís pero me doy cuenta cuando lo decís. Yo fui contando mi historia y la dejé hacer ahí a Dina lo suyo y más bien me encuentro después con que las cosas son en efecto así. Hay un momento en que ella entiende claramente a qué la están llevando a Buenos Aires y decide asumir su destino con toda la lucidez que logre, enfrentarlo del modo más constructivo posible. Cuando empecé a escribir no me pregunté si yo era abolicionista o regulacionista, me puse a imaginar a Dina, a caminar con sus zapatos, y a ella le pasa lo que decís, sí. Siempre fui sartreana, me siento una existencialista, hubo un momento donde entendí esto de que soy responsable de lo que hago con lo que lxs demás hicieron de mí. Bueno, Dina parece que también eligió hacer con la prostitución no elegida un camino de conocimiento y autonomía, algo bastante difícil cuando sos esclava. Y sin embargo... Escribiéndola, viéndola actuar, me fui dando cuenta de que una dicotomía como abolicionismo versus regulacionismo se queda muy corta ante algo tan complejo como la prostitución en el patriarcado. Mi novela fue leída como abolicionista y también como regulacionista, por gente diferente. Me interesa que pase eso y no me importa definirla. Como decís, para Dina fue más rico atravesar el infierno de la esclava prostituta que ser la puta estigmatizada en su aldea miserable y atrasada, a merced del desprecio de su propio pueblo y del odio antisemita, oprimida por las dos religiones. Tal vez al abolicionismo no le guste que mi Dina defienda con orgullo las valiosas joyas que se pudo comprar con su trabajo. Pero Dina también entiende hasta dónde ser puta es ponerse en riesgo y ser carne para el uso de quien paga. Cuando descubre el amor, siente que hacer ese trabajo la denigra y eso tal vez no le guste a quienes defienden el trabajo sexual como forma de empoderamiento. Dina es una persona distinta de cualquier otra, como todas las personas, quiero decir que por ahí para otra mujer ese trabajo no la hace sentir denigrada y yo no le voy a levantar el dedo. Para mí trabajar de puta no es un empoderamiento femenino, aunque pueda ser un modo de empoderarse en el capitalismo, en el sentido de ganar un poder económico que el patriarcado nos niega a las mujeres en cualquier otro trabajo, incluso hoy. No es el tipo de empoderamiento que me interesa como feminista, pero defiendo la libertad de todas las mujeres y si una congénere quiere prostituirse, yo voy a pelear para que los cafishios no la esclavicen y la cana no la persigua y la gente no la denigre, no voy a pelear para que le cierren su fuente de trabajo. Por eso no soy abolicionista. Aunque también voy a interpelar a los varones preguntándoles qué es lo que disfrutan cuando compran a una mujer.
Dina encuentra en Brania, la madama, una antítesis de su madre: alguien que la mira. Con todo lo que ese vínculo tiene de ambiguo, se trata de la primera mujer con la que puede establecer una relación especular...
Sí, es verdad. Dina es sensible a eso pero no se queda pegada a esa mirada de reconocimiento. Me asombra la fuerza resiliente de Dina. Brania es un referente para las chicas y cumple muy bien su función de madama. Hay una mezcla tensa en Brania: el cariño y el cuidado, por un lado, la protección del negocio, por el otro. Brania puede sugerirle al juez que use una mordaza cuando golpea a Dina mientras la usa sexualmente, para que los gritos no ahuyenten a los clientes, incluso puede coser esa mordaza y dársela. Pero también puede acudir a curar las heridas de Dina cuando el Juez se fue y en general contiene a sus chicas como una madre. Es una madre traidora, como son las madres patriarcales: aman a sus hijas y las hacen crecer pero están al servicio del amo, las crían para entregarlas a la circulación entre varones, para que se banquen lo que haya que bancarse. León Rozitchner hablaba de las madres que entregan sus hijos a la atroz ley del padre: Yocasta entregando al bebé Edipo para que Layo lo mate, María entregando a Jesús a Dios, para que Dios lo mate...
En tres cuartas partes de la trama, Dina se reduce a ser un pedazo de carne hablado por otros; no solo por quienes ofician de explotadores, sino también por quienes pretenden socorrerla. ¿Cómo trabajaste la ambigüedad de escribir una novela de aspiración feminista cuya protagonista en buena parte de ella apenas es un objeto?
Pero esta paradoja también me la podrías plantear a mí, a cualquier mujer heterosexual: nuestra subjetividad se constituye identificándonos con ser el objeto preciado y deseado por los hombres, eso nos define como mujeres en el patriarcado. Y sin embargo... ¡milagro!: resulta que además somos sujetos, y pensamos, y elegimos. Como bien decís, esto que describís refiere a tres cuartas partes de la trama. La trama no es la escritura. Nosotras no somos objetos preciosos y escasos, aunque en tres cuartas partes de nuestra vida la sociedad nos trate así y debamos lidiar con ese lugar, y aprendamos incluso a aprovecharlo. Más allá de su trama, la novela escribe a una Dina que habla, tiene voz y elige y piensa y construye y actúa, hasta llegar a un clímax que no voy a nombrar porque odio ser spoiler, cuando ejecuta un acto tremendo por el cual se niega para siempre como objeto y deviene persona, en el sentido más poderoso de la palabra.
Hay un personaje clave que es el juez Tolosa, quien no sólo tortura y sodomiza en nombre de la ley, además disfruta al despojar lo que él considera como la máscara de sus víctimas. En su figura se anudan la moral con el goce, como si él mismo fuera un epifenómeno de la pareja que forma Lacan entre Kant y Sade...
La pareja Kant y Sade se la roba Lacan a Adorno y Horkheimer, permitime aclararlo porque me pudre la deshonestidad intelectual de Lacan. Yendo al Juez Tolosa, es como decís, porque entre un moralista convencido y un sádico psicópata misógino hay una senda muy fácil de recorrer. Que la mayoría de los hombres “morales” no la caminen hasta el final y se vuelvan como ese juez no significa que el camino no exista. El deber ser como valor abstracto, la razón que aspira a equivaler al deber y al bien, son ideas profundamente misóginas, aunque no sea evidente. Me explico: el patriarcado coloca en las mujeres la fuerza irracional del cuerpo, de la naturaleza; en el imaginario patriarcal, nosotras encarnamos la pasión, los afectos calientes e indomables del amor y el instinto. Adorno y Horkheimer muestran cómo los sádicos de Sade se encarnizan con las mujeres, con sus cuerpos, porque precisan domar esa fuerza indomable para que nada cuestione el liso reino de las verdades abstractas, las verdades del deber ser. Cada vez que escucho a alguien defender verdades abstractas, defender el deber ser, tiemblo, porque detrás hay odio. Odio contra lo que es pese a todo, contra la experiencia que contradice lo abstracto, que grita verdades (no Verdad) que no se pueden ahogar. Es decir, odio contra nosotras, a las que nos pusieron en esa posición de ser lo otro, lo que no entra en la lógica, nos definen como un abismo de carne incomprensible, no somos algo en sí, somos las que no tenemos pene. Para callar lo que cuestiona la lógica de ellos, nos construyen como otredades locas, objetos que no obstante se mueven como sujetos y entonces hay que someter y disciplinar para que no cuestionen ese terreno liso de lo que debe ser, de la razón y la lógica falo-logocéntrica. Eso vendríamos a ser las mujeres en esta mirada tan pobre, tejida con miedo masculino por lo diferente, una mirada que sueña, con Kant, con que exista una razón que resuelva para siempre lo que se debe y lo que no, lo que está bien y lo que está mal. Esta mirada que tanto dolor trae al mundo y que nada dice de nosotras, de las personas mujeres que acá estamos viviendo, pensando. Una mirada llena de odio y de crueldad. Eso es el juez, eso es Kant, eso es Sade. Pero Sade además es un artista y lleva todo este disparate cruel a un exceso que nos escupe el goce en la cara y nos deja intuyendo ese goce, asustades, horrorizades, y preguntándonos quiénes somos...
Lo interesante de este personaje que se muestra impertérrito, sin dobleces, también porta una máscara... Entre cierta medida, la novela se distancia del imaginario del neurótico, que cree que el perverso no duda o no tiene relación con la falta.
Exacto. Confieso que con el juez tengo una frustración literaria: tenía pensado un capítulo contado exclusivamente desde su perspectiva, así como hay capítulos desde las perspectivas del Loco y de Vittorio. Lo intenté y enmudecí, no podía. No logré animarme a entrar en un ser humano así y ver qué me ocurría. Pero sí, yo sabía que él sí duda, que sí tiene relación con la falta, porque sabía que detrás de esa maldad desatada hay un tipito postergado, sometido a su mujer y sobre todo a su suegro, Juez de la Corte Suprema, una de esas personas que tienen la lucidez suficiente como para saberse mediocres y entienden por qué llegaron a ocupar los lugares que ocupan. Ese señor es juez solamente por el suegro que tiene y se casó por eso, lo sabe y se siente profundamente humillado. Esa humillación es la que proyecta en Dina, en quien además intuye una inteligencia que él no tendrá nunca. Todo esto yo lo fui sabiendo, porque no es que no pensé a ese personaje, y no iba a explicarlo así, por supuesto, pero quería dejar hablar a su dolor, quería que por un lado Dina sí lo viera como lo ve: el perverso que no duda y no tiene relación con la falta, que Dina fuera incluso eróticamente sensible a ese imaginario de que el hombre que la penetra y la castiga está entero, hasta ahí creo que lo logré, pero quería que esto contrastara brutalmente con la perspectiva del Juez. Yo estaba predispuesta hasta a querer a ese juez, con ese cariño que cualquier personaje se merece ante quien lo imagina, por canalla o repugnante que sea. Pero no lo pude escribir. Dejé la novela como un mes por eso y al final decidí que no me daba el cuero y ese capítulo no existió.
Una presencia con la que dialoga la novela es la de Roberto Arlt. No sólo porque, entre otras referencias más solapadas, hay un Rufián Melancólico y alguien arriesga la idea de financiar la revolución social mediante una red de prostíbulos, sino por la aparición de un personaje capital, El Loco Godofredo, compuesto a partir de los trayectos vitales tanto de Erdosain como del propio Arlt. En su figura, la novela encuentra un espejo del cual tomar distancia...
El Loco Godofredo es para mí el mejor personaje. Me nació con una facilidad asombrosa, parto rápido y fácil. Nació y se paró de inmediato en sus dos pies y empezó a moverse por su cuenta en la novela. Porque yo había trabajado mucho con la obra de Roberto Arlt. De hecho acabo de publicar Fémina Infame. Género y clase en Roberto Arlt, un ensayo crítico que retoma parte de la lectura feminista que hice hace años de su obra. Arlt fue mi objeto crítico y después fue el origen de un personaje que amo. Lo quise mucho en sus contradicciones, en su misoginia que choca contra su inmensa capacidad de empatía, en su frustración y su cobardía que choca con su inmensa audacia. El Loco se enamora hasta los tuétanos de Dina, la ama y la odia, la desea, la admira y lo asusta, hasta diría que la envidia porque en su machismo cree que ella gana el dinero con enorme facilidad, a costa de la vitalidad de los pobres varones, víctimas de que ella sea ese objeto precioso ante el que caen rendidos. Pero cuando piensa eso, de pronto algo le dice mirala, tarado, no ves que es una esclava... El Loco tiene un corso a contramano en la cabeza, sobre todo con las mujeres. Como Arlt (risas)... Siente su fuerza y su luz como amenaza pero también registra el valor enorme de esa fuerza, de esa luz. Es lo que le pasa a Arlt con ciertos personajes femeninos como Ester Primavera, o la Coja. Lo quise mucho a mi Loco, me da mucha ternura. Le deseo lo mejor (risas)... ¿Viste que a veces los personajes siguen vivos en una? Con Dina no me pasa, es como que ya está, hizo su camino, la abandoné dulcemente a su suerte. Pero el Loco es alguien que a veces me pongo a imaginar todavía. Y cuando trabajaba en la publicación de Fémina Infame. Género y clase en Roberto Arlt, se me aparecía ese ese trío amable y entrañable, tres en uno como el Espíritu Santo (risas): el escritor real que murió hace 80 años, el autor textual de sus obras tan raras, temerarias, políticamente incorrectas, excesivas, y mi querido Loco Godofredo, mi personaje. Un trío mío y también perteneciente a la literatura y a su historia.
Dentro del campo anarquista que construye la novela, hay una oposición entre el intelectual y el hombre de acción, representada, en parte, por los dos enamorados de la protagonista, El loco Godofredo y Vittorio. Se podría decir que Rodolfo Walsh (a quien tomaste como personaje para otra novela) fue quien dio el salto...
Sí, esa oposición está, estoy de acuerdo. Diría que los enamorados de Dina son tres, no dos: el juez también está enamorado, en un sentido atroz de la palabra. Se le juegan cosas con ella, no con cualquier mujer que pueda violar o torturar. Salvado eso, sí, esa oposición existe, no es solamente una oposición entre la actividad intelectual y la acción sino creo que también es una oposición entre pensar, imaginar, fantasear y atreverse a hacer. Lo que le pasa fuertemente al Loco, que está inspirado en la figura de Arlt y que en mi labor crítica lo vi en las ficciones que arma Arlt. Sus personajes se la pasan quejándose de la vida que llevan y fantaseando vivir grandes aventuras y, a la hora de la verdad, a lo único que Erdonsain, por ejemplo, se anima, es a asesinar a una mujer, que además es más débil que él y es bizca y pobre. Lo que quiero decir es que ese héroe, el de Los siete locos, que se la pasa explicando que desde su tormento lo que quiere es matar poderosos, matar un burgués para quedarse con el dinero, participar de una organización revolucionaria... en realidad, no logra hacer absolutamente nada, y ni siquiera lo intenta. Se queda en el blablá. Ese blablá está planteado en la trama y en el conflicto del personaje del Loco Godofredo. Y creo que a mi personaje arltiano le permití, reparatoriamente, hacer otra cosa con sus quejas y fantasías, que es ir a la acción. En cuanto a Walsh, esa oposición está tematizada y resuelta. Es un escritor y un hombre de acción. Es alguien que escribe para accionar en el mundo. Mas dar el salto, Walsh logra conjugar esto.
La transición genérica es una característica central de la novela: se pasa de la novela histórica, incluso rosa, hacia el thriller policial y la road-movie. ¿Fue algo planteado de antemano o apareció durante la escritura?
Sí, esa mezcla fue planteada desde el comienzo. Más que novela rosa, diría melodrama. La idea era escribir una novela histórica apoyándome en el melodrama y que luego todo se iba a poner en movimiento. P. D. James escribió que, para ella, el género era como un bastón, una guía, un camino en el cual volcar la creatividad. A mí me pasa lo mismo, soy una novelista de géneros. La saga de Güemes (compuesta por La patria de las mujeres y Conspiración contra Güemes) son novelas de aventuras en cruce con la novela de espionaje y, en el caso de Conspiración..., también con el policial negro. Fui una lectora de Salgari, amo las Indiana Jones, y escribí una novela de aventuras ambientada en las guerras de la Independencia en el noroeste argentino. Los géneros me interesan como lectora y como crítica.
En Los prisioneros de la torre, ensayo que cumplió más de una década, defendías la coherencia en la trama como alternativa a los vicios literarios entronizados por la academia. ¿Seguís considerando actualmente válido ese planteo?
Es excelente la pregunta, y me da la oportunidad de decir algo que trato de plantear siempre y no siempre se logra entender. A mí me parece que ningún tipo de procedimiento literario, ningún tipo de estética, debe entronizarse en abstracto como lo bueno, o como lo malo. Trabajar una literatura de trama, de acción, centrada en relatar una historia, no es ni bueno ni malo. Como siempre, depende de cómo se haga. Trabajar experimentalmente, recalcando, subrayando, la autonomía del significante y la artificiosidad de los procedimientos, tampoco es ni bueno ni malo. Todo depende de cuándo se hace, cómo se hace, para qué se hace, qué se consigue. La llamada experimentación, el llamado riesgo, lo es cuando objetivamente es un riesgo. Escribir de un modo en el cual se entroniza lo que pide la academia –que desde la recuperación de la democracia hasta no diría hoy, porque ahora las cosas están un poco más discutidas, por suerte, pero casi, es la autorreferencialidad, la autonomía del significante– hace que me pregunte dónde está el riesgo. Toda esa literatura llamada experimental tiene más de cien años. ¿Qué riesgo supondría hoy? A mi no me parece ni arriesgado ni no arriesgado. No me parece tampoco que la literatura tenga que tener una ética del riesgo. La única ética que pienso para la literatura es la de tener algo que explorar y decir. La experimentación también puede darse profundamente en una literatura de trama. El signo es significante pero también significados, explorarlos también es experimentar.
En ese mismo ensayo haces uso del concepto de mancha temática propuesto por David Viñas para estudiar el imaginario de la generación de posdictadura. Desde entonces, ¿se puede vislumbrar alguna nueva mancha en la literatura argentina?
Se pueden vislumbra varias, voy a arriesgar sólo una porque es la que más estuve trabajando. Hay una que aparece sobre todo en literatura escrita por mujeres, no le puse un nombre, claro, pero tendría que ver con engendrar y parir y producir monstruosidades. Les hijes como como seres monstruosos. No necesariamente malos, a veces sí, otras no, a veces son ominosos, pero se trata de una mirada profundamente extrañada sobre la propia maternidad o formas metafóricas de la maternidad. Los antecedentes se pueden encontrar en Silvina Ocampo o en Ana María Shua, pero me refiero a Samanta Schweblin, Mariana Dimópulos, Florencia del Campo, Lucila Grossman, algunas cosas de Mariana Enríquez. Es un imaginario que el patriarcado no pronuncia y que va más allá del presente político. Es un imaginario que deja hablar como nunca antes había pasado.
Siguiendo a Luce Irigaray, en Otro logos planteas que el único modo de inscripción de la mujer en el discurso patriarcal es como la versión negativa del hombre, es decir, como la que no tiene. ¿Cómo ves este homodominio de la representación en la literatura argentina? ¿Hay personajes femeninos que escapen de esta lógica? Más aún, ¿considerás que hay personajes mujeres que, sin ser políticamente correctos, escapen de esta lógica?
A los hombres les cuesta muchísimo representar mujeres como personas, que son algo en sí. La construcción de las mujeres en la mayor parte de la literatura escrita por hombres se basa, fundamentalmente, en responder la pregunta de si es deseable o no (por ellos), si le gusta o no tener sexo. Si le gusta mucho, en versiones no moralistas, es una copada, o si le gusta mucho pero no lo hace con ellos, es una histérica. Lo que siempre aparece, ya sea versiones moralistas o no, es que la mujer es una puta. Entonces, las mujeres se construyen respondiendo a la pregunta de cuánto le gusta coger. Si son madres, son sacrificiales, manipuladoras, idealizadas o demonizadas. No hay mujeres interesantes, en general. Lo que no quiere decir que no haya enormes personajes femeninos que sí son interesantes vistos desde miradas patriarcales, porque siempre hay algo que se les escapa a esas miradas. Por supuesto hay grandes excepciones. Manuel Puig es un gran constructor de mujeres. También Marcelo Cohen construye personajes femeninos que sí son personas. Más allá de que puedan o no tener sexualidad, no se definen por eso.
Yendo a la actualidad, creo que las mujeres que nos hemos puesto a escribir somos buenas personajes mujeres no políticamente correctos, políticamente muy incorrectos, incluso. Y hay algunos escritores que están empezando a cuestionarse cómo construyen a las mujeres.
¿Y personajes varones complejos, que manifiesten ya no las contradicciones entre el pensamiento y la acción, sino las de su labilidad identitaria?
Están empezando a aparecer personajes así, incluso escritos por hombres que pueden pensarse, que pueden entrar en una mirada crítica sobre si mismos. Son permisos que les hemos dado como mujeres feministas para mirarse vacilantes, para no saber qué hacer, y está muy bien eso. A encontrar su propia falta y no intentar taparla con ficciones. También, sí. Pienso que es un permiso que les hemos dado las mujeres feministas.
¿Qué diferencia encontrás en la ficción respecto del ensayo al tratar estos temas?
Cuando uno escribe ficción imagina un mundo, y lo que pasa en ese mundo responde a múltiples factores. Uno de los tantos factores pueden ser hipótesis explicativas sobre la realidad, pero no es para nada lo más importante. En la construcción de un mundo autónomo se pone en juego el inconsciente. No se debe a demostrar una hipótesis, ni a desarrollar una verdad, ni a dar un mensaje sobre cómo deben ser las cosas. Se debe únicamente a su deseo de que ese mundo ficcional exista y sea así, bueno, doloroso, edificante, pesimista o cínico. Por supuesto, no dejo de ser feminista, crítica ni lectora, pero cuando escribo ficción eso es un elemento más de lo que se juega mientras yo estoy jugando como una niña a construir una historia.