Uno sabe que Alejandro Dumas pére poco menos que inventó el folletín. Y que dejó en el inconsciente colectivo una especie de fábrica de personajes y situaciones a las que les seguimos sacando el jugo: el muchachito, la muchachita, el villano, los amigos justicieros, el prisionero que vuelve a vengarse. Lo que no se sabía es que además parece que este Stephen King del siglo XIX también inventó el libro periodístico, inexacto, apasionado, convincente, furibundo bestseller y sin la menor pretensión de objetividad. Dumas no sólo era el escritor más famoso de su época. Era también un militante republicano, enemigo de reyes y tiranos, sensible como un gladiolo al grito del conquistado.
A fines de 1849, se le aparece en París un uruguayo que parecía resumir las virtudes románticas del liberalismo. Alto, bello, culto, afrancesado y veterano de seis años del sitio rosista de Montevideo, Melchor Pacheco era el flamante enviado de su fragmentado país en Francia. El Río de la Plata era el Irak de la época, con chiítas federales y sunnitas unitarios metidos en una guerra atroz, cruel e interminable que sonaba a chino para los europeos.
Pacheco debe haber sido un hombre convincente, porque La Nueva Troya fue publicado en 1850, en simultáneo en francés, italiano y castellano. Es un maravilloso panfleto de la causa unitaria y de la independencia oriental, maniqueo a rabiar y francamente divertido. Aunque cubre territorios conocidos de los argentinos, es un Dumas de cabo a rabo, con el uruguayo evidentemente soplándole los datos históricos por encima del hombro.
Dumas arranca desde el principio, con Solís comido por los indios, y se derrama en un esquema de la historia fabulador y divertido. Buenos Aires está en manos de un salvaje artero, Juan Manuel de Rosas, un cobarde que evitó el combate por la independencia, tomó el poder a manos de una horda, gusta de las bromas pesadas, los enanos grotescos y las ejecuciones crueles, y del que lo único bueno que se puede decir es que no le subía las polleras a su hija Manuelita. Frente a él y por siete años, se alza Montevideo, la gallarda, heroica ciudad que ya había combatido a españoles y brasileños y ahora resiste mano a mano a las fuerzas porteñas, superiores en número.
El francés la lleva bastante bien en cuanto a sus personajes y, obviamente tomando el dictado de Pacheco, deslinda bandos políticos con precisión. Un subtema de La Nueva Troya es la política exterior francesa, con sus idas y venidas debidas, según repite obsesivamente Dumas, a la influencia británica en París, que causa que el gobierno abandone a su suerte cruel a los miles de franceses que viven y combaten en Montevideo contra el monstruo rosista. De hecho, el libro cierra con una andanada antiinglesa que Jauretche hubiera firmado encantado y que desapareció de posteriores ediciones, cosa de juntar firmas en Londres para acabar con Rosas.
En su momento, el librito tuvo una enorme resonancia política en varios países –los diarios rosistas tronaban contra “el mercenario que cobró 5000 francos”–, pero después fue profundamente olvidado. En muy entretenidos prólogo y post scriptum, Daniel Balmaceda y Alejandro Waksman cuentan la peripecia que fue conseguir una copia completa y ponerla en contexto para esta edición. Ni en la Biblioteca Nacional había un ejemplar de esta delicia rescatada por la editorial Marea.