Uno de los argumentos centrales de la teoría de los dos demonios es la exclusión de la sociedad del conflicto, que requiere para ello equiparar en tanto “violentas” a las prácticas de los actores del conflicto, opuestos a la “gente común”. La versión original instalaba una dualidad (el terror de izquierda y el terror de derecha), pero buscando hacer un énfasis en la violencia estatal. La operación tenía como objetivo legitimar el juzgamiento de “ambas violencias”, exculpando a la “gente común”. En la versión recargada, el objetivo de la dualidad es hacer visibles a las “víctimas negadas”, que serían aquellas que sufrieron la violencia insurgente, calificada errónea pero intencionalmente como “terrorista”. Esto es, el énfasis es inverso: no se centra en la violencia estatal, sino en la violencia insurgente. Pese a que postulaba cierta equivalencia de responsabilidades, la versión original presentaba fundamentalmente los testimonios de sobrevivientes de la dictadura genocida o de familiares de desaparecidos, destacando la gravedad de los secuestros clandestinos, los campos de concentración, los vuelos de la muerte y las apropiaciones de menores. Aun cuando invisibilizara la identidad de las víctimas despolitizándolas y recurriera una y otra vez a la equiparación con la “otra violencia”, la carga afectiva y el espacio de escucha se direccionaba hacia quienes habían sufrido la violencia estatal. Por el contrario, la versión recargada facilitó que se abriera la escucha empática y pública a los familiares de los militares condenados por violaciones sistemáticas de derechos humanos, a las víctimas colaterales o contingentes de acciones armadas, como un niño que recibió una bala perdida en un intento de asalto a un banco, una menor víctima de una bomba que buscaba ajusticiar a un torturador o un soldado abatido en un intento de toma de cuartel. Esta diferencia no es menor y, aunque los argumentos parezcan los mismos que en los ’80, el contexto y la intencionalidad son muy otros. En los ’80, la violencia insurgente estaba deslegitimada en el sentido común. En cambio, la violencia represiva estatal todavía no era un conocimiento socialmente aceptado y su condena no era explícita. Algunos sectores de la sociedad seguían pensando que la represión estatal había sido una herramienta legítima en la “lucha contra la subversión”. En ese contexto, la versión original de los dos demonios fomentaba la equiparación para iluminar y condenar la violencia represiva. De algún modo, esa equiparación hacía mucho menos costoso asumir una posición de condena a la violencia estatal. En los ’90 se pudo avanzar en una crítica a los argumentos principales de la teoría de los dos demonios: la explicación de las acciones represivas como producto de una reacción excesiva, desmesurada y criminal ante la existencia de organizaciones armadas de izquierda y la equiparación que hacía entre dos usos profundamente diferentes de violencias. La violencia insurgente era una herramienta para transformar la realidad en un sentido de mayor igualdad, equidad o justicia, mientras que la violencia represiva se usaba para hacer más desigual e injusta la sociedad. También eran distintas las formas en que se ejercía dicha “violencia”. En su uso contrahegemónico o popular, la violencia insurgente era acotada y esporádica, mientras que, en su uso hegemónico, el ejercicio de la violencia represiva era concentrado, vertical, autoritario y sistemático. Esta violencia represiva se articuló con una violencia genocida implementada a través de un sistema de campos de concentración y un proceso de aniquilamiento de masas de población. Estas fueron conquistas fundamentales en la disputa por el sentido común y, sin dejar totalmente de lado la lógica de los dos demonios, pudieron correr los consensos hacia miradas más complejas y matizadas de los usos de la violencia y las implicaciones de distintos sectores sociales. La versión recargada apunta, precisamente, contra ese acuerdo básico que constituía un cierto límite social. Lo que busca es minimizar o relativizar la condena a la violencia represiva, intención que no existió en la versión original de los dos demonios. Para eso, apela a un rodeo: muestra y expone a las “otras víctimas” para señalar que entre las “supuestas víctimas del genocidio” anidan asesinos y que, entonces, no todo el accionar represivo estuvo mal. Poner otra vez la violencia insurgente sobre la mesa no apunta a una discusión sobre estrategias o tácticas políticas en el presente (de hecho, ninguna organización argentina ha planteado el uso de la violencia insurgente en el contexto de las dos primeras décadas del siglo XXI), sino tan solo a utilizar la dualidad para relegitimar la violencia represiva del pasado y, sobre todo, proyectar esa legitimidad al presente. Esto es que el objetivo estratégico del debate se vincula al intento de recomponer la legitimidad de la violencia represiva en un contexto actual en donde se la observa como necesaria, para enfrentar las posibles reacciones a un proyecto económico de fuerte redistribución regresiva del ingreso. La diferencia de contexto y objetivos produce entonces dos órdenes de sentido. La versión original de la teoría de los dos demonios era un paso limitado y problemático en el intento de iluminar algunas de las características de la violencia represiva y legitimar su juzgamiento, aunque fuera parcial, limitado y se justificara en la condena dual. Su versión recargada constituye parte de una estrategia negacionista.