La marca Juntos por el Cambio es poderosa e intensa en gran parte de las clases medias y medias altas urbanas. Articula y condensa, por primera vez, muchas miradas y relatos sobre la Argentina que no habían tenido hasta hace unos años referencia política. Desde la necesidad de reconstruir la Argentina moderna y pujante que la historiografía liberal sitúa entre fines del siglo xix y principios del xx, a miradas, relatos y pasiones más acotadas y particulares que pueden ir desde el desprecio por la política, a la exaltación del punitivismo de diverso tipo, junto con una mirada anti estatal y anti gasto público, incluyendo una convicción de que en la Argentina se pagan muchos impuestos y que el Estado y la política son intrínsecamente caros. La marca Juntos por el Cambio logró construir su columna vertebral articulando fundamentalmente todo el espinel del antiperonismo.
Traducido: la convicción de que los males del país arrancaron en el primer peronismo, sintetizada en ese latiguillo de los “setenta años de decadencia” con el que insistía permanentemente Macri el último año y medio de Gobierno apelando a la consolidación del voto duro antiperonista que en la Argentina oscila entre 25 y 30%, una buena parte de la población se siente contenida en las apuestas a la meritocracia, al emprendedurismo y a toda forma de desarrollo en que el destino del país esté regido por el mérito individual que siempre será visto como limitado por la presencia del Estado.
La marca de Juntos por el Cambio ha sido eficiente en torno a este intento de articulación hegemónica a lo que le sumó el peso de gestiones municipales y provinciales, fundamentalmente en manos de la UCR, muchas con buena aceptación, que también implicaron, como en la ciudad de Buenos Aires, el uso –sin ningún prurito republicano– de redes clientelares de diverso tipo en los territorios que gobiernan. Todo esto más la suma, como ya se ha dicho e investigado, de nuevos actores que se politizaron al calor de esta experiencia política venidos del mundo de la empresa privada, universidades privadas, ONG, fundaciones e iglesias. Esta última marca la asemeja a otras derechas regionales.
En esta articulación hay una fuerza social potente que, unificada en fuerza electoral, es altamente competitiva.
El límite progresista
Del otro lado de las minorías poderosas que compiten pudiendo eventualmente constituirse en mayoría, la Argentina reúne una cantidad de tradiciones políticas y culturales contrapuestas a estas que tienen su antecedente más cercano en la transición democrática y sus luchas por la consolidación de una democracia liberal. Democracia que, al mismo tiempo, modera esperanzas antaño revolucionarias y excluye cualquier programa de restauración conservadora. También hay una herencia más atrás, en los pisos que dejó el primer peronismo y en las experiencias políticas y culturales por las que circuló buena parte de la juventud en las décadas de los sesenta y setenta.
El peronismo en la década del cuarenta y cincuenta puso el norte en la felicidad de las masas vía consumo e integración. Las masas se ordenaron, abandonaron la revolución y fueron por el goce y por ser parte. El progresismo, desde 1983, modeló una valorización de la democracia y del rol del Estado como compensador de las desigualdades. Esos conceptos hoy pueden congregar mayorías más sustentables que los que se articulan en torno a achicar el Estado, reprimir el delito proveniente de los pobres, eliminar restricciones al movimiento de divisas y bajar impuestos.
En este sentido, el programa reformista de Alfonsín y el de la renovación peronista siguen teniendo enorme vigencia, por más que muchísimos de sus portadores hayan nacido después de recuperada la democracia, entre los cuales la cultura anti “cheta”, tanto en la música como en muchas manifestaciones culturales, es una fuerza importante en la generación sub 35 que se articula con toda la cultura de los derechos humanos, la ampliación de derechos y el feminismo que difícilmente haga las paces con alguna alianza que se coloque a la derecha del espectro político argentino: libertades plenas, democracia sin proscripciones, derechos humanos, desarrollo industrial, educación pública, protección a los adultos mayores, política internacional soberana y, por supuesto, un Estado activo e interventor encuadran puntos de un programa que aún convoca mayorías en la Argentina con diferentes énfasis según los grupos culturales, clases y generaciones.
Un Estado que suture las injusticias que produce el mercado, que cuide intereses nacionales, que defienda al pueblo de las corporaciones y que no reprima ni mate.
Este programa, al igual que el anterior, es solo un programa de bordes y fronteras. No son programas de puntos y políticas concretas, tienen intensidades en diferentes lugares, y hasta pertenencias cruzadas. Su fortaleza varía con las circunstancias y la dirigencia que los encarne.
Este piso en la Argentina es alto y es un factor inhibidor de la posibilidad de que se constituya en hegemónico un programa de corte conservador y neoliberal. Quienes pensaron el plan de campaña, más que de gobierno, de Cambiemos sabían de alguna manera esto, por eso, mientras fue candidato, Macri fue muy cuidadoso al asegurar, entre otras cosas, la permanencia de políticas sociales, de la Asignación Universal por Hijo, y fue esquivo a la hora de hablar de ajuste.
En Brasil, el ex militar Jair Bolsonaro ganó elecciones insultando al progresismo, a los homosexuales, reivindicando a la dictadura brasileña y proponiendo el uso de armas en la población civil. En Argentina nadie puede imaginar ganar una elección presidencial expresando eso mismo. El progresismo, en sentido amplio y no solo político, constituye una fuerza social, cultural, de sentido común, poderosa. Más allá de la posibilidad de articularse eventualmente en fuerza electoral, tiene una capacidad enorme para vetar la emergencia de una derecha explícita que pueda decir todo lo que piensa y siente una minoría importante de la población, pero que no tiene margen para decirlo públicamente como en otros lugares del continente. El “inhibidor progresista”, fortalecido al calor de las luchas de derechos humanos, luchas democráticas, luchas feministas y con la experiencia de doce años de kirchnerismo en la Argentina, expulsa parcialmente del mundo público y de los relatos aceptados, a excepción de las redes sociales, a reivindicadores de la dictadura, a cultores del abandono a su suerte de los pobres, a quienes creen en los derechos de propiedad de los hombres sobre las mujeres y los niños y a los que quieren limitar al Estado solo a su función represiva. Los estrategas de Cambiemos lo supieron siempre, por eso fue un gobierno que buscó con varias de sus políticas navegar en difíciles aguas intermedias, sin mucho éxito.
La hegemonía imposible
Macri tuvo en su ministra Patricia Bullrich –hoy presidenta del PRO– y en su viceministro, el abogado defensor de represores de la última dictadura Pablo Nocetti, el punto más alto y seguro de confrontación con esa “Argentina progresista”, que se fusionó con una parte del peronismo a partir del kirchnerismo, pero que no está limitada en absoluto a sus bordes. Tuvo su punto más alto en cuanto al consenso logrado, en el borde más confrontativo con esa Argentina del progresismo kirchnerista. Lo tuvo en el tema en el que la derecha ha logrado penetrar con más fuerza en el sentido común: el antiprogresismo militante en materia penal y judicial. Protegió a la Policía y a la Gendarmería y avaló la represión mucho más que en los periodos anteriores. Fue en la agenda del presente y no del pasado en donde Cambiemos encontró la manera de enfrentarse a todo el legado construido en materia de derechos humanos. Fue ahí donde alcanzó mayor popularidad. El punitivismo en sus distintas formas, la aceptación del poder de matar, el debilitamiento del control civil de las fuerzas de seguridad y la impunidad para los delitos cometidos por estas en lucha contra la delincuencia constituye una fuerza poderosa que alimenta a gran parte de su electorado, pero es insuficiente para garantizar el éxito y perdurabilidad de un gobierno. Argentina no es un país de Centroamérica azotado por pandillas que matan gente todos los días en la calle, ni es México donde la guerra narco se lleva la vida de miles de personas por año, ni Colombia donde la tasa de asesinatos semanales, incluidos los de líderes sociales, es altísima. Argentina tiene una tasa de homicidios que es menos de un tercio del promedio del continente. Seguramente es en la ciudad de Rosario donde hoy pareciera reproducirse la escena de otras zonas del continente, donde paradójicamente las fuerzas que proponen miradas más punitivistas no ganan elecciones.
Cambiemos no inventó nada nuevo en torno al sentido común. Articuló relatos fundantes de nuestra Argentina moderna con transformaciones en el sentido común que han crecido desde la época dictatorial. La Argentina aspiracional, antiestatista, que aplaude a ricos y evasores, admiradora de los Estados Unidos, que cree que ir a la escuela pública es “caerse” cuando no queda otra opción, como dijo el presidente Macri. La Argentina que cree que todo lo bueno radica en lo privado y lo malo en lo público, la Argentina clasista que desprecia a pobres e inmigrantes sudamericanos o africanos, y la Argentina que cree que toda barbarie y corrupción proviene fundamentalmente del peronismo.
Esa minoría potente e intensa de la Argentina no la inventó Cambiemos. Cambiemos fue su más exitoso articulador en esta etapa democrática. Fue también la concreción en forma exitosa y masiva del proyecto trunco de la UCEDE en los ochenta de un programa neoliberal y conservador, pero al mismo tiempo popular. Juntos por el Cambio en los hechos se terminó consolidando como una parte, versión argentina, compleja y no exenta de diversidades, de la derecha continental, que tiene agendas regionales comunes, conducidas desde los Estados Unidos, y en muchos casos con muy poco apego a la democracia, como se ha visto en diferentes momentos en los casos de Bolivia y Brasil, pero también de Ecuador y Venezuela.
Utopía sin sujeto
La tolerancia social a la ruptura del pacto democrático o a las violaciones a los derechos humanos pareciera ser más baja que la tolerancia a la exclusión, a la pobreza y a la disgregación de lo público. Aun así, los ataques a lo público y el aumento de la pobreza encuentran muchos más límites sociales en Argentina que en buena parte del continente. Aun así, nuestro país es uno de los más desiguales de América Latina y también está entre los más desiguales del mundo. La concentración de la riqueza, en general, es más difícil de visibilizar y de precisar, pero es esta concentración, sin dudas, uno de los principales obstáculos que tiene el desarrollo del país.
La preocupación extendida por la extensión de la pobreza y la indigencia llevó a Macri a pronunciar en campaña la frase que luego los opositores usarían para condenarlo: “Quiero que se juzgue mi mandato por si logramos o no disminuir la pobreza”. Esto no implica necesariamente que exista una demanda social en cuanto a la desigual distribución de la riqueza. La concentración de la riqueza –que también es concentración de poder, limitación del poder del Estado y debilitamiento de la democracia– no es vista socialmente como un problema a enfrentar.
Juntos por el Cambio representa el país que admira esa punta de la pirámide, que no considera que hay que cobrarles más impuestos, ni disciplinarlos y mucho menos enfrentarlos. Cambiemos representa a esa parte del país de la punta de la pirámide de la escala social, pero mucho más a los que se reflejan en ellos. Representa a los que les parece bien que sean ellos y no la “corrupta clase política” la que dirija los destinos del país. En esa utopía aspiracional, y en el poco rechazo social que produce la enorme desigualdad, se montó la esperanza amarilla. En esto, como en la articulación exitosa de la “Argentina antiprogresista y antiperonista”, se montó su éxito electoral.
El límite que impidió que el experimento político electoral más exitoso de la historia moderna, que consistió en que un bloque liberal-conservador no peronista se constituyera en mayoría electoral y aspirara a una nueva hegemonía, estuvo adentro de sí mismo y no afuera, en el espacio de “la oposición”. Ese límite está dado en la ausencia de un sujeto social para alcanzar esa Argentina de grandeza que marca su norte. La posibilidad de construir una nueva hegemonía radica en una elite que la Argentina no tiene. El único sueño colectivo del liberalismo argentino es que un país que supuestamente cuenta con todas las condiciones naturales, humanas y profesionales, se convierta en un país desarrollado. Convertir en realidad el sueño trunco de ser como un país europeo desarrollado o como los Estados Unidos al que nos une un origen común: un país rico en materias primas y poblado por inmigrantes. Nos separa el destino de grandeza que no tuvo la Argentina.
El proyecto se disgrega entonces en poderosas afirmaciones electoralmente útiles, pero con ausencia casi total de posibilidad de convertirlas en realidad material. Los que venían a terminar con la ideología cayeron en el derrotero del idealismo puro para llevarla a cabo: idea sin sujeto.
En la cima de la pirámide de la riqueza en la Argentina no anida un grupo social al que le interese transformación alguna de la estructura productiva, ni desea apostar por un despegue de la Argentina, ni quiere invertir en ciencia y tecnología propias, ni tiene la intención de reinvertir su fortuna en proyectos de desarrollo.
en actividades de riesgo como en el área energética, que les den créditos blandos, que les estaticen deudas, que les compensen por cada medida que les ponga algún límite a la rentabilidad. Nuestro sistema financiero prefiere ganar con tasas usurarias al consumo y nunca con créditos blandos a la producción y la vivienda, las voces de los productores agropecuarios se levantan para bajar impuestos, perdonar deudas y eliminar retenciones, las cámaras industriales bregan por exenciones impositivas, precarización laboral, subsidios y protecciones estatales cuando se ven en peligro por la competencia. Nunca las cámaras empresariales, tanto industriales, financieras, como agropecuarias, se movilizaron en torno a proyectos de desarrollo, ni le exigieron al Estado llevar adelante una política científico-tecnológica propia, ni que impulse sus productos hacia nuevos mercados internacionales para multiplicar y diversificar exportaciones.
Una fuerza política que abreve en el neoliberalismo en Argentina tiene entonces estos grandes problemas para volverse hegemónica. El neoliberalismo podrá tener sus nichos de hegemonía social, expresada en el individualismo, en la cultura del consumo y en la desesperación por el dólar, pero lo es mucho menos en la política. Entonces, la apuesta a una sociedad mayoritariamente de centro derecha que esté orgullosa de su país requiere no solo una dirigencia política estatal cohesionada y a la altura del desafío de constituir a la Argentina en un país desarrollado, del primer mundo, integrado y sin resabios populistas, nacionalistas ni tercermundistas, sino, sobre todo, implica tener una burguesía acorde que la Argentina no tiene. Cualquier proyecto de sumisión nacional y de distribución regresiva del ingreso en su versión republicana o bolsonarista tiene el doble límite de la importante minoría que constituye la Argentina estatal-peronistaprogresista, que se fortaleció y expandió durante el kirchnerismo, y el de la elite económica local que no parece tener más programa para proponer que reducción de impuestos, liquidación de derechos laborales, reducción de recursos previsionales y dólar libre.
El fracaso de Juntos por el Cambio es entonces también y fundamentalmente el fracaso de nuestras elites y de nuestras clases dominantes. Estas no contribuyeron a diseñar una construcción política fiel a ellos, que tuviera algo más para proponer que antikirchnerismo. Ayudaron al Gobierno a llegar, pero no a sostenerse.
Las banderas periféricas que performaron a la coalición Cambiemos, como las de una gestión más eficiente y no corrupta, cuya intelectual fue Elisa Carrió, le sumaron muchas adhesiones después de la larga década kirchnerista. Sin embargo, tuvieron en alguna medida el mismo derrotero que con la Alianza dos décadas atrás, que venía a terminar con la corrupción menemista. El Gobierno de Juntos por el Cambio no se pudo ir con la medalla de la ética ni de la separación de la política de los negocios personales y familiares. El uso del Gobierno para perdonar la deuda del Correo Argentino, el escándalo de los Panamá Papers, el blanqueo a familiares de funcionarios, la oficina anticorrupción en manos de una militante radical-PRO que decía que no investigaba la corrupción del Gobierno, los negociados que involucraron a la familia presidencial en torno a la energía eólica y a los peajes, la difícil separación entre los intereses de empresas energéticas y funcionarios provenientes del sector, los préstamos de la banca pública hechos a medida de grandes empresas amigas, el uso ilegal de la identidad de beneficiarios de políticas sociales para encubrir aportes de campaña en la provincia de Buenos Aires, entre tantas otras cosas en muy poco tiempo, debilitaron el programa republicano que venía a dar vuelta la página a la corrupción del Gobierno anterior, por más cobertura mediática de la que hayan gozado. El Gobierno de Macri, a diferencia del de Alfonsín, el de Menem y los tres gobiernos kirchneristas, se fue sin nada. El derrotero económico y ético de Cambiemos es también un espejo del derrotero económico y ético de nuestras elites.