El 4 de enero de 1952, dos jóvenes argentinos emprenden una gran aventura, un enorme viaje: pretenden ir de Buenos Aires a Venezuela por tierra. Son el bioquímico Alberto Granado (Rodrigo de la Serna), quien tenía 29 años entonces, y Ernesto Guevara de la Serna (Gael García Bernal), con veintitrés, ‘casi médico’ —le falta el aprobado en tres asignaturas— especializado en el tratamiento de la lepra. En palabras de Guevara: “El plan es recorrer 8.000 km en cuatro meses. El método, la improvisación. Objetivo, explorar el continente latinoamericano, que solo conocemos por los libros. Equipo, La Poderosa, una motocicleta Norton 500 del año 1939 que está rota y goteando”. Guevara se quedó corto en sus previsiones: la peripecia duró seis meses y medio, y recorrieron 12.425 km. Granado es extrovertido, charlatán, buen bailarín, una persona generosa, el amigo calavera que nunca te falla. Guevara es contenido, reflexivo, ecuánime, pero tiene una limitación: su incapacidad para mentir. Cuando recaban su opinión, dice lo que piensa, de manera directa, brutal, sin paños calientes, aunque las consecuencias sean previsiblemente catastróficas. Ambos comparten la fogosidad propia de la juventud: corren detrás de cualquier falda que se cruce en su camino. Uno seduce a las chicas con su cháchara torrencial y su buen humor; el otro las atrae por su sonrisa tímida y su actitud retraída. Empieza la aventura Los dos protagonistas abandonan Buenos Aires en dirección sur por carreteras rectas, poco concurridas, entre pasturas y cañaverales. Los impulsa el afán aventurero, las ganas de pasarlo bien. Mientras recorren la Pampa, su única compañía son los gauchos y las vacas, enmarcados por alguna estancia que se levanta solitaria a lo lejos. El asfalto cede paulatinamente terreno a la tierra, enfilan hacia cumbres lejanas: se adentran en la Patagonia, se encaminan a los Andes. Ya en la montaña, las pistas devienen barrizales con surcos profundos, campos de minas donde La Poderosa tropieza una vez y otra. Carros tirados por bueyes los adelantan con facilidad exasperante, los vendavales les arrebatan su tienda de acampada, descubren el cansancio físico, el agotamiento... El día 42 del viaje, un trasbordador atraviesa el lago Frías y los desembarca en Chile. Acumulan 2.306 kilómetros. Las nubes cubren un paisaje montañoso con apariencia de acuarela china. Aparece la nieve. Al principio embellece, tiene su encanto, pero pronto se transforma en una fiera hambrienta. La Poderosa se asusta, deben empujarla puerto arriba en medio de la ventisca. Cunde el desánimo, no hay para menos. La ciudad de Temuco los recibe solícita, pero frunce el ceño al saber que se les acabó dinero. Aprenden a buscarse la vida: se personan en la redacción del diario local, que difunde la llegada de “dos eminentes leprólogos argentinos”. El recorte de prensa les abre puertas y comedores: son personalidades, no vagabundos. Hasta que una inconveniencia de Guevara los obliga a la fuga atropellada para ahorrarse un traje de brea y plumas, o algo peor. El día 53 del viaje, La Poderosa exhala su último suspiro. ‘Descanse en paz’, la despiden sus pasajeros desconsolados. Reemprenden la marcha a pie. Valle De La Luna, desierto de Atacama, Chile. En Valparaíso, a orillas del océano Pacífico, reciben correspondencia y dinero de sus familiares. Este es otro mundo, uno donde los camioneros leen a Pablo Neruda. Un mundo efímero, eso sí: inmediatamente parten hacia el desierto de Atacama, adonde llegan el día 67, después de 4.960 kilómetros.