Marea Editorial

Detrás de los barbijos: historias urgentes para dar testimonio de estos años inolvidables

Siempre es difícil poder tomar perspectiva de un hecho histórico cuando todavía se lo está transitando. Por eso los testimonios de época son claves, como un baúl que podremos volver a abrir en los próximos años para recordar cómo fue vivir en pandemia.

 

Un testimonio esencial de estos años inolvidables será Detrás de los barbijos (Curar y cuidar en la pandemia. Crónicas del personal de salud), el libro que acaba de publicar Marea Editorial (Colección Historia Urgente), escrito por la periodista Celeste del Bianco, la médica internista Eugenia Traverso Vior y José María Malvido, jefe de la Unidad de Infectología y Control de Infecciones del Hospital Dr. Alberto Balestrini. Una contribución a la memoria colectiva de un período difícil de comprender. A continuación, extractos de los relatos de Celeste, Eugenia y José María, en ese orden, anclados en julio y agosto de este año, viendo las olas pasar.

 

Esquirlas

Noelia Balla trabaja las secuelas que el Covid-19 deja en los pulmones. Los ve inflamados, con infiltrados bilaterales que persisten, con cicatrices por fibrosis. Es jefa de Neumonología del Hospital de la Baxada de Paraná, Entre Ríos. Está en internación y en el consultorio post Covid. Allí atiende a pacientes con esquirlas del virus en el corazón, los pulmones, los músculos. Gente que durante meses sigue con tratamiento para volver a respirar.

Pero Noelia Balla también sabe de otras secuelas, las esquirlas del virus que no muestran las radiografías. Todavía recuerda esa mañana en el consultorio cuando el pecho le empezó a latir fuerte, la respiración se le aceleró y lloró con fuerza. No pudo seguir atendiendo. Cerró la puerta y continuó llorando. Los ataques de pánico se hicieron recurrentes después de la segunda vez que transitó el coronavirus. La primera, cuando la pandemia recién arrancaba, fue leve. La segunda, a fines de 2020, llegó con fuerza. Se aisló con su marido y su bebé de un año. Organizó todo para que su familia siguiera funcionando en caso de una internación o, peor, de su propia muerte. Recordó pacientes a los que tuvo que avisarles que su madre y su padre habían fallecido, recordó a compañeros y compañeras que también habían muerto. Como sedimentos que se acumulan y generan rocas, esas imágenes se depositaban una arriba de otra en su mente. Ahora ya no trabaja tantas horas, ni en el sector público ni en el privado. Tampoco hace guardias todos los fines de semana. Prefiere viajar una vez por semana al interior de la provincia, recorrer 250 kilómetros hasta Federación y otros 280 hasta Villaguay, para atender en zonas con menos recursos humanos. Dice que los sueldos son muy malos, que los bonos irrisorios, pero que prefiere preservar su salud mental.

“Bajé horas del trabajo y estoy en tratamiento con mi psicóloga y mi psiquiatra, como para poder seguir ofreciendo una buena atención médica, porque uno está con un paciente, tiene una vida a cargo, entonces debe estar muy lúcido, muy consciente, muy preparado”, dice.

También piensa en su mamá, que le cuidó el bebé todos estos meses. “Ya estamos repodridos de aislarnos”, le confió un día. Piensa en esas personas recuperadas que llegaban a su consultorio y le contaban que habían perdido a algún familiar. Piensa en las radiografías, las historias médicas y en los meses que llevará revertir las secuelas.

Lo que queda

Estamos a mediados de agosto y ya todo es diferente. Se nota en las calles, se nota en las guardias, se nota en las salas de internación, en muchas instituciones educativas que reiniciaron las clases sin burbujas y con horario completo, y otras que de a poco van extendiendo horarios y planeando cómo regresar a la nueva cotidianidad. Lxs vacunadxs con dos dosis ya llegan casi a los diez millones y otros veinticinco esperan.

Mientras tanto, se sigue temiendo la transmisión comunitaria de la variante Delta que ya ingresó al país. En California se habla de la variante Lambda y su posible resistencia a las vacunas. De nuevo el miedo a una tercera ola. De nuevo incertidumbre. Pero no es la misma incertidumbre de hace unos meses. Sentimos que pasó lo peor, no podemos imaginarnos un escenario más tremendo que el que ya tuvimos. No queremos. No tenemos resto para una nueva ola con las características de la última. Yo no lo tengo.

Marzo de 2020 me parece que fue hace mucho tiempo. Arrancamos el aislamiento sin usar barbijos y preparándonos para lo que temíamos que podía pasar, pero en realidad no teníamos idea de cómo iba a ser. Nos probábamos máscaras hechas con impresoras 3D que nos donaban de diferentes lugares y nos sacábamos fotos sonrientes con ellas. Hacíamos charlas para aprender la colocación del equipo de protección personal, leíamos artículos que llegaban de las revistas más destacadas de medicina del mundo y esperábamos a los primeros pacientes Covid-19 con cierto grado de excitación y ansiedad. Veíamos noticias que llegaban de Europa y parecían imágenes dantescas que lejos estaban de nuestra realidad. Y empezaron a llegar los pacientes infectados. Y con ellos el caos. Los miedos de muchxs trabajadorxs, los escraches, las ausencias, las avivadas, los aislamientos, el alcohol en gel que nunca era suficiente, las distancias, los síntomas, la paranoia, los hisopados, los contagios. Toda nuestra vida se limitó a danzar alrededor de este virus desconocido. Empezó a dominar todos los minutos de nuestros 215 días y a modificarlos. Y con el correr de los meses nos empezó a dejar secuelas. Y no hablo solo de las secuelas que pueden quedar después de haber estado infectadx. Hablo también de las secuelas del aislamiento. Y muchas de esas tampoco son de corto plazo.

Esta pandemia me dejó marcas que ya no se van a ir. Marcas que se ven y otras que no tanto, pero se sienten. Un cansancio físico y mental extremo. El encontrarme con la muerte sintiéndola casi como un fracaso personal, aún comprendiendo que no lo era. Reafirmé la necesidad imperiosa de empatizar con el paciente y su entorno, de acompañar, de no soltar la mano, de intentar tener la palabra justa o el silencio oportuno. Intenté no privarme de los sentimientos que me brotaban: de llorar, aunque no pareciese el momento más pertinente, de putear si no podía actuar con calma, de reírme a pesar de que fuese en una situación incómoda.

Creo que todavía no llegamos a ser conscientes de lo que significó a nivel físico y emocional todo esto para lxs que estuvimos en lo que vulgarmente llamamos “la trinchera”. A veces pensamos que salimos del hospital y llegamos a casa y cambiamos el chip, pero no. Seguramente ningunx de nosotrxs pudo hacerlo. Y nuestro entorno, ajeno a nuestra profesión, nuestro cable a tierra, nuestro sostén, siguió siendo nuestro cable a tierra y nuestro sostén, pero también sufrió las consecuencias de nuestro burnout.

Hace unos meses empecé a sacar fotos para acompañar las historias de mi compañero José María, porque las fotos también dicen mucho y mirar la vida a través de un lente siempre fue algo que me dio placer. Encontrar momentos de placer en medio de una pandemia no es poca cosa. Después entendí que había historias que necesitaba exteriorizar, que era mejor que no me las guardara. Tal vez para disipar un poco la angustia, pero también para compartir los momentos de risas esperanzadoras.

Es incontable todo lo que nos está dejando esta pandemia. No sé cuándo vamos a ser verdaderamente conscientes de todo lo que nos deja. Entre tantas cosas, quedan los recuerdos de los que no resistieron, despedidas en soledad, quedan pulmones agobiados, alteraciones del olfato, del sueño. Quedan nuevos anticuerpos, fotos de festejos por videollamada, negocios cerrados, quedan clases armadas para dar online, cervicales cansadas por horas y horas de home office, quedan niñxs sin haber compartido días de jardín con sus amiguitxs, festejos de egresados truncos, alumnxs que ya están en segundo año de la universidad sin haber conocido siquiera una de sus aulas. Quedan también formas de reinventarse, nuevas actividades, reencuentros, esperanza. Quedan miles de historias detrás de los barbijos.
 

Escribir, soltar, respirar y volver a ponerse el barbijo

Este diario empezó como un ejercicio de escribir para soltar. Pasaron días de desesperación por la falta de insumos, por la falta de tratamientos, por la falta de aire de nuestro primer compañero cerca de la muerte. Pasó la muerte y se llevó caras e historias, se llevó gente y a su gente. Pasaron miles de cofias y camisolines, escraches, meses sin ver a nuestra familia, noches de insomnio, celulares que no aguantaron, compañeros que no aguantaron, pulmones que no aguantaron, negocios que no resistieron, residentes que se enfermaron y estaban lejos de sus seres amados. Pasaron abrazos no dados de quienes se aman y días sin contacto, y contactos estrechos, y vacunas y antivacunas, y camas calientes y morgues frías.

Pasaron equipos trabajando en equipo con gente que se trató mal para tratar de tratar bien, y cada día, cada vez que soltamos, necesitamos volver a llenarnos de oxígeno, porque al otro día todo sigue, y qué bueno que todo se desparrame por ahí (todo ese amor y sentimiento colectivo solidario), y qué bueno que estemos llenos de cuerpos buscando sus anticuerpos. «

¿Se celebra con no vacunados?

Con la tercera ola a pleno en la Argentina y Ómicron expendiéndose, se sabe que las reuniones familiares y encuentros sociales potencian la suba de contagios. A diferencia de las fiestas de hace un año, ahora hay vacunas. Pero la negativa de millones de personas a inmunizarse o colocarse la segunda dosis, genera nuevas discusiones y rispideces. Qué hacer con los no vacunados al momento de juntarnos para el brindis.
“Enfrentamos un aumento exponencial en el número de contagios. Los contagios sólo ocurren cuando estamos a menos de dos metros de distancia, no usamos barbijo o estamos en ambientes cerrados sin ventilación. Todas estas condiciones se van a dar durante las reuniones por las fiestas. Una persona no vacunada debería ser excluida porque expone a los demás y se pone en riesgo a sí mismo”, dice, tajante, Arnaldo Dubin, médico intensivista e integrante de la Sociedad Argentina de Terapia Intensiva (SATI).


“Evitar reuniones familiares con no vacunados es imposible. Si se sabe que hay algún no vacunado, hay que hacer la reunión al aire libre, con distancia, usar barbijo. Y que todos sean conscientes de que si hay un infectado, el que va a estar más en riesgo es el no vacunado. No es una discriminación a esa persona, en realidad se la está protegiendo”, define Guillermo Docena, especialista en inmunología del Conicet, al frente del equipo que desarrolla la vacuna de la Universidad Nacional de La Plata. Mario Lozano, virólogo molecular y ex rector de la Universidad Nacional de Quilmes, explica que con las nuevas cepas «las personas vacunadas dejan de ser una coraza protectora para las personas no vacunadas porque si se pueden contagiar pueden contagiar a otros. Pensar en no reunirnos es irreal, pero hay que transmitir fuertemente que el riesgo lo tienen las personas no vacunadas”.


Leda Guzzi, de la Sociedad Argentina de Infectología (SADI), grafica: “los abrazos tienen que ser con barbijo, sin lugar a dudas”. Y la intensivista Carina Balasini, de la UTI del Hospital Pirovano y miembro de la SATI, agrega otra sugerencia: “si van a reunirse, tratar de hacerlo con los más allegados. No con todo el mundo. En este momento, con una ola subiendo, sería importante que cuando se reúnan no haya mucha gente”.
¿Y si alguien está resfriado? “Si tenés dolor de garganta, tos, no vayas. Es una falta de respeto. Vas a exponer al resto. Tendrías que hisoparte y aislarte hasta saber el resultado –remarca Balasini–. Uno tiene que aprender que no es indispensable. El que se siente mal, se queda en su casa. Porque terminás siendo un arma que va contagiando y puede matar a otras personas».