“Evita fue una feminista transgresora, que puso una dirección emocional femenina en la política que hasta entonces no existía”, escribe la autora argentina Libertad Demitrópulos (1922-1998) en Eva Perón, una biografía novelada de la política y actriz y primera dama argentina durante la presidencia de Juan Domingo Perón entre 1946 y 1952.
Recordada principalmente por su novela Río de las congojas, así como por un estilo que resalta las voces de los marginados, los humildes, los bastardos y las mujeres, Demitrópulos rescata la identificación de Evita con las clases populares y principalmente con las mujeres.
“Siempre que pienso en Libertad me imagino una muchacha muy joven en su Jujuy natal, con ocho operaciones al corazón por la fiebre reumática que padecía y de todas formas, recibida de maestra a los dieciocho años, recorriendo los ingenios, alfabetizando, renacida con la fuerza de las que tienen la vista siempre puesta en los más oprimidos de estas tierras, para que de tanto verlos sufrir y escuchar sus historias y anhelos, algo nazca en un lugar muy profundo, adentro de ella”, escribió sobre Demitrópulos la autora de Cometierra, Dolores Reyes.
En Eva Perón, publicado originalmente en 1984 y ahora reeditado por Marea, Libertad Demitrópulos utiliza documentos, testimonios y giros ficcionales para contar la transición de la joven Eva Duarte de pueblo a la actriz de la gran ciudad, primero, y a la Evita de la política y del compromiso social con los trabajadores.
Una noche
Noche. Llueve. En el barrio de latas o de apenas algunos raleados ladrillos, la oscuridad envuelve todo. Adentro de una de esas habitaciones débilmente iluminada por un velón, un hombre se debate entre la vida y la muerte atacado por una hemorragia estomacal. Grandes vómitos de sangre lo van deteriorando. Su mujer llora en silencio, impotente.
¿Qué podía hacer? ¿Con quién dejaría los hijos que, llorosos, miraban ese cuadro? ¿Cómo arrastraría al hombre bajo la lluvia, entre el barro y la oscuridad? Los sollozos se apagan y renacen. ¡Si pudiera llamar por teléfono y pedir una ambulancia! Pero había un teléfono a más de diez cuadras en el almacén y no se atrevía a dejar a su marido en ese estado. Y aunque lograra llegar hasta allí sabía que la ambulancia no tomaría el pedido por no atravesar esas infernales calles de barro.
Llora la mujer y a la luz de la vela se le distingue un gesto de resignación, cuando se oye llamar a la puerta. Es un compañero de trabajo del enfermo que viene a averiguar sobre su estado de salud. La vista del cuadro lo sacude. Hacía unos tres días estuvo para traerle unos pesos y acompañar al enfermo y ahora lo encontraba en ese estado.
Rápidamente el amigo toma una determinación: transportar sobre sus hombros al enfermo. Corre la mujer de un lado para el otro, lo arropa, recomienda al hijo mayor (siete años) el cuidado de los otros, echa llave a la puerta y abordan la intemperie.
Entre el barro, sorteando las caídas, arrastrando al enfermo que desfallece, al amigo le parece que una cuadra es como recorrer el infinito. ¿No sería su impulso una imprudencia irremediable? ¿Y si volvieran? ¿No era eso entregarlo a la muerte?
La mujer se pegaba al cuerpo del marido haciendo más pesado el desplazamiento. En su afán de ayudar, obstaculizaba. Por dos veces los fuertes brazos del amigo estuvieron a punto de ser vencidos por el peso del cuerpo atravesado de dolor.
De pronto esa atroz calle de un barrio pobre de Avellaneda es iluminada por los potentes faros de un auto que se aproximaba. ¿Quién podía andar a esas horas y en el barrial? Los autos no andaban en esa calle ni siquiera en pleno día. Era extraño; más bien increíble.
Pero el coche ha llegado hasta ellos y una voz de mujer, clara y vibrante, dice:
–Si es un enfermo, suba rápido.
Se acercan. Agradecen. Sí, necesitamos urgente atención para este enfermo que se muere: una úlcera perforada. La esposa agrega:
–No tenemos a dónde llevarlo; no tenemos recomendación para algún hospital.
Del coche baja una joven, se ve a la luz de los faros que es bella y que está vestida con elegancia. Ayudó a subir a los tres.
–No se preocupen, yo conozco a un médico de un hospital. Vamos allá.
Y dio la orden al chofer del taxi –porque resultó ser un taxi el coche aparecido– para que los llevara lo más rápidamente posible a un hospital de la ciudad de Buenos Aires.
En el trayecto la mujer del enfermo iba llorando al ver a su marido entrar en la inconsciencia y al recordar a los tres niños que habían quedado solos en la villa.
–¿Sufre usted? –preguntó la joven. Y le tendió su mano y la abrazaba.
Llegados al hospital bajó primero la joven, rápidamente, y le dijo al portero que buscaba al doctor Martín. “Está en la guardia”, dijo el portero.
–Dígale que Eva Duarte trae un enfermo grave.
Ahí supieron su nombre. Cuando apareció el médico ella conversó sobre la situación y, ante la amenaza del “no tenemos cama”, ella dijo:
–Ah no, a este enfermo me lo tenés que internar; buscale cama de donde sea, despachá a alguno no tan necesitado o buscate una de un vecino, pero lo tenés que atender si no me muero.
–Va a necesitar operación de urgencia –dijo el médico después de un rápido examen–. ¡Ah, Evita, quién pudiera ser uno de tus protegidos!
Solucionado el asunto de la internación, el enfermo fue operado y empezó una lenta recuperación. Después de pasar la noche acompañando al amigo y a la esposa, siendo ya el otro día, Eva dijo que tenía que irse porque estaba filmando una película y tenía que presentarse a trabajar. “Vendré más tarde”, dijo.
Diariamente estuvo yendo al hospital a interiorizarse de la evolución y a acompañar al enfermo. Llevaba remedios y comida para la mujer y los chicos. El amigo era un obrero ferroviario que trabajaba en los talleres de Remedios de Escalada y como la mayoría de los trabajadores de este gremio era un anarco-sindicalista descreído y escéptico.
Eva Duarte y el obrero se hicieron amigos, conversaron mucho sobre la situación política del país del que Eva tenía ideas ya muy claras y a partir de entonces la vida que los había acercado los hizo actuar en muchas circunstancias críticas para ellos y la Patria, hasta que finalmente los separó con la muerte de ella once años después.
La niña vino al mundo en un pueblo con dos nombres: General Viamonte, nombre de la estación ferroviaria, y Los Toldos, el del pueblito, extendido sobre tierras que en otros tiempos fueron del cacique Coliqueo. Una estación por donde llegar o irse, un correo, un Banco de la Nación, la Escuela Urbana No 1, chacras y estancias cuyos dueños residían en Buenos Aires y algunas viviendas de gente aquerenciada con la tierra. A la entrada del pueblo vivía doña Juana Ibarguren, la madre, con sus tres hijas mujeres: Elisa, Blanc y Erminda y un varón que era su orgullo: Juan. El 7 de mayo de 1919 nació la menor de todos ellos, María Eva, con lo que doña Juana sumaba cinco hijos para alegrarle la casa.
El padre era Juan Duarte, conocido hacendado de la zona, hombre misterioso que un día –teniendo Eva unos seis o siete años– falleció en un accidente automovilístico. Vienen y le avisan de la desgracia a doña Juana quien prepara a sus cachorros y sale con ellos para Chivilcoy donde velaban al padre de sus hijos. Allí la vida la esperaba para asestarle otro golpe: como Juan Duarte era casado, la familia legítima no le permite entrar a ella ni a sus hijos.
Doña Juana saca fuerzas de flaquezas, recrimina, llora, levanta la voz y reclama su derecho. Las dos familias se enfrentan. Al dolor se suma el chismorreo. Acusaciones. Escándalo. Finalmente intervienen voces serenas que persuaden, morigeran, pacifican los espíritus y a doña Juana se le permite que con sus hijos pueda acercarse al féretro y acompañarlo a su última morada.
Es así que a Eva alguien la levanta y la aproxima al rostro de su padre para un beso de despedida. Después ella también marcha con sus pasitos cortos detrás del cortejo hasta que todos van subiendo a sus coches y ella con su madre y hermanos queda a pie en el camino al cementerio.
Con cinco hijos, doña Juana siente que la vida se hace difícil. Ya no recibe el apoyo del compañero y recibe en cambio la maledicencia de la gente. Penosamente van pasando los años. Consigue ubicar a Elisa en un puesto en el correo de Los Toldos. Es una ayuda.
Hasta que, finalmente y sin darse por vencida, resuelve mudarse a Junín. En medio de la pampa bonaerense, Junín era una ciudad pujante. Con su Escuela Normal, dos clubes, el Sarmiento y el Club Inglés donde la juventud practicaba deportes, con sus avenidas anchas y asfaltadas y no de tierra como las de Los Toldos.
Eran los tiempos todavía presentes de Firpo y del gran Jack Dempsey. Época romántica, aún se bailaba el vals; las jovencitas que daban la vuelta del perro por la calle Rivadavia se cortaban la melena con gran escándalo de la familia y del pueblo. Tiempos de los cortes a la “garçon”; del charleston y en las pantallas de los cines hacían furor Douglas Fairbanks, Mary Pickford, Greta Garbo y Marlene Dietrich. Pero eran tiempos difíciles, de apretarse el cinturón.
Junín era un centro ferroviario importante y en sus talleres se desarrollaba intensa actividad. En el galpón de máquinas trabajaban hombres de toda laya: seudomatones, aspirantes a cafishios, malevos en potencia, ideólogos y filósofos, lectores de Schopenhauer, de Kant y de Marx.
Pocos años antes Junín fue el centro de una huelga que había logrado algún éxito como fue conseguir el primer escalafón obrero aprobado por el gobierno nacional y que correspondió al personal de foguistas y maquinistas.
Al llegar a Junín con su familia desde Los Toldos, doña Juana estaba sumándose imperceptiblemente al camino que iban realizando grupos humanos en su marcha a los centros urbanos, esos éxodos por etapas que hacía el hombre argentino hasta llegar a la metrópoli. Allí, en Junín, las mujeres y los jóvenes podían leer el Mundo Argentino y recrearse con las notas mundanas de fiestas y agasajos cuyos protagonistas tenían los apellidos de los grandes terratenientes y ganaderos de la zona. La vida pormenorizada de los astros y estrellas del cine, del teatro nacional y de la incipiente radio, podían leerse en Sintonía, Caras y Caretas y El Hogar.
Carlos Aloé, que trabajó en los talleres ferroviarios de Junín en los años de la niñez de Eva Duarte, dice que las agitaciones gremiales eran por esa época intensas. Admite que tenía por compañeros a muchos anarcosindicalistas, radicales, y en menor grado socialistas. Pero las luchas gremiales se circunscribían –dice– dentro del ambiente ferroviario al reconocimiento de la organización gremial.
En esa época sólo estaba reconocida La Fraternidad, sociedad de maquinistas y foguistas exclusivamente, donde los aspirantes y enganchados no tenían cabida. Más tarde la Unión Ferroviaria obtiene personería gremial. El mismo Aloé admite que “eran tiempos de necesidad y al cinturón había que ajustarlo cada día más. Yo ganaba 88,40 pesos por mes. Con ello tenía que pagarme la pensión y... fumar; otra cosa era imposible. Me salvaba la situación algún peso que de vez en cuando me hacía llegar mi santa madre, amén de la ropa”.
Eva era una niña retraída y muy tímida y no cabe duda que la circunstancia del enfrentamiento a tan pequeña edad con la muerte del padre y con la familia legítima que la humillara junto a su madre y hermanos fue un hecho decisivo en su vida, por los sentimientos que de golpe se le presentaron.
“Desde que yo me acuerdo –dice y éste es su primer recuerdo– cada injusticia me hace doler el alma como si me clavasen algo en ella. De cada edad guardo el recuerdo de alguna injusticia que me sublevó desgarrándome íntimamente”.
Muchos años después Eva Duarte siendo ya Eva Perón explica su vida y para ello tiene que ir a buscar en sus primeros años los primeros sentimientos que hacen razonable o, por lo menos, explicable, su transformación en una revolucionaria. “He hallado en mi corazón un sentimiento fundamental que domina desde allí, en forma total, mi espíritu y mi vida: ese sentimiento es mi indignación frente a la injusticia”.