Escapar, a veces, puede ser la única opción para sobrevivir. Incluso cuando el viaje a emprender acarrea tantos peligros como quedarse. Esta es la historia de millones de migrantes africanos que hacen lo imposible para buscar un futuro mejor lejos de su hogar.
“Los habitantes del ex Congo belga tienen una esperanza de vida de 60 años, un Estado débil y una economía saqueada. ¿Por qué no arriesgarse a huir de esa nación acribillada por las guerras civiles, con 4,5 millones de desplazados?”, se pregunta el escritor, periodista y documentalista argentino Ricardo Robins en su nuevo libro, El polizón y el capitán.
Publicado por Marea Editorial, este libro es una investigación acerca de los nuevos migrantes que llegan a la Argentina desde África en condiciones inhumanas. El autor parte de dos historias reales para crear una crónica brutal y desgarradora que se lleva a cabo en un “espacio pre-político, entre Tanzania, Congo, Islas Marshall y Argentina, un no lugar sin ley, sin castigo y sin redención”.
Bernard huye de África escondido en un conducto de aire acondicionado de menos de un metro y medio dentro de un buque tanque. Junto a él, su amigo John se queja, llora y sufre de hambre al punto de preferir que lo arrojen al mar. Después de dejar su pasado atrás, para estos dos polizones el destino es una incógnita. Desde el Congo, el capitán rumano Florin Filip está por zarpar, pero antes ordena revisar cada rincón del barco en busca de polizones, pero navegando rumbo a la Argentina hará un hallazgo sin retorno.
Así empieza “El polizón y el capitán”
Hay que aguantar. Hay que aguantar. El mantra de Bernard Joseph cae como una gota de agua sobre la frente. No hay metáfora cuando la lluvia se filtra por el techo de esa sala oscura donde está la chimenea, en la parte más alta del buque. Ahora es de noche, la primera noche, pero todo empezó a la madrugada.
Viajar como polizón hacia otros mundos surgió como una avalancha. Su vida debía cambiar y rápido. Había dejado su casa de Tanzania a los 19 años y los meses que pasaron nada salió como lo esperaba. No podía seguir viviendo en la calle. Bernard dijo vamos y John, su compañero en las noches hostiles del viaducto, se sumó. Salieron sin más equipaje que una manzana verde para cada uno, medio litro de agua y una bolsa con glucosa en polvo para calmar el hambre. Cerca de las 3 de la madrugada, cuando empezaron la fuga de África, ni siquiera sabían si lograrían colarse en algún barco.
La barrera inicial fue la pared del puerto. Bernard y John la saltaron y vieron a un gigante de acero en uno de los muelles. Eligieron el área de embarque de los petroleros. La parte donde se cargan las frutas tiene muchos controles y se cuidan de los invasores. La de contenedores es muy peligrosa, no hay pasillos por donde esconderse y muchos jóvenes que lo intentan terminan muertos o aplastados. Bernard apostó a un buque tanque, como le dicen a los que transportan combustible.
Notó la bandera amarilla y la altura del mar sobre la línea de flotación. Dos señales de que ya estaba cargado y listo para salir. Podían tener dos o tres días de espera pero no más que eso. Él había aprendido esos pocos datos útiles en algunos trabajos aislados que hizo en el puerto y sobre todo con las historias de polizones que contaban sus compañeros. Igual, no había mucho más para pensar. Aprovecharon que no había guardias en el muelle y corrieron.
Se metieron entre los hierros. Vieron las luces prendidas en la zona de camarotes pero no había nadie en los pasillos. Subieron una escalera y después otra. Treparon hasta el piso más alto de la popa. Vieron una puerta de una habitación algo alejada del resto. El último rincón del viejo mundo, o el primero del nuevo.
Cuando entraron una máquina estaba encendida y latía de fondo. Fuuu. A un costado, la chimenea. Un hueco les permitió meterse detrás del equipo de aire de un metro y medio de alto que no paraba de sonar. Fuuuu. Apenas había lugar para sentarse en cuclillas. Rodillas al pecho. Fuuuuu. Los ojos blancos flotando en esa habitación húmeda. Los cuerpos tímidos y toscos. El metro ochenta y pico y los 85 kilos de Bernard como un ovillo, un caracol temeroso. La adrenalina bajó.
Lo hicimos, pensó Bernard. Se lo dijo a John, también de Tanzania y un año menor que él. Habló bajito, para no ser escuchado.
–Kitu Na Box.
Esperaron. Pura ansiedad. La cabeza no da órdenes en esos momentos. Es un mar revuelto de emociones que en el fondo se reduce a directivas mínimas: no te muevas, no hables, no hagas nada. Se piensa con las tripas. De pronto, la puerta se abrió y descubrieron que hay distintas clases de frío. El del invierno africano que se cuela por debajo de la puerta, se envuelve con el que baja del techo perforado y el del equipo de aire; y también está el frío caliente que sube por el interior de la espalda y paraliza todo.
Alguien que ellos no llegaron a ver se asomó en la pieza pero no revisó en la parte de atrás, entre la máquina y la chimenea. Se fue. Al rato, algo se movió. Todo se movió y el barco zarpó. Los cálculos de Bernard no fallaron.
Una alegría tensa los inundó. No una felicidad; apenas una gracia. Un estado de alerta que termina para que empiece otro nuevo, igual de desconocido.
La luz que asomaba desde el techo los fue dejando. Empezó a llover.
Hay que aguantar. Fuuuuuu. Hay que aguantar. Fuuuuuuu.
El capitán del RM Power, Florin Filip, da la orden de zarpar del puerto de Matadi, en la República Democrática del Congo, este miércoles 3 de julio. Ya descargó las 19 mil toneladas de arroz y completó las planillas. Antes de partir, encarga a su tripulación revisar que no haya intrusos escondidos en el buque. La misión la toma el primer oficial Robert Racovita. Los dos son de Constanza, la ciudad rumana que mira al mar Negro. El capitán tiene 55 años y le lleva casi 20 a su segundo. Se conocen, ya trabajaron juntos.
El mediodía pasa. Racovita y el marinero de primera Vicente Siguan encuentran a dos jóvenes en el castillo de proa. El puerto es un hormiguero de containers que suben y bajan de otros barcos. Un oasis de actividad económica enclavado en un país condenado, pobre entre los pobres del mundo. Ese contraste implica un alto riesgo de polizones para los buques comerciales. Los marineros lo saben, los capitanes lo saben y los dueños de las compañías lo saben.
Los habitantes del ex Congo belga tienen una esperanza de vida de 60 años, un Estado débil y una economía saqueada. ¿Por qué no arriesgarse a huir de esa nación acribillada por las guerras civiles, con 4,5 millones de desplazados?
La ciudad de Matadi fue fundada en 1879 por Henry Morton Stanley, un explorador británico del África central. Stanley sirvió al rey Leopoldo II de Bélgica en la explotación del Estado Libre del Congo. Un colega, Richard Burton, describió con precisión sus aptitudes: “Dispara contra los negros como si fueran monos”.
Los polizones que se esconden en los rincones más inhóspitos de los barcos con la ilusión de sobrevivir a un largo viaje saben que hay nuevos Henry Morton Stanley allá afuera. Pero igual lo intentan, de a miles. A Florin Filip le toca actuar como si nada de eso le importara. Denuncia a los dos intrusos hallados en el castillo de proa ante la Policía local. Cuando van a entregarlos, uno de los jóvenes empuja al agente de seguridad, salta desde la escalera de estribor atada al muelle y se escapa.
Un inicio de viaje accidentado. Una mala señal. Como sea, ese ya no es un problema del capitán del RM Power. El buque parte finalmente a las 15.47 con 21 tripulantes oficiales. Deja atrás las colinas de piedra de Matadi y su bandera de las Islas Marshall flamea sobre las aguas caudalosas del Congo, el imponente río que serpentea la selva de África Central hasta morder el océano Atlántico.
Quién es Ricardo Robins
♦ Nació en Rosario, Argentina, en 1980.
♦ Es licenciado en Periodismo por la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Rosario (UNR).
♦ En la actualidad es redactor del diario digital Rosario3 y publica crónicas en la Revista Anfibia, Barullo, diario La Nación y Suma Política, entre otros.
♦ Obtuvo el Premio Gabo 2022, en categoría texto, por el relato de no ficción El polizón y el capitán.