Se sabe desde los primeros registros escritos: se viaja para contar, se asiste a una guerra para dar testimonio de ella. Algo de esa pulsión inmemorial, la de transmitir experiencias límite, domina en Kabul, Bagdad, Teherán, relatos desde los campos de batalla, el reciente libro del periodista Gustavo Sierra, corresponsal de guerra de Clarín desde hace años. Editado por Marea, narra una inmersión en Medio Oriente, en viajes realizados entre 2001, después del atentado contra las Torres Gemelas y la caída del régimen talibán afgano, y este año. Son varias las razones que urgen a la lectura de este libro, que está en el telón de la actual crisis en el Líbano.
Entre sus méritos está el de no traducir lo desconocido a términos conocidos; tampoco lo oscurece con prejuicios propios del occidental. Sus diez crónicas, fechadas en las tres capitales, son indagaciones curiosas de complejas sociedades donde distintos valores y temporalidades coexisten en conflicto, y nos entregan la preciosa sustancia de todo lo que no cabe en un despacho: los contornos de la noticia, la vida que transcurre por fuera del titular y las reflexiones de todo viaje cuando la impresión ha decantado. Al mismo tiempo, pese a su experiencia previa como periodista de CNN, el autor evita el peligro de hacer un noticiero frívolo. En estos relatos nunca se respira la habitual sintaxis tranquilizadora de las grandes cadenas (en la que el periodista entra en la escena y sale casi virgen, porque su participación carece de espesor). Este corresponsal no viaja para quedar intacto; se expone a otra racionalidad, además de a las balas.
Así, en Médicos, resistencia y marines, el lector verá Irak a través de los ojos de un cirujano. Más adelante un reportaje lo acercará al enfermero Faustino Saizar, el porteño emigrado a Los Angeles que acaba como jefe de la sala de emergencias del Hospital 31 de Apoyo de Combate" de Bagdad, y tras años de guerra, los hospitales son centros de la vida cotidiana iraquí. En las antípodas de ese exceso de realidad que son los países periféricos, más aún en Medio Oriente y si emergen de una guerra, visitará ese infierno terreno y limbo legal que es la prisión de la base Guantánamo, en Cuba, donde permanecen 600 detenidos clandestinos y los más de 70 traductores que interpretan careos en 17 lenguas y 9 dialectos, los hablados por la población carcelaria (si se le quitaran las referencias políticas, creería uno estar leyendo una versión de En la colonia penitenciaria de Kafka.)
En un siglo y medio de periodismo en Argentina, sus narrativas rara vez tomaron los rumbos afines de las aventuras y el vitalismo, que suelen dominar el género de las corresponsalías de guerra. Exceptuando el caso de Ignacio Ezcurra, periodista y fotógrafo del diario La Nación muerto en la guerra de Vietnam en 1968, y esa versión bufa de un Nicolás Kasanzew, corresponsal desde las Malvinas fugazmente recobradas, en nuestro país el periodismo descolló más en sus acercamientos a la novela negra y la biografía y sus nombres más destacados han sido Rodolfo Walsh, Paco Urondo y Tomás E. Martínez (sobre todo las piezas de Lugar común la muerte). Cabe mencionar también a María Moreno, con sus brillantes crónicas tamizadas por la crítica.
En este sentido, Kabul, Bagdad, Teherán puede considerarse inaugural en su género. Refleja, asimismo, la radical modernización del periodismo argentino, producida en los años 90 al calor de la revolución digital, la paridad cambiaria y el crecimiento de los medios. En su obra hay guerra y misiles, pero también vida cotidiana y unos ojos avezados.