Una cuestión es la muerte, ese sustantivo eufemístico, descriptivo de un ideal mistificador, adorado por las religiones monoteístas para las cuales constituye una conscripción de socios de mínimo costo y enormes beneficios, pues la naturaleza misma es la proveedora. Otro asunto bien distinto es el fin de la vida, cero romántico, inmistificable, que sucede cuando el aparato anatómico deja de funcionar, se apaga, chau picho, the end. A la primera se le teme en directa proporción a las devociones que haya generado la creencia o superstición, representada por la figura de la Parca —La Huesuda, le decía Juan Gelman—, femenina, encapotada de negro, guadaña en mano, chofer hacia el presunto más allá. Al otro la medicina le llama óbito y la máxima representación en tiempos modernos es el electroencefalograma chato cuya recta línea lleva derecho viejo al hoyo o al horno, según voluntad del usuario (en rigor, de sus deudos, que han de cargar con el ídem), puro y limpio más acá.
Ninguna de ambas contingencias atañe a Luisa Valenzuela (Buenos Aires, 1938) aunque, como a cualquier mortal que no se hace el gil, ambas la interpelan. La primera, con el desdén propio de quien prefiere otros viajes: por la institución de la cultura humana en todo tiempo y lugar, sin desdeñar aeropuertos ni latitudes, por supuesto. El segundo, fin irreductible, fuera de cálculo, frontera del bailongo que nada ni nadie ha de quitar. En esa producción, específica en lo danzante de palabras, está la autora de más de cuarenta volúmenes de narrativa, ensayo, crónica, novelas, microrrelatos, algún inclasificable, ninguno como éste: Los tiempos detenidos.
Título al menos curioso (ya que si el imposible existiera sería detenerla a la Valenzuela), pues el libro relata dos instancias —diría Lacan— éxtimas, en que la intimidad literaria resultó seguir constante. Aún cuando la cruza del H1N1 con una cruel meningitis la dejó postrada en 2010 y La Huesuda apenas se manifestó como un muro de carbón, dejó un susto de la hostia, conjurado a golpe de una vena poética fuera de registro, según confiesa. Más democrática, la segunda vuelta fue durante la pandemia de 2020 que a nadie en el planeta dejó incólume y a la autora le multiplicó su perenne humor patafísico, esa “ciencia de las soluciones imaginarias”.
Crónica solapada de memorial y viceversa, la primera parte explora un paisaje interno, recortado: “Si la morada del ser es el lenguaje y yo digo que se escribe con el cuerpo, al irme de mi cuerpo me fui del lenguaje, o quizá fue a la inversa y nunca podré saberlo”. Para ignorarlo, se enteró de muchas cosas, sin “conciencia de pérdida sino de acumulación”. Diario del despertar, ajeno al letargo, retorna en esas frases encolumnadas que la autora clasifica como poesía por más equidistantes que se encuentren entre la canción étnica y el relato de viaje: “Yo río con aquel que me habilita —me habita— desde el fondo del lago que es la cama, la nada. Y nado por el río y río, y no me hundo por profundo que sea”. Sofisma y zambullida se combinan para actualizar un añoso epitafio tan premonitorio como fallido: “Aquí yace Luisa Valenzuela que tanto pretendió escarbar en el lenguaje, por fin hará algo útil y escarbará en la tierra”. E insiste en forma reiterada: “Vivir es otra cosa”.
A medida que el cuerpo va recuperando a la escritora, transmite (no se sabe bien si el cuerpo o la escritora) al lector lo que emerge en forma de jolgorio montaraz: “Soy loca como una cabra mientras las cabras son solo lo que saben hacer:/ acogedoras, sensatas./ Debo aprender de ellas y dejar de estigmatizarme al divino botón o de señalarme/ con el dedo”. Reconfiguración cerebral mediante las fichas (siendo letras que declinan y conjugan) se sitúan en nuevos lugares como condición a fin de continuar el juego, Los tiempos… ingresan en el Entretiempo —un subtítulo—: “Tengo un oso hibernando en las más profundas cavernas de mi mente. No sé qué será de mí cuando despierte el oso. Tampoco sé si ese mí seguirá siendo yo o será el oso”.
Salto en largo de una decena de años para ir a parar al preservativo y obligatorio aislamiento asocial de 2020. Valenzuela más Luisa que nunca, conserva la rara subjetividad para tornar su casa, su jardín, en un Nuevo Mundo letrado: “Salga pato o gallareta sin hacerse la croqueta, navegar hacia el disparate total y qué importa. Lo que se busca es la libertad, ir aflojando la mano, liberando venenos”. Así lo hace con sus pócimas narrativas de exquisito sabor, con todo el tiempo del mundo y las ganas que van y vienen. Estados de ánimo, factor casi humano, alborotan el avispero. Resiliencia mata melancolía, las evocaciones paren una sucesión de microrrelatos y cuentos patafísicos, capaces de versionar la historia de Caperucita restringida a vocal única: “Yo, honroso Jopo Rojo, por lo pronto tomo bolso, pongo oporto, locro con pocos porotos, pork chops, pororó. Lo porto for chozno Otto. Troto por bosco todo orondo, cojo hongos —coloco no bolso— corto flor —coloco—, sorbo cocos. Bosco hosco con monos, loros, osos. Con chorro horroroso. Corro, corro… ¡Socorro! ¡Lobo!”
No todo es consciente delirio, desparramo calculado. Valenzuela encara con furor a antivacunas, terraplanistas y demás fascismos de ocasión. Cree necesario situarse en alta voz: “Soy una escritora política, a mi manera muy poco específica. Creo que cada elección que hacemos, cada causa que defendemos, es política. No hubiera dicho esto cuando escribía mis primeras ficciones, pero ahora entiendo que no se trata de pertenecer a un partido o de abrazar un dogma, sino de una forma de vivir, de entender el mundo. De leer el mundo, de luchar, por ejemplo —en la actualidad—, contra el neoliberalismo, el capitalismo salvaje, las fake news, las posverdades”. El lector ya ha caído en la cuenta páginas atrás cuánta cuestión de la polis bulle en esos textos pletóricos de diversidad. Emerge entrelazada en proyecciones provenientes del pasado, recobradas hoy con otras significaciones, algunas confesionales: “En los años ’60 descubrí Hallowee’en en mis lecturas y la noche del 31 de octubre celebrábamos con amigues, tratando de pescar con la boca una manzana flotando en un tacho de agua para luego mirarnos en la semi penumbra al espejo y ver allí reflejado el rostro de quien habría de amarnos toda la vida. En una de esas ocasiones —cómo olvidarlo— Rodolfo Walsh, el inolvidable Rudy, espió a mis espaldas para aparecer en el espejo. No habría sido mal proyecto, pero se disolvió en el tiempo como tantos”.
Con Los tiempos detenidos, Luisa Valenzuela descerraja más de dos centenares de páginas donde la aventura de una prosa develadora, advierte, prima sobre cualquier catarsis. Encuentra el filón del coraje en el socavón negro del estado de coma y le pone el punto seguido a cielo abierto. Rara avis en su literatura, siempre delicada, chacotera, sutil, exquisita.