¿Qué significa hacer periodismo en el siglo XXI? O mejor: ¿qué deberían significar ese concepto y esa práctica? Como tantas otras preguntas que nos hacemos en estos días, sobre tantas otras cosas, estas inquietudes vuelven evidente que habitamos un cambio de época. Una suerte de tránsito hacia el upside down en el que la conectividad, las redes, la construcción de comunidades y las nuevas vías de participación del público constituyen, apenas, manifestaciones de superficie, tan auspiciosas como accesorias a las verdaderas reglas del juego.
Lo esencial, en cambio, aquello que está en la base de lo que se presenta como el horizonte de una convivencia más democrática, solidaria y colectiva, parece responder a otro tipo de mecanismo.
En conjunción con el surgimiento de los mega-monopolios, el cierre masivo de empresas, la pérdida de puestos de trabajo y el auge de las prácticas de desinformación, la clave de la nueva era es el triunfo de la lógica del lucro –o bien, de la supremacía del click– como máximo criterio de construcción y organización de las noticias.
De hecho, es desde el epicentro de esa lógica de donde emergen, como los Kaijus de Pacific Rim, las dos modalidades más recurrentes del periodismo mainstream del siglo XXI.
El mexicano Juan Villoro bautizó a la primera como “periodismo selfie”, en referencia al narrador que habla de sí mismo antes que de los hechos y que cree que escribir en primera persona es escribir “sobre” la primera persona.
Estrechamente ligada a ese registro narcisista, la segunda remite a la voz del colega que no habla para su público, sino que es hablado por el público. Es decir, el periodista que apunta a la identificación emocional con la audiencia ultra ideologizada y que, por ello, recurre a las entonaciones y a los enfoques que sintonizan con aquello que el público espera recibir como moneda de cambio.
Así, ambas modalidades confluyen a veces al unísono, en una suerte de retorno al lenguaje de las certezas y de la presunta objetividad, allí donde ya no queda nada por discutir, porque la interpretación de los hechos está de antemano prescripta, y donde la lógica del lucro impone la identificación a ultranza con la audiencia como recurso de eficacia económica, como estrategia de comercio en el altar del rating.
En contra de esta tendencia, sin embargo, existen otras corrientes que rescatan lo mejor de la tradición periodística hispanoamericana: el ejercicio de narrar a contrapelo con el propósito de descubrir nuevos enfoques allí donde sólo parece haber lugar para los estereotipos, la estridencia y la polarización.
La periodista y docente María Angulo Egea, profesora de la Universidad de Zaragoza, investiga desde hace años las características de estas formas otras de hacer periodismo. Crónica y mirada (2013, Libros del KO) e Inmersiones. Crónica de viajes y periodismo encubierto (2017, Universidad de Barcelona) funcionan en buena medida como talleres de escritura.
En sus análisis, la autora identifica las estrategias con que ciertos cronistas, desde el siglo XIX en adelante, intervienen en los acontecimientos no con el propósito de elaborar interpretaciones concluyentes sobre los hechos sociales, sino con el fin de reconocer, en lo que parece evidente, aquello que desafía nuestra percepción.
Criaturas fenomenales (2023, Editorial Marea), antología compilada por Angulo Egea y Marcela Aguilar Guzmán, representa otro capítulo de esa búsqueda. El libro reúne crónicas de más de veinte mujeres periodistas hispanoamericanas, nacidas a partir de la década de 1980, cuyos lazos en común trascienden tanto la condición de género como las historias y la lengua compartidas.
Por un lado, se trata de voces en las que el cruce entre los registros del ensayo, la ficción y el periodismo –rasgo que distingue a la tradición testimonial de la crónica hispana– se complementa con recursos como el collage, la performance, la oralidad mestiza, la poesía y la autobiografía.
Por otro, el interés de las autoras por retratar las desigualdades que afectan a la región, en especial aquellas que remiten a las múltiples formas de violencia ejercidas contra las mujeres, se expresa a través de lo que puede denominarse como el deseo de intervenir desde un lugar menor. Es decir, desde el deseo de abrir el micrófono para que sean sus fuentes –esos otros y otras que protagonizan los hechos– quienes se expresen en sus propios términos, lejos de la mediación de los juicios morales con que el periodismo mainstream distingue entre ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda, sujetos peligrosos y sujetos civilizados, vidas que merecen prensa y otras que ni siquiera merecen llanto, compasión y empatía.
Se trata, en definitiva, de crónicas en las que la política y la literatura se superponen a partir de la descripción de aquello que Josefina Ludmer definía como “las tretas del débil”, en referencia a las tácticas mediante las cuales somos capaces de resistir los dictados del poder y que, en ocasiones, incluso nos permiten emplear a nuestro favor las reglas del statu quo.
Con la injusticia que supone toda síntesis, ese es el eje narrativo de textos como “El disfraz del Che”, de June Fernández, y “La cazadora de Facebook”, de Arelis Uribe.
La primera reconstruye la historia de Irina Echeverría, una activista trans nicaragüense que militó en el Frente Sandinista y en el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, y que fue expulsada de ambos grupos al revelar su condición de género.
Su relato, por lo tanto, nos confronta con uno de los capítulos más perturbadores en la trayectoria de las izquierdas: la memoria de quienes encontraron en la revolución un nuevo tipo de experiencia excluyente y que, por ello, tuvieron que construir un socialismo por oposición, contrario al de organizaciones que se mostraron renuentes a romper con el puritanismo de los mandatos binarios.
Igualmente perturbadoras son las circunstancias de exclusión a las que nos expone el texto de Uribe. Si bien la autora apuesta por otro tono, entre jocoso y cómplice con las tretas de su protagonista, lo que subyace detrás de escena es otra pregunta inquietante: ¿de qué es capaz el ingenio de una madre con tal de proveer al bienestar de su familia?
Uribe nos narra las peripecias de una mujer que se ha vuelto especialista en ganar concursos en redes sociales. Marjorie es la ama de casa convertida en emperadora virtual de la estadística. Las cien promociones diarias en las que se inscribe le reportan, al menos, veinte productos al mes. Un segundo salario familiar hecho de cenas, electrodomésticos y créditos en tiendas de ropa que Marjorie, de otra manera, no podría conseguir, debido a los celos de un marido que la prefiere encerrada en casa, cocinando y criando a sus hijos.
Así, Criaturas fenomenales no sólo es un título que simboliza, en simultáneo, el carácter multifacético de la crónica y del tipo de enfoques que propone la antología.
A su vez, sus textos recuperan la condición del periodismo y la literatura como herramientas de comunicación de lo diverso, lo abrumador, lo inexplicable. Aquello que escapa a la vocación homogeneizadora de la lengua neoliberal para recordarnos que las certezas, antes que nada, constituyen otra de las múltiples formas de la ficción.
*Por Gabriel Montali para La tinta / Imagen de portada: A/D.
Palabras claves: feminismo, literatura, Periodismo