Por Luiz Eduardo Soares, André Batista y Rodrigo Pimentel
Los brasileños vivimos en régimen de dictadura entre 1964 y 1988, momento este en que fue promulgada la primera Constitución realmente democrática de nuestra historia. Algunos historiadores discuten la fecha, dado que el régimen autoritario se fue desmontando gradualmente a lo largo de muchos años, sin una ruptura brusca. Es éste el verdadero estilo nacional: en lugar de producirse revoluciones e insurgencias sangrientas, surge la negociación entre las elites: espejo a la vez que fuente de nuestras profundas y estructurales desigualdades.
Pero no se ilusionen: la proverbial disposición al diálogo entre pares no se extiende a la relación con las capas subalternas y sus demandas de equidad, ciudadanía, condiciones dignas de vida. Guantes y conciliación allí, en el vértice superior de la pirámide social, y hierro y fuego abajo; esto, siempre que colapsan los antiguos métodos de cooptación clientelista.
Sea como fuere, la nueva Carta Magna democrática ratificó la conclusión de la transición política. Voto, salud, educación y asistencia social pasaron a ser reconocidos como derechos universales. Y se puso punto final a la censura, la impostura, la tortura.
Una pausa. Mejor será rebobinar la cinta: acabó la censura, sí, de hecho; pero la tortura convive aún con nosotros como un espectro del pasado que ensombrece el presente y condena al futuro a la impostura de una farsa política: patética reiteración de nuestra tragedia arcaica. [...]
La diferencia reside en que, no afectada ya la clase media, la tortura dejó de tener su sitial honroso en el panteón de los temas nobles; dejó de frecuentar el repertorio políticamente relevante de la agenda nacional; perdió acceso a los editoriales de la gran prensa; desapareció del horizonte de la creación estética; se vio eclipsada en la academia cual objeto digno; se retrajo hacia las bambalinas de la escena pública. Pero no sólo la tortura. Se hallan en el mismo caso las ejecuciones extrajudiciales, que constituyen una grosera y dramática violación de los fundamentos más elementales del Estado Democrático de Derecho.
El Estado brasileño -incluso en un ámbito francamente democrático y regido por la honorable Constitución- transgrede rutinariamente la legalidad que le compete respetar y hacer cumplir: en el abordaje policial discriminatorio, que somete la aplicación de la ley a la criba selectiva de clase y color; en la falta de cumplimiento de sus responsabilidades frente a las penas y las prisiones, al imponer a los condenados un excedente de sentencia en forma de humillaciones, brutalidad, enfermedades, condiciones totalmente deshumanizadas; en el desprecio hacia el Estatuto del Niño y del Adolescente; en la convivencia abúlica y cómplice con las desigualdades en cuanto al acceso a la Justicia.
Por otro lado, las políticas de "mano dura", predominantes en Brasil incluso en el período democrático, acabaron produciendo lo contrario de lo que procuraban: intentaban eliminar el crimen aun cuando el precio fuera prescindir de la Carta Magna y los derechos humanos; ¡total!, el horror permanecería confinado a los estratos más pobres... El paradójico y sorprendente resultado para los defensores del tough on crime y de la "tolerancia cero" se debió, sobre todo, a lo siguiente: cuando la autoridad superior de la seguridad pública le otorga al policía autoridad para matar, liberándolo para que actúe arbitrariamente, y sin que sus decisiones y sus actos le ocasionen ningún perjuicio, riesgo para su carrera o bien proceso judicial, muchos profesionales optan por negociar vida y libertad con los propios sospechosos. Después de todo, quien arbitrariamente puede negarlas, puede, por la misma (sin)razón, concederlas.
Se generó de este modo una torpe moneda siempre inflacionaria. De las negociaciones ad hoc, en las requisas o razias con encuentros y desencuentros en las callejuelas sucias y oscuras de las grandes ciudades, se pasó a una segunda etapa en el proceso de "racionalización" e "institucionalización" de la corrupción (pues también la economía ilegal se rige por principios racionales y previsibles): el alquiler de casas clandestinas a las cuales eran llevados los sospechosos y donde se negociaba, mediante intermediarios, la vida y la libertad. La escala se fue ampliando, los negocios prosperaban. Pero había límites. La solución se hallaba lejos de ser la ideal. Alquilar y después abandonar la casa, mantenerla como clandestina, apresar y secuestrar a los sospechosos, administrar complicadas y tensas negociaciones, todo esto implica riesgos y costos. Surge, entonces, la tercera fase en la dinámica evolutiva de la corrupción policial amparada en la "mano dura": el acuerdo o "arreglo", un españolismo que designa el pacto. Mejor para todos los implicados; menos costos, más eficacia: los segmentos corruptos de la Policía tercerizan riesgos y privatizan ganancias. Los "agentes de la ley" estipulan los precios y recogen cada semana, o diariamente, determinada cifra fija o variable, o bien un porcentaje de la ganancia líquida de los beneficios proporcionados por las actividades criminales (especialmente la del tráfico de armas y la del de drogas).
Así fue como numerosos grupos de policías se convirtieron en socios del crimen, transformándose en consecuencia ellos mismos en criminales; y al punto de ofrecer seguridad para el tráfico de estupefacientes o bien el transporte de armas para sus cómplices. Así pues, se aprecia cómo la intención de combatir el crimen con mayor rigor y eficacia a contracorriente de la ley termina provocando efectos perversos y generando lo contrario: impotencia, ineficacia, y complicidad con lo que se pretendía combatir. La degradación institucional tiene múltiples fuentes. Una de ellas es la política, que sacrifica la legalidad con el fin de resguardarla. Ilegalidad y falta de respeto a los derechos humanos sólo promueven más ilegalidad e iniquidades. La violencia arbitraria y el uso no comedido de la fuerza provocan más violencia, en una espiral de muerte y sufrimiento, así como de corrosión de la propia legitimidad de la justicia y de la democracia.
[Traducción: René Palacios More]