Por Rafael Gumucio
Escribí este libro mientras mi abuela estaba viva, aunque bajo los efectos del Alzheimer que devoró sus últimos años. Su mente había sido siempre la parte más esencial de su cuerpo, así que empecé a escribir como si estuviera muerta. Siempre nos decía que, si dejábamos de entretenernos con ella, era mejor que no la fuéramos a ver. Siempre hizo hincapié en que lo nuestro era una amistad, y con ella delirando lo que menos se podía hacer era hablar. Me costaba amarla sin palabras, así que decidí llevarme las palabras para mí y escribir el libro que ella no sería capaz de escribir nunca. Hablé de ella en pasado, aunque algo parecido a ella gemía canciones en francés mirando en el televisor leones devorar gacelas y cocodrilos cebras, mientras las enfermeras evangélicas entonaban oraciones que yo sabía que ella no podía más que detestar.
Decidí que no estaba, pero estaba, y cuando finalmente murió, en julio de 2008, sucumbí ante la enormidad de lo que había hecho: la escribí como muerta y estaba viva. Tomé su vida como una excusa para escribir sin saber siquiera que su cuerpo también era ella y que su muerte también era parte de su vida. La escribí como muerta aunque estuviera viva para ahorrarme su muerte, que me parecía improbable. Pero igual se murió, a pesar de ser la más inteligente y dura y dulce de todas. A pesar de haber vencido el exilio y el matrimonio (ese otro destierro), había muerto como mueren todas las abuelas del mundo. Como mueren los nietos también. Había muerto como muere todo el mundo.
Y me sorprendí a mí mismo; yo, que suelo encontrar alegres los funerales, llorando como lloran los niños chicos que han perdido su madre. Lo que no estaba ahí era una presencia. Una presencia ausente de su mente y de su cuerpo, pero presente aún. Y descubrí que la muerte es como la publicación de un libro: algo que ya no permite corregir las erratas, algo que nos desposee del poder de escribir nuestros recuerdos porque el que sabía lo que era su vida se llevó el secreto. Y mi abuela, por más que supiera casi todo de ella, se había llevado sus secretos a la tumba y yo no podía, aunque quisiera, recuperarlos del todo.
La culpa me consumió semanas y meses y años y volví a escribir el libro cien veces sin que me pudiera satisfacer ni un poco. Tuvo mil páginas y cien y ninguna. Lo escribí como carta, como novela, como testamento, cómo reportaje. Cotejé documentos, hablé con los que la sobrevivimos, pero nada pudo con mi culpa de haberla matado en vida. El libro nunca era suficientemente bueno para perdonarme el crimen y suficientemente mío como para controlar su forma.
Finalmente abandoné el proyecto. Quizás porque había hablado demasiado de él o porque a esa altura hablaba como mi abuela, una amiga actriz, Elisa Zuleta me ofreció convertir el libro en obra de teatro. Se llamó “La Grabación” y en ella el Nieto era nieta, una nieta que quiera grabar los últimos minutos de lucidez de su abuela. La obra la protagonizó una de las mejores amigas de mi abuela, Delfina Guzmán, que es también un de las actrices más querida del teatro chileno. Su parecido físico y de temperamento con mi abuela es también asombroso. Era como ver mi abuela resucitar. Era como pelear y reconciliarme todas las noches con ella. Era como regalarle un poco de más de vida y un poco menos de muerte para quedar en un empate y yo pagar mis deudas y ella dejarme escribir su vida.
Recién entonces me liberé y recuperé uno de los manuscritos olvidados y pacté con el fantasma de mi abuela que éste sería mi libro y no el suyo. Vicente Undurraga, mi editor, lidió con mis nervios, que no querían ni tocar el manuscrito. Lo corregí a ciegas sabiendo que mi abuela no me perdonaría nunca que estuviera mal escrito. Sabiendo también que no había manera de que le gustase el libro, sabiendo finalmente que ése era el pacto: escribir un libro que ella pudiera odiar con orgullo.
De esta guerra salió este libro, su libro y el mío. Es mi forma de mantenerla viva y al mismo tiempo mi forma de matarla del todo. Cruel intento que es quizás la razón por la que escribo, para matar a los que amo y lograr que sean inmortales en contra suya.
*La abuela de Gumucio se llamaba Marta Rivas (1914-2009). En su gran libro, el escritor chileno reconstruye su personalidad magnética (“Me hice escritor para tener un lugar en su reino, abuela”), pero lo hace para hablar de él (“escribo quizás un poco para eso, para que alguien me saque en limpio”). Hija y esposa de políticos clave en la historia chilena, amiga de grandes escritores como José Donoso y Gabriel García Márquez, Marta Rivas fue una reina del desparpajo autoritario, una aristócrata de izquierda que militó en la Unión Popular de Allende y que “se impacientaba ante la tontería de los pobres que no hacían nada por dejar de serlo” y que “admiraba a los ricos que, por contraste, hacían todo para dejar de serlo”. Detestaba a los pretenciosos y era rebelde y transgresora, aunque vivió una vida familiar conservadora. Cosmopolita, “aficionada profesional” a las artes y la cultura, para ella los apellidos eran una “geografía alternativa”. Por cuestiones políticas, sufrió dos veces el exilio.