Por Sergio Kiernan
El 9 de julio de 1987, un neonazi argentino miembro del directorio de la agrupación Alerta Nacional, director de su periódico y ladero cercano de su pintoresco líder, Alejandro Biondini, se mató en un accidente. El muerto, Alfredo Guereño, aparece en fotos como un hombre grandote, con cara algo brutal, al que no cuesta imaginarse en una buena pelea. Nada que ver con el aspecto de su líder, el muy civil y nada atlético Biondini, que pese a sus discursos tronantes mantiene un aire de político peronista de segunda línea, de los que usan blazer y pantalón gris y siempre son “asesores” de algún diputado ignoto.
Parece que Guereño se había pasado el día en un asado “patriótico” de un año en que los nazis locales tenían bastante que festejar, había bebido bastante y, vuelto a casa, se confundió de edificio, subió al noveno piso de Gascón 697, tal vez notó que estaba en casa ajena y abrió la puerta del ascensor. Que no estaba en ese piso: Guereño cayó por el hueco y se mató del golpe. Un brazo quedó separado de su cuerpo.
Como los nazis tienen el mandato italiano del vivere pericolosamente, Guereño no podía irse de este mundo por un banal accidente. Biondini lo ascendió al rango de mártir de la causa nacionalista, acusó a la “sinagoga radical” de la gobernante UCR de “instigar el asesinato”, que habría sido realizado por un selecto comando de mercenarios israelíes –o simplemente judíos, dependiendo del comunicado–, y juró venganza de modo tan estridente que le costó un proceso por instigación a la violencia que terminó en nada. Con el tiempo, alrededor de la muerte de Guereño se tejió una versión criolla original del viejo libelo de sangre, aquel que afirma por lo menos desde la Edad Media que la religión judía necesita sangre de no judíos para sus rituales más secretos. El miope dirigente neonazi pasó a ocupar el lugar de los niños cristianos que en las versiones originales del libelo eran desangrados para amasar pan ázimo, con la variante modernosa de que su sangre habría sido utilizada para circuncidar simbólicamente el obelisco, “uno de los centros energéticos de la república”.
Una muy completa versión de este aporte argentino al repertorio antisemita se puede encontrar en la página de internet aberrazion, afiliada al amplio sitio que mantiene Biondini y que lleva el irónico nombre de Libertad de Opinión. Aberrazion, cuyo slogan es “La sinagoga de Satanás ya está entre nosotros” se genera en Chile y parece tener una relación estrecha con los argentinos, tanto que en un “anexo” publican “un soprendente (sic) caso argentino: el asesinato de Alfredo Guereño”. El texto presenta al “camarada ejemplar” como una persona que “además de su actividad periodística era un profesional brillante, especializado en el área de matemática cuántica y parapsicología”. En la versión revisada de los hechos, el matemático y parapsicólogo “fue secuestrado y torturado por un comando judío, le cercenaron el brazo y arrojaron su cuerpo desangrado desde el noveno piso por el hueco de un ascensor”. Aberrazion destaca que “distintas fuentes” asignaron al crimen “un carácter ritual (su cuerpo fue hallado sin una gota de sangre)” y afirma que el marginal periódico que editaba el fallecido era “el medio nacionalista de mayor tiraje y difusión en el país” y que acababa de denunciar la existencia “de una red israelí operando en Argentina, Paraguay y Brasil, vinculada al tráfico de órganos y el secuestro y venta de menores.” Para ahondar la sospecha, los chilenos señalan que Guereño daba conferencias en el “Instituto Superior de Adoctrinamiento” nada menos que sobre “Crímenes rituales judíos: ¿fantasía o realidad?”
A continuación y en el mismo anexo, la página chilena reproduce un artículo del inefable Marcos Ghío, director del periódico nacionalista argentino El Fortín, veterano antisemita que organizó un notorio encuentro nazi de noviembre de 1998 en el Auditorio Champagnat, y profesor renunciado de Educación y Civismo en Neuquén en 1994, después que padres y alumnos se quejaran de su constante reinvindicación de las dictaduras militares. Ghío relata con detalles los eventos del 9 de julio de 1987: “Los integrantes de Alerta Nacional realizaban en ese entonces un asado de homenaje a nuestra independencia. Fue allí que Alfredo Guereño se ausentó por unos instantes para ir a comprar un paquete de cigarrillos y nunca más volvió a esa reunión. Más tarde su cadáver fue encontrado tirado en el hueco de un ascensor, desangrado, su cuerpo casi no pesaba, su brazo izquierdo había sido serruchado a la altura en la cual los miembros de esa agrupación solían endosar su brazalete insignia, el siete de San Cayetano”.
Además de sus inconsistencias gramaticales, Ghío tiene algunas nociones extrañas sobre anatomía. Sería interesante saber cómo le consta que el cadáver de Guereño “casi no pesaba” y de dónde sacó, en todo caso, que un cuerpo al que le falta un brazo pesa tanto menos, pero porque está sin sangre. En lo que no se confunde el neonazi es en la sugestión de que el cadáver no se desangró sino que fue desangrado con cuidado: “El 17 de agosto de ese mismo año, es decir en el aniversario de la muerte de nuestro padre de la patria, las cuatro caras del obelisco aparecieron manchadas en su cúspide con un extraño líquido de color rojo, posiblemente (ya que hoy no podemos saberlo con precisión debido a la rapidez con que fueron borradas las pruebas) se habría tratado de la sangre de Guereño. Acotemos que ya en ese entonces dicho monumento, el cual, de acuerdo al ritual propio del intendente masón que lo erigió, simboliza un falo erguido, es decir, un centro energético, estaba rodeado por un alto vallado y además, para llegar a su cima, se necesitaba tener una copia de sus llaves o haberse conseguido alguna facilidad para ingresar.”
Como en tantas sectas políticas de todo color o dirección, el disparate es presentado como un conocimiento especial, una información negada a las mayorías por una conspiración activa o un poder omnipotente y secreto. “En ese entonces nuestra explicación de los hechos se basó en la idea de que en el mundo actúan poderes ocultos”, admite Ghío, “los cuales, con el silencio cómplice y la indiferencia de la prensa, pueden efectuar libremente sus acciones sin ser molestados por nadie, ya que, gracias al reblandecimiento colectivos que los medios de difusión masiva generan en la mayoría, se ha logrado que la gente sólo crea que existe lo que dicen o muestran los diarios o la televisión y no lo que ve. Es decir la imagen hoy en día ha suplantado a la realidad. Por ello no solamente no hay explicación con respecto a estos hechos misteriosos, sino que ni siquiera los mismos existen hoy en día en la conciencia de la comunidad, gracias al eficaz ocultamiento efectuado por la prensa. Es decir que, si bien se pudo mantener en silencio que a Guereño lo serrucharon y desangraron, y hasta que la inmensa mayoría de los argentinos ignore quién fue Guereño, todos sin embargo vieron bajo sus propias narices que el obelisco apareció manchado de color rojo.”
Ghío ignora la simple y municipal explicación dada por el intendente –que el obelisco apareció efectivamente enrojecido por la berretez extrema de un arreglo de la ceresita que aisla su punta de la humedad– porque él es de los que no temen “decir en voz alta que el rey está desnudo” ni tiene “miedo al ridículo”. Lo que sí tiene el activista neonazi es una explicación que cubre la muerte de Guereño, las manchas del obelisco y hasta el robo de las manos de Perón. Para entenderla hay que dejar de ser “positivista” y sacarse la ilusión de que “la historia la hacen los pueblos o los políticos que aparecen cotidianamente en los medios” y entender que el motor oculto son “otras fuerzas que actúan detrás de los bastidores, fuerzas cuyo poderío principal consiste en su capacidad de ocultarse y lograr dirigir hacia otra parte la atención de las personas.” Estas fuerzas ocultas sólo son visibles para el iniciado, que entiende ciertos hechos aparentemente sin conexión que “operan a la manera precisa y simultáneamente de orientaciones y ritos”. ¿Suena cuasi religioso? Pues Ghío hace un alto y aclara que “dichas fuerzas no son meramente físicas, sino principalmente metafísicas. Es decir que las mismas no son solamente humanas aunque operen a través de seres pertenecientes a nuestra especie”, y explica que “nuestra posición se encuentra abonada por todas las grandes tradiciones milenarias de la humanidad, las que en unanimidad concibieron la historia como el campo de lucha entre dos fuerzas antagónicas, las cuales, si bien actuaban en la realidad física, eran en el fondo la expresión de otra realidad de orden superior: fuerzas del caos enfrentadas contra fuerzas del orden, potencias de la luz contra las de las tinieblas, ángeles buenos versus demonios malos, etc. Y aun ciertas cosmovisiones modernas, a la manera de un lejano eco de esta verdad, no han permanecido ajenas a tal visión, como la marxista por ejemplo, la cual ha secularizado tal doctrina tradicional sustituyendo dicha guerra cósmica por una mera lucha entre clases económicas antagónicas.”
Habiendo declarado que el maniqueísmo es la única doctrina válida, para alegría de zoroastrianos y, paradójicamente, masones, Ghío explica que el objetivo de las fuerzas oscuras es imponer el materialismo, equivalente nada menos que al satanismo que se impone en esta Edad del Hierro, y luego cae en una confusa y aburrida conjunción de Estados (del primero al quinto) en la que concluye que todo está dirigido a hacerlo callar la boca o ridiculizar sus teorías, como la que considera al anticristo como “una hipótesis histórica”. Finalmente, el teórico se despacha con su tesis unificadora de los tres eventos: “En 1987 las fuerzas del caos festejaban en la República Argentina un gran triunfo como el logrado en la Semana Santa de ese año cuando el presidente Alfonsín, junto a la restante partidocracia, dirigiendo una pueblada, logró desbaratar una sublevación militar y aventar el peligro de golpe. Quienes conocen la dimensión metafísica saben que los ritos no son solamente acciones evocatorias, sino operaciones por las cuales se intenta lograr que ciertas direcciones se sublimen y dinamicen a través de la convocatoria de fuerzas que pertenecen a esferas superiores a la meramente física, lo que corresponde propiamente a la dimensión de la magia, que es la faz práctica de la metafísica.”
Ya bajo el signo de Harry Potter, Ghío explica que “serruchando las manos de Perón se atacaba el principio del caudillismo, esto es, la unión entre lo militar y el pueblo. La muerte sacrificial de un joven dirigente nacionalista significaba el ataque hacia el patriotismo. (...) Finalmente, el haber rociado con sangre el Obelisco es una ceremonia ritual conocida como la circuncisión, la cual es propiamente un bautismo, realizado aquí en el centro energético de la república, a través del cual se intentaba simbólicamente efectuar un acto de posesión y control.” El autor relata antecedentes de maniobras mágicas como imprimir, en 1969, un diablito cerca del San Martín de los billetes de 500 pesos, justo al lado de tres números 6, figuritas que se repetirán en billetes de 1983. Las fechas tampoco son casuales: 1969 es “el comienzo de la sangrienta guerra civil que asolará a la Argentina por más de 10 años”, mientras que 1983 es a la vez “su final victorioso para dichas fuerzas” y una celebración tardía de la derrota en Malvinas “y, en consecuencia, la democracia”. Para terminar, Ghio vuelve por un momento a este planeta y se defiende de la acusación de antisemita, señalando que en ningún momento dijo o insinuó que la circuncisión simbólica del obelisco fuera un acto de judíos. Hasta afirma que sus críticos ignoran que no sólo los judíos practican ese ritual. Y después se pisa solito: “La mejor prueba de que no queríamos achacarle la responsabilidad a ellos (es decir a los judíos) es que mantuvimos ex profeso en reserva en ese entonces la información de que el secretario de obras públicas de la municipalidad de Buenos Aires, quien poseía copias de las llaves del vallado y de la puerta del obelisco, se llamaba Jacobo Fiterman.” En tiempos en que escribía estas interpretaciones, Ghío ya se preocupaba por la ley antidiscriminatoria, que bajó el tono de las tiradas antisemitas de la ultraderecha local, lo que explica las diagonales que toma su discurso para llegar a escribir el nombre Jacobo como el del responsable.
Guereño es el más martirizado de los conmilitones de Biondini, pero no el único en morir en un accidente. El 5 de julio de 1991, a la madrugada, una camioneta atropelló a su nuevo teniente, René Tulián, en la esquina de Cerrito y Sarmiento. Tulián quedó gravemente herido, fue trasladado al hospital Argerich y murió al anochecer. Alerta Nacional, ya transformado en el Partido Nacionalista de los Trabajadores, habló de “atentado político” y “vil asesinato” que “se encuadra dentro de una campaña de prohibiciones, persecuciones y encarcelamientos digitados directamente por el gobierno,” recordó el caso de Guereño y le agregó el, patético, de Luis Alberto Vera, un ex combatiente de Malvinas que tuvo la idea de sacar una granada de mano cuando la policía quiso detenerlo y fue acribillado. En el mísero tugurio del centro donde vivía, la policía encontró panes de trotyl, dos detonadores y bastante munición. Lo curioso es que Tulián y Vera no tienen el mismo lugar en el panteón de héroes del PNT, sigla que hoy responde a Partido Nuevo Triunfo. Tal vez sea una muestra de cariño de Biondini hacia su parapsicólogo cuántico, tal vez que los otros casos resultan menos mitologizables o que el primero causó el mayor shock a los miembros de la secta nazi.
O tal vez se trate de un simple caso de seducción por el potencial de sanata que tuvo la seguidilla de hechos de julio de 1987, la muerte y mutilación de Guereño, la profanación del cuerpo de Perón y las manchas del obelisco. Irresistible.