HERNAN BRIENZA*
Su nombre completo es Christian Federico von Wernich. Fue capellán y eslabón fundamental de la cadena represiva de la inefable Policía Bonaerense de Ramón J. Camps. Detenido desde septiembre de 2003 por su actuación durante la represión ilegal en los años setenta, el jueves 5 de julio se sentará en la incómoda silla que los jueces del Tribunal Oral Federal I de La Plata dispongan para él. Ese día tendrá el oscuro honor de ser el primer sacerdote en América latina en ubicarse –con su cabeza calva y cana y su típica sonrisa socarrona en el rostro– en el banquillo de los acusados, en un juicio por violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura militar, que hendió en dos a la historia argentina.
Según el relato de los testigos, Von Wernich entraba en las celdas como si fuera un enviado de Dios –o del Diablo– complaciente, con una sonrisa en los labios, dispuesto a hacer su trabajo con eficiencia de relojero suizo. A veces llevaba sotana; otras, apenas la camisa sacerdotal celeste o un poncho de vicuña con el que cubría sus hombros del frío. Llegaba, casi siempre, después de largas, terribles, extenuantes jornadas de torturas. Entonces, se acercaba a esos cuerpos lacerados y humillados para infligir el último tormento posible: el de la esperanza. Con ella intentaba quebrar las almas que la fiereza de los verdugos no habían podido lograr.
Identificado. Procesado con prisión preventiva por doce casos de privación ilegal de la libertad y torturas, registrados en los centros clandestinos conocidos como Puerto Vasco, Coti Martínez y Pozo de Quilmes, que funcionaron durante los tenebrosos años de la dictadura, Von Wernich fue visto por 30 ex detenidos, quienes aseguraron que formaba parte de la maquinaria represiva del Grupo La Plata, comandado por Camps y por el director general de Investigaciones, Miguel Etchecolatz, condenado el año pasado.
El Grupo La Plata, dentro de la interna militar, era sin dudas el sector más duro, y su característica principal era el tono de cruzada religiosa que le imprimían sus integrantes. Desde Camps, cuando declaraba que defendían los valores de Occidente y del cristianismo, hasta la presencia permanente y la bendición de la picana del por entonces arzobispo de esa ciudad y capellán general de la Bonaerense, monseñor Antonio Plaza. Y Von Wernich era un importante engranaje dentro del esquema represivo del grupo, ya que era el último eslabón de la cadena, el que hacía la tarea de campo, el que se relacionaba directamente con los detenidos.
Su labor era sencilla: les quitaba información a través de la confesión o los “asistía espiritualmente” para que se quebraran, pasaran a formar parte de los Grupos de Tareas y traicionaran a sus propios compañeros, cosa que logró en varias oportunidades
El caso Velasco. Von Wernich nació en Concordia, en el seno de una familia poderosa, y formó parte, en su juventud, de ese típico grupo de muchachos de pueblo que gozan de la impunidad por tener padres ricos.
En su legajo constan hechos de antisemitismo, festejos por el golpe de 1955 y el haber integrado las patotas que, durante la pelea por la educación laica o libre, asolaron las calles de la ciudad entrerriana munidas de manoplas y cadenas.
Metido a sacerdote a principios de los setenta, la jugó de cura compinche de los jóvenes, hasta que ingresó como capellán de la Policía y comenzó a visitar los centros clandestinos de detención.
Uno de los testimonios más importantes que, seguramente, se escucharán durante el juicio será el de Luis Velasco, por su fluidez para referirse a los hechos vividos durante su desaparición forzada y por la calidad de sus palabras. En el libro Maldito tú eres, El caso Von Wernich, Velasco relata de qué manera conoció al capellán. Durante las extensas charlas que mantuvieron Von Wernich y Velasco, el sacerdote se burló del detenido porque “tenía los pelitos quemados por la picana” y lo obligó a quitarse la venda de los ojos para que lo mirara a la cara. Además, sometía a él y a sus compañeros de celda a largos interrogatorios –siempre de forma muy amable, ya que para las torturas estaban los miembros de las fuerzas de seguridad– durante los cuales les extraía información precisa.
Velasco también fue testigo de las motivaciones de Von Wernich. En esas largas charlas, el sacerdote le explicó que los detenidos “tienen que pagar por sus actos contra la Patria. Ustedes le han hecho mucho daño al país con sus bombas, sus atentados [...] El dolor es una forma de redimir el mal que hay en uno. Ustedes tienen que abrazar su cruz, así como Jesús, por otros motivos. Porque el mal se cura con el castigo”.
Además, el relato de Velasco es importante porque demuestra que el sacerdote estaba al tanto de las maniobras de apropiación de menores, ya que cuando Héctor Baratti, uno de sus compañeros de celda, le preguntó por su bebita nacida en cautiverio, Von Wernich respondió cortante: “La culpa es de ustedes. Y los hijos pagarán las culpas de sus padres”.
Tras recuperar la libertad, Velasco volvió a ver a Von Wernich, ya que una extraña relación de parentesco los unía. En una mesa de café, le preguntó qué se sentía cuando se veía torturar a alguien. El sacerdote lo miró y respondió: “Nada, absolutamente nada”, dejando presuntamente implícito que había estado presente en sesiones de torturas a detenidos-desaparecidos. Es por estas cosas que el testimonio de Velasco es fundamental, sobre todo si está dispuesto a declarar con valentía, como afirmó en varias oportunidades.
Fuga en democracia. Pero Velasco no fue el único testigo que lo vio en los centros clandestinos de detención. También habló, con total impunidad, con el productor Osvaldo Papaleo, con el periodista Jacobo Timerman (ya fallecido) y con decenas de testigos que relatarán sus días en cautiverio y las andanzas del sacerdote blindado.
Luego de un viaje a fines de los 70 a Estados Unidos para infiltrarse en una organización de derechos humanos, al mejor estilo Alfredo Astiz, el nacimiento de la democracia encontró a Von Wernich en Norberto de la Riestra, un pueblo del centro de la provincia de Buenos Aires (a 170 kilómetros de la Capital), algo así como un refugio ideal para permanecer inadvertido como un simple profesor de inglés.
Sus ansias de ascender –no precisamente al cielo– pudieron más que él. Por eso, a principios de 1988, pidió su traslado a una diócesis mayor, donde pudiera detentar más poder. Le tocó Bragado. Y volvió a la guerra.
Cuando los bragadenses se enteraron de que su nuevo párroco era Von Wernich, se alzaron en cólera. Pero días y meses de manifestaciones y marchas contra el sacerdote no pudieron torcerle el brazo. El sacerdote resistió y se quedó en esa ciudad durante ocho años. La razón de tanta furia era que Cecilia Idiart, integrante del Grupo de los Siete (ver recuadro) y una de las principales víctimas del cura, era oriunda de esa ciudad y su madre encabezaba las marchas.
Recién ochos años después, la Iglesia, que había enfrentado a toda la comunidad de Bragado por mantenerlo en su puesto, decidió sacarlo de esa parroquia por un escándalo amoroso que incluía a una feligresa de nombre Elina. La Santa Madre no pudo soportarlo: el amor era un asunto aún más riesgoso que la tortura y la muerte.
Exilio chileno. Von Wernich viajó silenciosamente a Chile y se refugió en la parroquia de El Quisco, un bucólico pueblo del Sur, a 15 kilómetros de Isla Negra, el lugar donde vivió el poeta Pablo Neruda. Allí se hacía llamar Christian González. Tras adoptar la práctica carismática, el sacerdote llegó a dar hasta tres misas seguidas en su pueblo, una cuarta en Isla Negra, y luego otra en El Totoral, todos pequeños paraísos de la zona. La mayoría de los parroquianos quería comulgar con ese hombre sonriente y afable, de buen porte, carismático e histriónico que saludaba a todos los fieles por su nombre.
Alejado y olvidado estaba el Von Wernich de los años de fuego, tanto que cuando en 1998 comenzaron los Juicios por la Verdad en La Plata, él prácticamente no se preocupó. Pero cinco años después, el 5 de febrero de 2003, el fiscal del juicio, Félix Pablo Crous, un hombre comprometido con la defensa de los derechos humanos y que ahora estará a cargo nuevamente de la fiscalía en el juicio, presentó ante el Juzgado Federal Nº 3, a cargo de Arnaldo Corazza, una extensa denuncia de 169 páginas contra Von Wernich. El pedido incluía la detención y la declaración indagatoria del acusado y la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final.
Pero el sacerdote estaba ausente y nadie sabía dónde se encontraba. Ni la Justicia ni la Iglesia habían logrado dar con él. Von Wernich vivía olvidado. Hasta que el 7 de abril de 2003, después de meses de rastrearlo y de que el obispado de 9 de Julio negara su paradero en varias oportunidades, lo encontré vía telefónica en la parroquia de El Quisco. El diálogo que mantuvimos fue el siguiente:
—Buenas tardes.
—Qué tal, buenas tardes. ¿El señor Christian von Wernich?
—Sí... –dudó.
—¿Usted es el sacerdote argentino Christian von Wernich?
—Sí, soy yo. ¿Quién es?
—Soy de la revista “TXT”, de Buenos Aires, y quería pedirle una entrevista personal...
—Mire, le agradezco, pero no tengo ningún interés...
—Queríamos preguntarle por el pedido de detención sobre usted que hizo el fiscal...
—Mire, le agradezco la preo-cupación, ha sido un gusto charlar con usted. Le agradezco su llamado. Hasta luego.
De inmediato, toda su historia comenzó a morderle los talones como si fuera un perro rabioso. Ese mismo domingo, Silvia Carrasco, una periodista de la revista chilena Siete+7, lo interceptó con un fotógrafo y Von Wernich huyó. Nada se supo de él hasta el 6 de agosto de 2003, cuando quedó detenido durante una audiencia del Juicio por la Verdad. Fue liberado 24 horas después, pero a fines de septiembre quedó tras las rejas hasta el día de hoy.
En el único reportaje que dio Von Wernich, en 1984, expresó: “No temo que por estas acusaciones me puedan echar de mi sacerdocio en la Iglesia ni que sea sacado de mi lugar, como le ocurrió a monseñor Plaza. Yo sé muy bien lo que hice y con quiénes lo hice. Nadie me va a prohibir dar misa ni perderé ninguna de mis atribuciones. Cuando sea el momento, la Justicia decidirá. Y si la humana se equivoca conmigo, la divina acertará”.
Durante más de 20 años, ni la Justicia humana ni la divina habían decidido algo sobre él. Ahora, la de los hombres tiene la posibilidad de no equivocarse.
*Autor del libro Maldito tú eres. El caso Von Wernich, Iglesia y represión ilegal.