Hace 34 años que trato de saber por qué estoy vivo y quién lo ordenó”. Con esta declaración de Juan Carlos El Perro Clemente, empieza Tucumantes (Marea), el último libro de Sibila Camps. En él la autora, destacada periodista de Clarín entre 1983 y 2013, cuenta no sólo la historia del exmontonero, sino también la de muchos otros que, de una u otra manera, se animaron a vencer el silencio, acaso la única forma de no cercenar la memoria. La frase, que Camps leyó en el diario La Gaceta, Clemente la pronunció el 10 de junio de 2010 durante una de las audiencias del primer juicio por el centro clandestino de detención que funcionó en la Jefatura de Policía de San Miguel de Tucumán. Las palabras de El Perro escoltaron la documentación que guardó durante 33 años y que entregó como prueba incriminatoria para el juicio por los crímenes de lesa humanidad.
Clemente había construido una cama de mampostería de 30 centímetros de altura, había envuelto las carpetas con la información que robó del centro en varias capas de papel y plástico y escondido el paquete entre los escombros del relleno. También había colocado bolsitas antihumedad para proteger las 259 hojas que constituían la primera lista de desaparecidos elaborada por los propios genocidas: 293 personas consideradas delincuentes subversivos, de las cuales 196 nombres estaban marcados con las iniciales DF, disposición final, léase ejecución.
Todo eso hizo que Sibila Camps se preguntara cómo Clemente había logrado vivir más de treinta años durmiendo sobre los cadáveres. No obstante, durante todo ese tiempo, El Perro no analizó su bagaje ni le contó a nadie sobre su reserva. En el medio, el dirigente de Montoneros capturado en 1976 fue torturado, se quebró, trabajó para los represores y en la Policía hasta 1984. Se lo acusó de delator y de haber participado en la represión; también colaboró para que los militares fueran condenados.
A través de una extensa investigación, la periodista hilvana la historia de Clemente -desde su militancia “peruca” y su bautismo callejero durante los Tucumanazos, hasta su trabajo en las oficinas de la Jefatura y las sospechas- con la de muchas víctimas de la represión provincial. Aparece allí la vida de Mirta Aldeco, reducida a la servidumbre en la casa del jefe del Servicio de Informaciones Confidenciales (SIC) de la Policía de la provincia, Roberto el Tuerto Albornoz, quien la embarazó varias veces (también la embarazó de su hijo), la obligó a abortar y después a parir para robarle los bebés. También puede leerse la historia que vincula a la amante de Albornoz con Diana Oesterheld, embarazada, secuestrada junto a su compañero Raúl Araldi y el hijo de ambos, Fernando.
Incluso está la historia de Tomás Toconás, campesino y guerrillero activo en la compañía de Monte "Ramón Rosa Jiménez" del ERP, arrojado desde un helicóptero en Pozo Hondo, Santiago del Estero, dos semanas después de su desaparición. Tenía siete balazos en el cuerpo y quemaduras en manos y cara y había sido enterrado como NN. En 2010, el Equipo Argentino de Antropología Forense exhumó sus restos y confirmó la identidad del “santo caído del cielo” -como lo llamaban en la localidad porque “devolvía la salud y conseguía trabajo”- a sus hermanas.
Al tiempo que Camps recopilaba bibliografía, hacía entrevistas, pensaba en las más de 12 mil noches que Clemente pasó enmudecido sobre los nombres de los desaparecidos y buscaba la forma de acercarse a él, para las familias de las víctimas la lista del Perro oficiaba de confirmación del secuestro de sus seres queridos. Sin embargo, muchas de ellas y varios sobrevivientes tildaron al Perro de traidor. De ellos también habla la autora en su libro. Gustavo Herrera, por ejemplo, compañero de militancia que pasó cautivo cinco días, está convencido de que “cuando advirtió que la represión venía muy pesada, Clemente no esperó a ser detenido y se pasó para el otro bando”. La última vez que Herrera vio a su mujer fue el 19 de marzo de 1975. La secuestraron esa madrugada, tres horas después de que el Perro le pidiera que se quedara con un caño (una bomba) en la pensión donde vivía la pareja.
Es sabido que en Tucumán la dictadura empezó antes de que los militares usurparan el poder, con el plan de exterminio Operativo Independencia, de 1975, que tenía la mira puesta en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) en el monte y Montoneros en los centros urbanos. Con el decreto de “neutralizar y/o aniquilar el accionar de elementos subversivos”, la provincia inauguró la “institución” Centro Clandestino de Detención como una de las herramientas clave del sistema de represión instalado en la Argentina, siendo la Escuelita de Faimaillá el primero del país y el más grande de Tucumán: por allí pasaron más de 1.500 personas.
Por supuesto, ningún tucumano salió indemne, y a pesar de que el relato oficial sigue siendo muy fuerte y todavía hay quienes niegan la historia o no se animan a hablar de “los que se llevaron”, al apelar a la memoria, Sibila Camps genera un relato coral con el que logra que las cicatrices del terrorismo de Estado en la provincia se expresen.
La autora dice que “la historia no tiene punto final” gracias a la memoria, y eligió agrupar los relatos bajo el título Tucumantes, un participio en presente que invita a pensar a las víctimas recorriendo en silencio la provincia, apelando a la memoria colectiva para que no haya más hermetismos, negaciones ni olvidos porque, como expresara Hannah Arendt, al pasado “hay que pensarlo”.