Por Alain Labrousse
El acta de nacimiento de la ideología internacional de la prohibición se dio en las conferencias de Shanghai en 1909 y de La Haya en 1912. Convocada a instancias de Estados Unidos, la primera tenía como uno de sus objetivos privar a los europeos –en particular a los imperialismos inglés y francés– de sus fructíferos monopolios del comercio del opio. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos tomó en sus manos la política internacional de lucha contra las drogas. Para imponer su punto de vista de manera universal, recurrió a la multilateralidad en el marco de la ONU. Esto no ha impedido a sus servicios secretos de hacer la vista gorda, como hemos visto, cuando algunos de sus aliados en Birmania, Vietnam, América Central o Afganistán producen y trafican drogas.
El fin de la Guerra Fría dio nueva relevancia a la guerra a la droga emprendida por Estados Unidos. Por un lado, las fuerzas armadas norteamericanas, cuyos presupuestos se habían reducido considerablemente por la desaparición del peligro comunista, buscaron de inmediato un nuevo “enemigo”. Por otro, el pueblo norteamericano, fruto de un crisol étnico y cultural, parecería tener necesidad de participar en cruzadas contra las representaciones del mal para forjarse una identidad colectiva. Durante cuarenta y cinco años fue el comunismo; inmediatamente después de la caída del Muro, tomaron la posta otros demonios, encarnados en las figuras de Noriega, Pablo Escobar o Khun Sa.
Durante la Sesión Especial de la Asamblea General de la ONU dedicada a las drogas (Ungass), que tuvo lugar en junio de 1998, los países miembros de las Naciones Unidas plantearon como objetivo para 2008 eliminar o reducir considerablemente los cultivos de amapola, coca y cannabis. El balance establecido por la Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito en el año 2008 pone de manifiesto lo contrario: la producción internacional de opio llegó a más del doble (de 4220 a 8900 toneladas), la de cocaína aumentó un 20 por ciento (de 800 a 1000 toneladas), la de cannabis un 60 por ciento (de 25 mil a 40 mil toneladas) y la de anfetaminas se mantuvo a un nivel muy elevado.
Podríamos preguntarnos si este fracaso constatado en 2008 no daría argumentos a los partidarios de una flexibilización de la política hacia las drogas o a los de su legalización. En el plano de la toxicomanía, el éxito de las políticas de “reducción de riesgos”, a las que adhirió Francia en particular desde fines de los años ’90, en detrimento de aquellas en favor de la política norteamericana de un “mundo sin droga”, del que Suecia es en Europa uno de los últimos partidarios, es otro signo de evolución. Algunos esperaban también un cambio de política por parte de la administración Obama, ya que éste había declarado durante su campaña por el Senado en 2004 que la guerra a la droga era un “fracaso total”. En efecto, el 11 de mayo de 2010, el gobierno de Estados Unidos dio a conocer su “nueva política de drogas”, dando prioridad a la “prevención comunitaria”, a la educación para padres en el marco de la aproximación a una salud pública que podrá asimismo encarar el intercambio de jeringas usadas por nuevas, hasta entonces estrictamente prohibido, así como el consumo de marihuana por razones médicas. Pero los observadores estiman que, a pesar de estos avances, la política de Obama sigue apoyándose fundamentalmente en la prohibición, como revela el presupuesto federal que continúa favoreciendo el financiamiento de las cárceles y de las fuerzas de represión en detrimento de la prevención. Como hemos visto antes, no se percibe ningún cambio en las políticas antidroga a nivel internacional. Parece lógico que la implantación de bases en Colombia haya sido decidida por la administración Bush e implementada por la de Obama. Por otro lado, Estados Unidos conserva como aliados a las tres grandes organizaciones de ONU especializadas en la lucha contra las drogas: la Unodc, la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, cuya función es la de velar por el respeto de las convenciones internacionales –elaboradas bajo la influencia de Estados Unidos– y la Comisión de Estupefacientes del Consejo Económico y Social de la ONU (que reúne a unos cincuenta países). Todas ellas apoyan la posición estadounidense.
Es en la Comisión de Estupefacientes, expresión directa de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que los países emergentes o en vías de desarrollo sobre todo se hacen escuchar. Sin embargo, estos países a veces defienden posiciones aún más extremas que las de Estados Unidos, tanto a nivel de las políticas nacionales en materia de toxicomanía como en el plano de la lucha internacional contra las drogas. Esta actitud tiene varias razones. En algunos países es consecuencia de la falta de democracia (China, Malasia, Arabia Saudita o Irán), que castigan, muy severamente, todas las desviaciones visibles. Para otros es consecuencia de la fascinación ejercida por el “modelo norteamericano” o de un oportunismo que los lleva a sumarse a lo que se percibe como la posición dominante en los países ricos. Una tercera categoría –numerosos países de Asia, Africa y Medio Oriente– recurre a las medidas punitivas como cortina de humo que oculta los tráficos a los que se dedican sus elites.
Por todas estas razones es de descartar que se produzca una modificación de la legislación internacional sobre las drogas en un futuro cercano. En cambio, las experiencias llevadas a cabo por ciertos países como los Países Bajos, Suiza o Canadá, y también por algunas ciudades en Europa, pueden crear una brecha a favor de políticas universales más tolerantes, que vayan desde la “reducción de riesgos y daños” hasta la legalización, pasando por despenalizar el consumo. Cambios que irán aumentando a medida que las políticas dominantes demuestren ser impotentes frente al fenómeno de las drogas y provoquen efectos perversos más graves que el mal que pretenden combatir.