Una cara de Baudelaire mezclada con duende (la raya amarga de los labios, la nariz bulbosa, la frente marcada y enorme): esperaba encontrar por lo menos a un intelectual que me explicara el fenómeno de su éxito masivo en términos sociológicos, pero me ha recibido un personaje rubicundo y entusiasta que me contesta, sencillamente: “Les pusimos la tapa. –Y agrega–: Todo se ha cumplido. Este es un boom insólito que me alegra y me da miedo”. Yo tengo ganas de recitarle la letra de Borges para su Milonga de Jacinto Chiclana: “Entre las cosas hay una/ de la que no se arrepiente/ nadie en la tierra. Esa cosa/ es haber sido valiente”. El que ha tenido coraje para concebir e imponer un tango desgarrador o estrangulado, vibrante o machacón, con violín romántico y rascar de uñas, de papel de lija y de torno de dentista, por momentos ahogado, submarino (una impresión de sol borroso visto desde el fondo), por momentos de una sabia brutalidad, bien puede darse el lujo de asustarse cuando una multitud por fin se estremece.
Hace mucho tiempo, Piazzolla le dijo a un periodista que su primer recuerdo infantil (de los cuatro años, en Nueva York) es el de una pelea con unos chicos que hablaban en un idioma raro. Se me ocurre que el último va a ser el mismo. Piazzolla pasó de la pandilla callejera neoyorquina a la pandilla del Octeto Buenos Aires, y a la del quinteto de 1960, y ahora, nuevamente, a la de este quinteto que se presenta en el Regina (Piazzolla, Osvaldo Manzi, Antonio Agri, Oscar “Cacho” Tirao, Kicho Díaz), y a esa cantante, Amelita Baltar, cuya sola presencia es combate, porque no puede dejar de pelearse para imponer otro lenguaje más lógico, más de acuerdo con él, y con nosotros.
Una mirada a su trayectoria nos devuelve la imagen única del luchador. Y triunfos, que configuran una existencia inusual: un chico de trece años que entra como bandoneonista de la orquesta de Gardel, en Nueva York; un hombre joven que en 1953 gana el premio Fabien Sevitzky con su Sinfonía Buenos Aires, y que viaja a Francia con una beca para estudiar con Nadia Boulanger (antes había sido alumno de Alberto Ginastera, entre otros) y para integrar un conjunto en la Ópera de París; un hombre que compone en Broadway la comedia musical New Faces of 1960. Todo esto a fuerza de talento llamativo, agresivo, germen de polémicas, de bandos en contra y a favor, ya que la falta de rótulo conocido genera intranquilidad, y un simple tango puede “mover el piso” más de lo que aparenta. “¿Es tango?” “Llámelo música de Buenos Aires, si quiere. Pero es tango”. “¿Se propone esterilizar el tango?” “Sí, esterilizarlo, es decir, purificarlo”. “¿Es enemigo del tango?” “Soy enemigo del tango..., del tango del compadrito, del que no nos refleja como somos ahora”. Julián Centeya decía: “Un Debussy que busca el infratango entra en el deschave lamentable y toca pito en la esquina para llamar a la policía’'. Lo que no dejaba de ser, en cierto modo, exacto: en la música de Piazzolla hay un agudo llamado –un silbato, una sirena– pero para las fuerzas de un orden distinto; hay una nota visceral que debe ser “infratango” porque suena desde las capas subterráneas (y el ritmo de su contrabajo, un pulso oscuro, antiguo y a la vez tan urbano) y hay un “deschave” para lamentarse por los que no están “piantaos, piantaos, piantaos”.
La mirada retrospectiva también nos deja entender su evolución interior: el esfuerzo por imponer el tango “en el centro”, con Aníbal Troilo y frente a la orquesta de Francisco Fiorentino; la tendencia hacia la música culta de la época de París; la frustración del año 1957, al volver a Buenos Aires y encontrarse con que su país lo rechaza; la decisión de llevar el tango afuera, a Nueva York, y, a partir del regreso (después de la experiencia estadounidense del “JT” o “jazz-tango”), la ubicación definitiva como argentino en la Argentina, la elección de asumir este lugar del mundo no solo expresándolo sino también quedándose en él. Desde 1962, cuando creó el santuario nocturno para ir a escuchar el tango (no para bailarlo ni para recordar el tiempo en que éramos novios, “¿te acordás, vieja?”; para escucharlo con una lucidez que no excluya los sentimientos), su línea ha sido clara pese a los tanteos a que lo impulsa su “mufa” constructiva.
Con Borges, en 1965, nace la idea de dar palabras a su música. En 1968, el disco Catorce para el tango, con letras de conocidos poetas. Ese mismo año, la operita María de Buenos Aires, ya con la colaboración de su letrista Horacio Ferrer y de su cantante Amelita Baltar. Y ahora, esta conjunción de valores (Piazzolla- Baltar-Ferrer-solistas) que ha ascendido a la gran ovación popular del Luna Park repleto en el Festival de Buenos Aires de la Canción y la Danza, y a la del teatro Regina, donde se presenta –entre cortinados de terciopelo muy belle époque– con una carga de violencia y tristeza que ya no va para su “gente especial”, sino, además, para las señoras con las tres vueltas de perlas y los batidos rígidos de spray, o para los hombres a los que se alude en términos cuidadosos (“medio” o “entre”: mediana edad, entrecano), en fin, para la gente de Buenos Aires.
“Es un renacimiento del tango –me dice–. Ha muerto un tango y ha nacido otro. Este triunfo me compromete más”. Porque también ha muerto una sensibilidad complacida en la nostalgia de lo que nunca existió, y uno de los agentes activos que han obrado para que un pueblo tomara conciencia de sí mismo en su versión no envilecida, para que se enfrentara con la nobleza de su rostro, ha sido, indudablemente, Piazzolla. Su propia música, por otra parte (para un encuentro se requieren dos) parece haber salido de aquel obsesivo ritmo que nos causaba opresión, y haberse abierto a un exaltado estallido de sabor auténtico, como si se hubiera vuelto música orillera por un extraño camino, orillera al revés y viniendo del fondo del río turbio.
¿Pero en qué medida han contribuido a su éxito la voz afónica y potente de Amelita Baltar y esas letras de Ferrer que, en opinión del maestro, han dado con el sentido justo de su música-flauta mágica para quedarse, flauta mágica para arrastrar al pueblo, no hacia afuera de la ciudad sino hacia dentro, hacia el fantástico refugio que no está nada lejos? “Trepate a esta ternura de locos que hay en mí/ ponete esta peluca de alondras y ¡volá!/ Volá conmigo ya, ¡vení!, ¡volá!, ¡vení!/ Quereme así piantao, piantao, piantao...”, invita la Balada para un loco, y Amelita Baltar, con túnica ocre, levanta su brazo para llamar mientras la orquesta es un camión de bomberos, una chimenea de barco, un anuncio. “No, yo no puse canto y letra para atraer al gran público. Lo que pasa es que me encontré con el letrista adecuado. A algunos les gusta la música sola, a otros, con canto. Nosotros acaparamos a los dos públicos”, me contesta Piazzolla.
Y, ciertamente, son dos públicos porque son dos espectáculos. El letrista y la cancionista representan un aspecto de Piazzolla, una mano más cálida con las virtudes y los defectos de lo humano, demasiado humano. Sin bajar de nivel con relación a la orquesta, establecen una comunicación emotiva aunque ligeramente desplazada del puro núcleo musical. No son una concesión, son una necesidad expresiva; llenan un hueco que debía colmarse con esa precisa voz tierna y grave y capaz de un grito salvaje que hiela la espalda, y la eficacia de las palabras simples, sostenidas por ese fuego con matices de otoño y marfil que es Amelita Baltar, indudablemente sacuden una tremenda explosión afectiva. (Piazzolla/enanito de Blancanieves/Baudelaire se ríe y me cuenta: “Le preguntaron a [Roberto] Goyeneche si la Balada para un loco es un tango. ¿Sabe lo que contestó? ‘No es un tango, ¡es un tangazo!’”).
Sin embargo, cuando se quedan solos, los cinco (bandoneón, guitarra eléctrica, piano, contrabajo y violín), hay un sabbat aterrador, combinado con el palito impertinente que golpea la tapa del piano, un galope pánico mezclado con algún irritante rasqueteo, los ruidos más alejados entre sí, la revelación de su parentesco: gemidos hambrientos del bandoneón entrecruzados con un violín que después de una gitanería sentimental rasguña y roe, con un piano y una guitarra lúcidos, civilizados, o con la palpitación de yugular hinchada y tensa del contrabajo. Cinco “piantaos” que nos atrapan en su demencia sin necesidad de decir “vení”. Y dos maneras de estar musical y “tangamente” (la expresión es de Ferrer) chiflados: la sordina que conserva la modalidad acuática (el tango sumergido que nos agobiaba) y el súbito aquelarre con los aullidos, los jadeos, los hipos, el llanto de todos los demonios y de todas las fieras de la ciudad. Y cierta insistencia, también, cierta reiteración machacona de determinados ritmos y chirridos que literalmente nos obligan a “parar la oreja”, porque no están por casualidad:
–Piazzolla es todo lo mismo –comenta uno a la salida–. Piiiii, piiiii, chin, chin, chin. Siempre igual.
–También los japoneses parecen todos iguales –responde otro, un muchacho barbudo que ha estado escuchando la función con una curiosa expresión de alerta–. Pero miralos bien.
Miralo bien: es un “toco” de música pesada, cuadrada, compacta, sobrevolada por una sirena chillona y angélica; es un tango como una ambulancia esterilizada, blanca, cargada de sufrimiento y que nos exige atención.
La Nación Revista, 14 de diciembre de 1969