Otra vez la noche
Horas antes de su segunda desaparición, López se quedó mirando el partido en el programa Fútbol de primera. Al día siguiente Gustavo, el hijo que entonces tenía 38 años y era empleado bancario, se levantó para ir a trabajar, pero no lo vio a su padre en la cama. Ese 18 de septiembre eran los alegatos en el juicio contra Etchecolatz, previo al dictado de la sentencia. Era un momento que había esperado años. Pero en lugar de la ropa que había usado para el juicio, su campera bordó de polar y su boina azul, se puso un jogging azul gastado, un pulóver verde de lana con ochos, y salió atravesando el pequeño jardín delantero, donde solía cuidar los malvones. Nadie escuchó el sonido del teléfono y las pequeñas perras Lupita y Violeta no ladraron. En el hogar no había puertas forzadas, faltaba un cuchillo de cocina y las llaves de Tito, que aparecerían misteriosamente durante la investigación tiradas entre los pastos altos y las ortigas del jardín. Para Irene, todo fue “una venganza porque mandó preso a Etchecolatz, gente vinculada a él, policías, militares, pueden ser muchos”.
El 19 de septiembre era la fecha de la sentencia. La angustia por la ausencia de López estaba en el aire, y algunos corearon su nombre. “Vas a la cárcel, no es el Estado, es la lucha popular”, gritaban los militantes de HIJOS subidos a las sillas del Salón Dorado de la Municipalidad de La Plata. El acusado –de traje gris y corbata oscura– hizo uso de sus últimas palabras. “No es este tribunal el que me condena. Ustedes se condenan, no van a tener vergüenza de condenar a un anciano, enfermo, sin dinero ni poder”, dijo con fría serenidad y control de sus gestos, mirando al juez Carlos Rozanski, quien segundos después emitiría el veredicto. La tensión acumulada hizo estallar al público. Cuando empezaron a volar bombas de pintura roja el cordón de policías y penitenciarios levantó los escudos. Mientras le gritaban “asesino” lo sacaron de la sala en vilo.
“Ellos sabían”
“Todo lo que pasó ese día nos mostraba con claridad que ellos sabían qué estaba pasando con Julio, la cara de ironía de Etchecolatz, cómo nos miraban, lo que dijo ‘ustedes están condenando a un pobre viejo’. Me acuerdo del escalofrío que sentí cuando lo escuché, la cara de Adriana Calvo y de las compañeras era de terror, era de ‘lo tienen ellos’, no había dudas. Por eso hubo tantas operaciones para que miráramos para otro lado cuando todo señalaba a la Bonaerense”, dice Myriam Bregman, una de sus abogadas. Jura que ese día le cambió la vida.
Las primeras marchas por López fueron bajo una lluvia torrencial. Horas antes a Nilda, que sería la única oradora, la convocaron a la gobernación. “Queremos una copia del discurso que vas a dar en la plaza”, le dijo Fernando “Chino” Navarro, en ese momento jefe del bloque oficialista en la Legislatura provincial. Nilda le respondió que no tenía ningún discurso. Navarro insistió. “Mire, le queremos pedir que tenga cuidado con lo que va a decir, tiene que reconocer que el Gobierno ha hecho mucho por los derechos humanos”. Al rato apareció el gobernador Solá.
–¿Para qué quiere que reciba a los organismos?
–Aníbal Fernández nos recibió, usted no puede hacer como que no existimos.
–Me van a decir de todo.
–Hay sapos que hay que comerse.
Emilio Pérsico entró al despacho, era el vicejefe de gabinete de Solá. Quería discutir la ubicación de las columnas en las marchas por López, una era crítica al Gobierno, la otra oficialista. El Movimiento Evita cedió un camión y el sonido para que Nilda pudiera hablar a los manifestantes, que se cruzaron varias veces, mientras el temporal de viento y lluvia empapaba a todos y todas.
Al día siguiente, abogadas y sobrevivientes fueron hasta la gobernación. Las recibió el gobernador Felipe Solá junto a su ministro de Seguridad, León Arslanián. Cuando les preguntaron qué querían ellas respondieron: “La lista de los policías bonaerenses que siguen en funciones desde la dictadura”. Las y los representantes de los organismos de derechos humanos plantearon de inmediato que Solá debía exonerar a todos los policías que actuaron entre 1976 y 1978. El ex ministro Arslanián expresó que eso era un “despropósito”, que él había encabezado dos grandes purgas en la Bonaerense, en 1998 y en 2004, y que no quedaban más de 64. “Hacemos todo lo posible. La Bonaerense es muy compleja. Nosotros tenemos sólo el 20% del control de la fuerza”, confesó Solá. “El gobierno de la provincia reconoció que un centenar de represores seguían en actividad en la policía provincial pero solo ‘jubiló’ a 36 de ellos cuando lo apropiado hubiese sido no solo expulsar a la totalidad sino iniciar una inmediata investigación acerca de su eventual complicidad con el secuestro de Julio”, dijo Nilda Eloy, a un mes de la desaparición. Los 64 de Arslanián habían prestado funciones en algún centro clandestino reconocido. Meses más tarde, cuando finalmente accedieron a los legajos del Ministerio de Seguridad, confirmaron que estaban en lo cierto: más de nueve mil efectivos de la Bonaerense que se incorporaron antes y durante la dictadura continuaban en actividad. Aunque el Ministerio de Seguridad sostenía que ninguno tenía acusaciones por delitos de lesa humanidad, Justicia Ya! pidió que todos fueran investigados y comenzó a realizar un trabajo de entrecruzamiento con sus propias bases de datos sobre represores. Así redujeron esa lista a aquellos que habían entrado entre 1976 y 1979 y que cumplieron tareas en alguno de los reconocidos centros clandestinos de detención: resultó que eran 3127. Volvieron a pedir que los echaran a todos, y el gobierno provincial insistió en que su prioridad era “preservar la gobernabilidad”. Fue alto el costo que pagó.
Al mes de la desaparición de López, el gobierno de la provincia de Buenos Aires informó que comenzaría a cruzar datos para buscar en las Fuerzas Armadas, y en las policías bonaerense y federal hombres vinculados al aparato represivo de la dictadura. Tarde, hacían lo que les venían diciendo los organismos.
El clima durante los meses siguientes estuvo enrarecido por una intensa ola de amenazas y seguimientos, pero no pudieron impedir el siguiente juicio contra el capellán de la dictadura y confesor de torturadores Christian Von Wernich. El 13 de diciembre de 2007 apareció “suicidado” el prefecto Héctor Febres, una forma de silenciar a este represor que era testigo en la causa ESMA sobre lo mucho que sabía sobre las embarazadas de ese campo de exterminio. Aquellos primeros juicios de lesa humanidad no transcurrieron en forma pacífica, como cuenta la versión edulcorada de la guía de los recorridos en la “ex ESMA”.
La ausencia de López en los alegatos podría haber impedido la continuidad de ese proceso, porque los sobrevivientes alegaban por sí mismos, no habían apoderado a sus abogados. De no haber mediado la excepción que hizo el Tribunal Oral Federal platense, que juzgó y condenó Etchecolatz a prisión perpetua por delitos cometidos en el marco de un genocidio, el juicio se hubiera anulado. ¿Sabrían esto los que se lo llevaron?
Monumento a la impunidad
En la causa López tenían casi todo para dar con el Viejo, pero se dedicaron a encubrir con el método de arruinar todas las pistas que tuvieran olor a botas y uniforme. Por eso Adriana Calvo definió ese proceso como “una mezcla explosiva de ineptitud, complicidad y encubrimiento”. Durante diez años descuidaron las líneas de investigación que apuntaban a los beneficiarios directos de la desaparición de López, en detrimento de las más banales o intencionadas para desviar el eje bien lejos de los represores, como las visiones de la “mujer pájaro” que lo veía en sus sueños. Una testigo arrimada por la Policía Bonaerense declaró en la causa que su hermana, residente en Perú, soñaba que de noche se convertía en pájaro y volaba por la provincia de Buenos Aires. En una de sus incursiones aéreas, la mujer aseguraba que había visto a López y precisó una zona rural que efectivos rastrillaron sin resultados. Los investigadores sospechaban que alguien lo tenía escondido, pensaron que la fotógrafa Helen Zout o Nilda Eloy tenían un romance con él. Llegaron a entrar a la casa de Eloy en un allanamiento trucho que derivó en el bizarro episodio de las empanadas: los policías se comieron la cena de la mujer del pelo largo y blanco, mientras sus perras, extrañamente, no ladraron. En pleno uso del manual del represor (no) ilustrado, las pistas disparatadas lo ubicaron a López bien lejos de Los Hornos, en la Antártida y hasta en Paraguay.
Sin una firme voluntad política, la responsabilidad es compartida por la Justicia y las fuerzas de seguridad, que entorpecieron cualquier avance. A tres años del hecho, cuando la presidenta Cristina Fernández de Kirchner recibió a los organismos de derechos humanos, Guadalupe Godoy le reclamó que la SIDE no entregaba las desgrabaciones de las escuchas de la causa. “Me extraña porque entiendo que es prioridad”, le respondió la presidenta. Pero apenas se fueron gritó “me lo llaman ya a Icazuriaga”. A la semana los espías las soltaron.
Nunca hubo –salvo cuando la causa estuvo en manos de una secretaría especial que conducía Juan Martín Nogueira, a la cual no se le dio continuidad, y del fugaz paso de la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA)– un criterio de conectar y cruzar los datos. Los periodistas Luciana Rosende y Werner Pertot sí lo hicieron, y en el marco de la investigación que continuaron luego de la publicación de su libro Los días sin López, confirmaron el vínculo entre el médico policial Carlos Falcone, acusado de haber participado del secuestro de López, con la ex policía Susana Gopar, que figura en la agenda de Etchecolatz y habría sido su secretaria. Ellos establecieron que había otros grupos con capacidad operativa para secuestrar a López, básicamente integrados por los policías del circuito represivo Camps, que casi no fueron investigados, y los agentes del Servicio Penitenciario bonaerense. Condenados en 2010, estos tenían el mismo interés que los policías bonaerenses para que se frenaran los juicios. López, que en total identificó a 34 represores, estuvo preso en la cárcel de La Plata y podría haber declarado también contra ellos en ese juicio. La abogada Godoy coincidía en que esa era la línea más importante, “porque tuvieron contacto no solo con Etchecolatz sino también con militares que estaban preocupados por el enjuiciamiento que estaban sufriendo, además de policías en actividad”. El juez Corazza ordenó a la SIDE y a la Bonaerense hacer inteligencia sobre los represores con arresto domiciliario. Asuaje y el colega de Godoy, Aníbal Hnatiuk, “peinaron” Los Hornos y pasaron horas con los técnicos de la PSA en Marcos Paz, pero la Bonaerense tardó siete meses en incluir los nombres de los agentes penitenciarios en el VAIC, el sistema de entrecruzamiento de datos. Por primera vez empezaron a saltar nombres y conexiones, pero cuando estaban cerca de armar una acusación concreta Corazza decidió apartarse del caso. Todo volvió a foja cero.
Antes de dejar la causa el propio juez había advertido sobre el peligro que implicaba que todos los represores estuvieran presos juntos en la cárcel de Marcos Paz, en el llamado “pabellón de lesa”. Hubo que hacer dos procedimientos, porque el primero fue una requisa con aviso, para detectar que gozaban de todo tipo de privilegios, un verdadero escándalo por el cual el gobierno de los derechos humanos no pagó grandes costos porque, entre otros factores, la noticia fue ignorada por los grandes medios. Los genocidas recibían visitas sin horario ni requisa y así podían ingresar teléfonos celulares, cámaras o dinero; tenían teléfonos sin controles y líneas no declaradas. En uno de los despachos oficiales del penal encontraron escondida la computadora del represor Jorge Bergés. Además de la agenda, a Etchecolatz le encontraron un papel que decía “hay que lograr que un testigo se desdiga”. En definitiva, tenían lo que necesitaban para planear lo que fuera, comunicaciones no detectadas ni intervenidas. El centro de operaciones era la enfermería. “Mi misión no es desestabilizar ministros, pero en Marcos Paz había televisores plasma, tenían acceso al buffet y ahí podían tener teléfonos celulares”, diría el juez Corazza. Pero su juzgado no fue capaz de determinar qué líneas usaban cuando desapareció López.
–Turco, ¿vos sabías de esto y no nos avisaste? –preguntó furioso Alberto Fernández, entonces jefe de Gabinete de Kirchner.
–La verdad, se me pasó –le respondió Sain, a quien el juez Corazza le había anticipado los detalles suponiendo que él, a su vez, avisaría al gobierno.
“Para el cuarto aniversario el ex ministro de Justicia bonaerense Ricardo Casal presentó un testigo falso que motivó el enorme e infructuoso operativo en el parque Pereyra Iraola”, se había indignado Nilda Eloy. Si el expediente se mantuvo activo fue por la incansable labor de los abogados Godoy y Hnatiuk, persistentes como sabuesos, aun cuando sintieron más de una vez que les tomaban el pelo. Como cuando descubrieron que los investigadores policiales se pasaron meses escuchando las supuestas líneas intervenidas de Marcos Paz, y registraban las conversaciones de los presos comunes. ¿No se dieron cuenta de que alguien les cambió la ficha? La Bonaerense fue apartada recién en abril de 2008. El expediente judicial sigue abierto porque López permanece desaparecido, pero agoniza sin resultados. El abogado Hnatiuk debió solicitar incontables veces la realización de los cruces telefónicos sobre llamadas de sospechosos los días previos y posteriores a la desaparición del testigo y durante años los investigadores de la fiscalía no podían hacer funcionar un programa informático para tan básica medida de prueba. En 2021, desde el Sistema Federal de Búsqueda de Personas (SIFEBU) quisieron aportar la colaboración de dos gendarmes al caso, pero los querellantes se opusieron. Aun así, el SIFEBU digitalizó todos los datos de personas N.N. del cementerio de La Plata. López no estaba.