Adriana Meyer cubre casos de violencia institucional hace más de treinta años. Más de la mitad de su vida. Presenta su primer libro Desaparecer en democracia. Cuatro décadas de desapariciones forzadas en la Argentina. El lanzamiento es parte de la colección Historia Urgente de Marea Editorial que, entre más de ochenta títulos, incluye también el de la nieta recuperada Victoria Montenegro.
Junto a un equipo de investigación, integrado por Daniel Satur, Juan Pablo Csipka, Gioia Claro, Soledad Segade y Martín Cossarini, Meyer tomó el registro de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi) y reúne, por primera vez, las desapariciones forzadas a lo largo de casi cuatro décadas de democracia en nuestro país. Recopila 218 casos, aunque no hay cifras oficiales. Periodiza sobre los distintos gobiernos e incluye un capítulo sobre los que pertenecen a pueblos originarios.
La génesis de la idea del libro, que cuenta con el prólogo de María del Carmen Verdú, titular de Correpi, fue la segunda desaparición de Jorge Julio López. Un punto de inflexión para la autora y para nuestra historia. Meyer analiza la trama de complicidades policiales, judiciales y políticas que hay detrás de la problemática. En especial, rescata casos olvidados y desconocidos y les da voz a quienes siguen luchando, ya sea por aparición con vida, del cuerpo o por justicia. Si bien no tiene la sistematicidad que había en la última dictadura, la práctica perdura. Sólo catorce días después de la asunción de Raúl Alfonsín se produjo la primera desaparición forzada en democracia: José Luis Franco, de 23 años. De allí a la etapa más brutal de la represión estatal en democracia con el macrismo, donde destaca el caso de Santiago Maldonado, y al gobierno de Alberto Fernández, marcado por distintos hechos durante el aislamiento preventivo por la pandemia del coronavirus.
Desaparecer en democracia funciona como un ejercicio de memoria. Una base si lo que se quiere es saldar una de las grandes deudas de estas casi cuatro décadas. Es un mapa de cómo intervienen actores estatales, y la sociedad en general, para perpetuar la práctica de las desapariciones forzadas. AGENCIA PACO URONDO dialogó con la autora.
Agencia Paco Urondo: ¿Qué significa la publicación de un primer libro? ¿Y la colección que integra?
Adriana Meyer: Tuve la idea cuando desapareció Jorge Julio López y también con Santiago Maldonado, pero recién se concretó el año pasado. Seguía sucediendo, entonces en lugar de hacer un libro sobre un caso dije de hacerlo sobre todos. Editorial Marea tuvo una actitud de muchísimo cuidado, amor y paciencia en la edición, dado que estaba acostumbrada a escribir un texto y largarlo rápido en la vorágine periodística del día a día. Que integre la colección Historia Urgente es un orgullo. Hay un vacío, hay que hablar de esos temas, y cada uno de los libros tiene ese mérito de aportar la voz y lo que hay que decir.
APU: ¿Dónde nace la idea del prólogo a cargo de María del Carmen Verdú?
AM: Nos une una amistad de treinta años en la lucha, en marchas y en el ejercicio periodístico. Fue natural lo del prólogo y también porque comparto su mirada. Cuando decidí estructurar el libro tomé de base el listado de Correpi sobre desapariciones forzadas en democracia. Allí hay una estadística de un muerto por día por el accionar estatal en general, que bajó a 22 horas durante el macrismo. Fue el punto más brutal de la represión.
APU: ¿Por qué considera que el caso Jorge Julio López es un punto de inflexión?
AM: López era un sobreviviente de la dictadura, que se tomó su tiempo para hacer sus declaraciones y fue muy preciso. Era un testigo de alto valor para el juzgamiento de la patota de Miguel Etchecolatz. Desaparece el día de los alegatos y nunca más se lo ve. Generó que se dijera que era el primer desaparecido en democracia y la verdad es que no, menos en La Plata, donde ya habían desaparecido Miguel Bru y Andrés Núñez.
La visibilidad, la importancia del caso, el involucramiento de funcionarios, eso fue. Tenías a Aníbal Fernández, que decía que podía estar en la casa de la tía tomando té, pero también a un presidente asegurando que los juicios no se iban a frenar. La intencionalidad política de su desaparición era esa y no sucedió por la voluntad política de Néstor Kirchner. A partir de López fue mucho más evidente la utilización de la palabra desaparecido.
APU: ¿Cómo influye la construcción del relato a partir de las voces que se toman?
AM: Es una de las cuestiones que, ante la reiteración del fenómeno y del tratamiento periodístico, más se nota. La versión policial es siempre intencionada. No digo no tomarla, pero contrastarla con la de las familias al menos. Aprender a identificar el valor del relato de la víctima. En estos casos se requiere un abordaje mucho más profundo. Sería bueno que muchos entendieran que la desaparición forzada contiene a otros delitos, implica que el Estado encubre activamente y cuando aparece el cuerpo no termina. Trazo una línea cuando de tratamiento periodístico, con o sin perspectiva de derechos humanos, pasamos a operaciones avaladas por multimedios y funcionarios públicos.
APU: Luego de su investigación, ¿por qué puede considerarse que persiste la práctica desde la dictadura?
AM: Por un lado, al interior de la fuerza no hay un escarmiento lo suficientemente severo. Hay que esperar instancias judiciales pero la exoneración debería ser automática. Hay algunos que siguen caminando con arma en la cintura. Por otro, la mayoría no tiene condena por lo que hay complicidad de la justicia. Los casos de gatillo fácil no llegan a juicio. El sistema se abroquela en su defensa. La tercera pata, que hace que se cierre el círculo, es que el poder político necesita de esa policía corrupta.
APU: Una cuestión que señala Verdú en el prólogo, ¿qué pasa cuando esa violencia estatal se cruza con la machista y patriarcal?
AM: Se agrava exponencialmente. Una característica de este tipo de delito es el envalentonamiento. El solo hecho de portar un uniforme y un arma los vuelve con una actitud de supremacía absoluta al punto de poder disponer de la vida y muerte de otra persona. Hay un montón de casos, que no llegan a ser desapariciones forzadas, como el femicidio, donde también está presente y está claro que es un agravante.
APU: Una de las cuestiones que plantea la abogada de la familia Maldonado es que Argentina no tiene una estructura que dé respuesta a las desapariciones en democracia. ¿Cómo ve ese planteo? ¿Cuáles son algunas de las deudas de nuestro país en la materia?
AM: Es así y surge de la condena en 2011 al Estado argentino en el caso de Iván Torres, desaparecido mapuche en 2003. Le ordena establecer mecanismos específicos para el tratamiento de este tipo de delitos. Eso no ocurrió. Los funcionarios lo admiten como una deuda. Ese combo se completa con la inexistencia de registros unificados y centralizados para cruzar datos de muertos NN y tampoco hay bancos de datos de ADN. Cada vez que aparece un cuerpo la pregunta debería ser quién es pero para eso hay que tener un registro exhaustivo de la población.
Otro tema es la enorme cantidad de personas indocumentadas, como Luciano Arruga. La madre no podía acreditar que lo era y no había fichas dactilares porque tampoco él tenía documento, hasta que después de muchos años alguien pensó que debía haber tenido una entrada en comisaría. Es el caso que mejor muestra a un Estado que muchos consideran bobo pero, en realidad, los que perpetran una desaparición saben que es tan fácil hacerlo. Ese agujero administrativo termina siendo parte de la complicidad estatal.
APU: Más allá del repaso por cada gobierno, también dedica un apartado a los pueblos originarios. ¿Por qué esa inclusión?
AM: En el caso de Maldonado tomé conciencia de su lucha. En conversación con distintos referentes salió la idea de que había desaparecidos que no estaban en ningún registro. Nos abocamos a doce de esos casos. Hay otros incluso que no se sabía que eran de pueblos originarios, como Iván Torres y Daniel Solano. Hay un agravante en la visibilización y es más complejo de lo que ya resulta para cualquier familia pobre.
APU: Es interesante el punto alrededor de la terminología sobre la cuestión. ¿“Violencia institucional” es suficiente al involucrar, por ejemplo, el rol del poder judicial o desdibuja la represión estatal?
AM: Yo trabajo con las dos acepciones. La primera persona que mencionó esto como represión estatal fue Vanesa Orieta, hermana de Arruga. Otros proponen que “represión estatal” es más abarcativo, aunque puede sonar exagerado para algunos. Por otro lado lo cuestionan porque el Estado capitalista como tal tiene la potestad represiva. Si esa es la parte legal, estaríamos hablando de represión ilegal, lo que remite a la dictadura militar.
A mí me parece un avance la existencia de procuradurías específicas sobre violencia institucional, cuya intervención puede ser un antes y un después, como en el caso de Facundo Astudillo Castro. Así como también están las direcciones y a las fuerzas de seguridad no les gusta porque impulsan que las sanciones no se queden en lo administrativo, aunque sean insuficientes.
APU: A lo largo de los años hubo diversos intentos de reformas y propuestas. El último proyecto de Ley contra la Violencia Institucional, la supuesta “policía de cuidado”, el control popular de las fuerzas de seguridad, o el paradigma de la seguridad democrática de los organismos de DDHH. ¿Cómo lo ve usted?
AM: Realmente no sé cuál sería el método más eficaz, quizás una combinación de todos. Es más fácil hacer el diagnóstico que aportar soluciones, pero todos tenemos ese dilema. Lo de la “policía de cuidado” se lo llevó puesto la realidad. Fue más una expresión de deseo. Sí creo que empoderar a estas fuerzas de seguridad, esa confianza que se tiene a veces, no va a ser mejor.
Por otro lado, incluso si ponemos todas esas medidas sobre la mesa, con voluntad política sostenida y un pacto entre distintas fuerzas políticas, porque respecto a la represión estatal no hay grieta, va a fracasar si no hay un cambio más profundo en el poder judicial y en el poder político. El Estado tolera que haya fuerzas parapoliciales. Estamos a años luz de algunas reformas. Me conformo con que estos casos no pasen, y si pasan que se resuelvan más rápido. En lo inmediato es utópico pensar que va a dejar de pasar. Sólo si al momento de sentarse a negociar el futuro de Argentina las fuerzas mayoritarias incluyen la violencia institucional en la agenda vamos a tener algo de luz positiva al respecto.