Por esas cosas de la vida, los años de plomo en Argentina, hicieron que Adolfo Pérez Esquivel, abandonara por algún tiempo los cinceles y el pizarrón, para relegarlos por otra causa igualmente noble, los derechos humanos.
Precisamente en ese derrotero lo encontró el anuncio del Parlamento noruego de que el Premio Nobel de la Paz recaería en sus manos, una figura desconocida para la mayoría de los argentinos. Era el 13 de octubre de 1980 y, dos días más tarde, cuando circulaba con su hijo en el Renault 4L familiar, falló un intento de asesinato: se les acercaron unos tipos armados y un tachero que pasó por delante les salvó la vida de milagro.
Todavía teníamos mucho por aprender en esa asignatura que lo destacaba, los derechos humanos, y el reconocimiento internacional de la actividad de Pérez Esquivel marcó un camino.
Su búsqueda de humanidad en todos los planos había tallado su personalidad, desde el pelo hasta la punta de los pies.
La infancia se le había caído encima con la muerte prematura de la mamá y Adolfito terminó pupilo en un colegio de Colegiales. Fue su abuela guaraní, “una loca linda que hablaba con las flores”, quien endulzó sus oídos con caricias frecuentes y leyendas aborígenes que en él, durante aquellos primeros años desoladores, mitigaron carencias.
El descubrimiento premonitorio del arte también contribuyó a su salvación, aunque fue a los golpes: “Las monjas me fajaban porque pintaba las paredes”, le confiesa a Pablo Melicchio en Para ser humanos, un libro que acaba de publicarse. Y a la portera de su siguiente estadio en la educación escolarizada, un colegio franciscano, le debió el aprendizaje de la talla en madera.
“Cuando salí del internado, al poco tiempo, mi viejo se quedó ciego. Yo vendía diarios en la calle. Mi hermano mayor trabajaba de mozo, o lavacopas. Mi hermana estaba con unos tíos. Mi hermano, el más chiquito, estaba en el Patronato de la Infancia. Todos separados. Durante un largo tiempo no tuve familia. La escuela la hice con los franciscanos que estaban en la calle Alsina, frente al museo de antropología. Con los franciscanos me entendía, me cascaban también, porque la educación de antes era a los golpes. Despacio empecé a recorrer la ciudad. Me iba a pintar a La Boca. Comíamos tallarines en el estudio de Quinquela Martín. Ahí veía los otros conventillos, la gente, la barriada con los problemas con la policía… La pobreza nadie me la enseñó, la viví y la transité.”
Y un buen día, un negro del conventillo de San Telmo que era su hogar lo convenció de que le escribiera a Eva Perón y dejara la carta en su Fundación. En dos hojas de un cuaderno Rivadavia, le contó a la primera dama que el padre estaba ciego, que necesitaba ayuda porque no les alcanzaba para pagar la pieza, lo bien que les haría una jubilación, que él trabajaba vendiendo diarios y el hermano en una cafetería... pero costaba llegar a juntar para el alquiler. Y a los quince días, una señora de sombrero y trajecito se apareció como el hada madrina en el conventillo.
Sacó de la cartera la carta que había escrito de puño y letra, y le preguntó: “¿Vos sos Adolfo? ¿Puedo hablar con tu padre?”. Era la secretaria de Evita. Y a los 15 días, Cándido Pérez González, su padre, un pescador inmigrante de Galicia, comenzó a cobrar una jubilación. A Evita nunca la conoció (“era extraordinaria”, le dice a Pablo Melicchio), pero sí a Alfredo Palacios y el vínculo con Benito Quinquela Martín –abandonado por sus padres biológicos en la Casa de Niños Expósitos- fue espontáneo: al alma mater de los portuarios lo conmovía ver a ese chico siempre solo y pintando cuando él salía a caminar.
Y de a poco, la vida comenzó a sonreír. El primer libro que le regalaron – ¡al futuro Premio Nobel de la Paz!- se lo había dado un librero, Don, y era la autobiografía del pacifista Mahatma Gandhi –parte de cuyas cenizas llegaron a sus propias manos, de una manera increíble, que relata el libro Para ser humanos, en página 85-.
Pero todo el resto, Pérez Esquivel lo conseguiría a pulmón. Egresó de la Escuela Nacional de Bellas Artes Manuel Belgrano y luego de la Universidad Nacional de La Plata, con el título de Artista Plástico. La afinidad con el movimiento latinoamericano de la Teología de la Liberación fue una epifanía posterior, en los ilusionados años 60.
Pérez Esquivel siempre había soñado con finales felices a su alrededor. Ya adolescente, compartía su arte metiéndose entre los obreros de las fábricas para enseñarles a esculpir. Pensaba que en la expresión artística, los de abajo podrían dar rienda suelta a sus gritos de libertad.
En 1973 fundó el periódico Paz y Justicia. En 1974, mientras en Argentina se creaba el Servicio Paz y Justicia, en Medellín (Colombia), lo eligieron como coordinador general para América Latina de los varios movimientos que trabajaban por la liberación no-violenta de los pueblos.
Dos años más tarde, en agosto de 1976, se lo llevaron preso “por estar en cosas raras” y durante 14 meses estuvo detenido en el Departamento Central de la Policía Federal, padeciendo las injusticias del encierro sin ley, ajeno a un proceso judicial y desconociendo incluso que su lucha solidaria lo había hecho merecedor del memorial Juan XXII de la Paz, otorgado por Pax Cristi Internacional.
Un flamante volumen del escritor y psicoanalista Pablo Melicchio recupera la trayectoria y los sentimientos del segundo argentino que recibió un Premio Nobel de la Paz (Carlos Saavedra Lamas fue el primero y, en total, sólo cinco lo lograron en diversas áreas del saber).
“Para ser humanos es el libro que nació a partir de innumerables encuentros de viernes, en la casa-atelier de Adolfo Pérez Esquivel, el Premio Nobel de la Paz. Una vez que Adolfo aceptó mi propuesta, que pensé utópica hasta que su bondad y entusiasmo la hicieron posible, fundamos largas jornadas de trabajo, horas de reflexiones y planteos, diálogos profundos y distendidos, ensayos e ilustraciones; material del que se compone el libro”, recuerda el autor y revela que, en cada encuentro, lograban una conexión casi privilegiada “para que finalmente la palabra circule libremente, como en un psicoanálisis”.
Esta primera edición de Editorial Marea arranca al desnudo con una fotocomposición de los ojos del entrevistado en el preciso momento en que miraba a un niño desnutrido en una favela de Brasil, “un niño pobre que, no por casualidad, es registrado por Adolfo, que también fue un niño pobre; y esa es quizá la condición sensible que muchas veces se necesita para registrar el sufrir de los otros: haber regresado del infierno. (…) este niño es una excepción, no será engullido por la gula del olvido, porque Adolfo lo protege, lo sostiene en el regazo de su mirada y lo lleva por el mundo, como una muestra de tantas vidas condenadas a sobrevivir en las periferias”.
Y en esta aproximación, es casi inevitable recordar la dedicatoria y la gratitud que derramó Pérez Esquivel durante la pomposa ceremonia nobelesca en Oslo: “a mis hermanos los más pobres y pequeños, porque son ellos los más amados por Dios; en nombre de ellos, mis hermanos indígenas, los campesinos, los obreros, los jóvenes, los miles de religiosos y hombres de buena voluntad que renunciando a sus privilegios comparten la vida y camino de los pobres y luchan por construir una nueva sociedad”, dijo el 10 de diciembre de 1980.
Pasaron 44 años y muchas cosas no parecen haber cambiado lo suficiente.
“Los cuatro Jinetes del Apocalipsis están desbocados, desparramando pestes, hambre, guerras y muerte por todos lados. La voz de Adolfo Pérez Esquivel, merece y debería ser escuchada. Es una medicina literaria para un mundo en crisis”, explica el autor, orgulloso de su nueva criatura, pensada como “medicina literaria para un mundo en crisis que, sin lugar a dudas, precisa de palabras y de ideas para reflexionar, para detenerse a pensar acerca de la condición humana y el futuro del planeta, y generar cambios necesarios para una existencia mejor”, se ilusiona Pablo Melicchio.
Los protagonistas de este relato ya se habían conocido cuando Pablo Melicchio publicó sus conversaciones con Nora Morales de Cortiña, una de las Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, El lado Norita de la vida (Editorial Marea, 2020), que precisamente el Premio Nobel prologó.
Pero ahora, post pandemia, este libro de diálogos, ideas e imágenes a favor de la calidad de vida, la justicia social, la paz y la libertad suena a esperanza. Un libro cocinado a fuego lento a lo largo de casi siete meses de encuentros, con la intención de ser sanador, guardián de la memoria y defensor de los Derechos Humanos.
De este cuasi “confieso que he vivido” brotan montones de párrafos tersos, lacerantes, sabios y siempre conmovedores. A modo de ejemplo:
“Existe un antiguo proverbio que dice: “Si no sabes a dónde vas, regresa para saber de dónde vienes”. Tiene mucho que ver con la identidad, con la pertenencia. Y está muy fuertemente marcado en los pueblos originarios, pero en la gente de la ciudad, no. ¿Cuál es la identidad?”
“En los templos griegos nada es porque sí. Las columnas estaban afuera. En el Partenón, las columnas tienen un ritmo que hace también a la música. Y la luz que envuelve esas columnas está expresando un sentido muy profundo con la madre tierra. Llegan los romanos, más pragmáticos, y pegan las columnas a los muros. Pasan a ser decorativas. Es otra mentalidad.”
“ ¿Dónde fueron a parar los apóstoles después de la muerte de Jesús? Se dispersaron por Grecia, Rusia… Lo que dominó fue el imperio romano. Después de Constantino, cuando la Iglesia se convirtió en la religión oficial, ahí se centró en las figuras de Pedro y de Pablo y así se fue conformando la Iglesia en Occidente. Pero Pedro y Pablo tenían diferente mentalidad. Pablo venía de los romanos, fue un centurión que se convirtió en Damasco…”
“El bautismo de Jesús que realiza Juan el Bautista es la bisagra entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Marca, define una nueva era. Es la religiosidad, la militancia y el arte.
“Para mí ya es imposible separar el arte de la militancia. El otro, la otra, refleja una condición de la divinidad. Sea en la plástica o en la escritura, es expresar lo mismo, con otro idioma.”
“Contemplarnos como personas para luego poder vernos en el prójimo. Si no me puedo ver a mí mismo, si no trabajo en mi autoestima, difícilmente pueda ser empático con los demás. Cada ser humano es una expresión de la humanidad. Estamos intercomunicados. Todo lo que hacemos o dejamos de hacer afecta a la condición humana.”
“Cuando el 5 de mayo de 1977 me subieron encadenado en el avión, primero pregunté adónde me llevaban. Pero cuando vi que estaba sobrevolando el Río de la Plata y daba vueltas, y yo sabía lo que pasaba con los prisioneros, de pronto lo supe. Y lo confirmé cuando el oficial comenzó a manejar una caja, yo no la veía, estaba de espaldas, seguro era la inyección de pentotal para poder tirarme sin que yo opusiera resistencia… ¿Y por qué desistieron? Porque el piloto recibió orden del comando de regresar a la base aérea de Morón. Se ve que por la presión internacional.”
“Hay cosas maravillosas, por ejemplo, el preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas de 1945 que dice: “Nosotros, los pueblos del mundo, exigimos poner fin a la guerra y construir la paz”. No vamos a cambiar el mundo, pero… Los estudiantes de Mayo del 68, en París, decían: “La imaginación al poder. Pidan lo imposible…”
“Quiero que hablemos de los muros. Los muros de la intolerancia. Hay treinta y seis muros en el mundo. Muros visibles y de los que no se ven, salvo por sus efectos (…) Cuando entrabas en Berlín del Este, te controlaban el auto, te pasaban espejos por debajo, te revisaban todo. Y una vez me encontraron un libro sobre las dictaduras en América Latina. Vieron una fotografía de un militar y preguntaron: “¿Y esto?”. “Son los capitalistas oprimiendo a los pueblos”, respondí. Y ellos se rieron. (…)Los de Alemania del Este estaban en situación de igualdad, comían, trabajaban, estudiaban. Cae el muro y pasan a ser desocupados. El capitalismo puso sus reglas. (…)Muros en las familias, entre los vecinos, en las calles. Son los muros de la intolerancia. Muros que se imponen, psicológicos. Familias peleadas por ideologías. Con la revolución sandinista, familias enfrentadas, divididas, unas apoyando al régimen anterior y otras a favor de la revolución sandinista. En la Argentina de hoy, el muro del odio.”
“Cuando uno muere se cierran las puertas de las sensaciones y las emociones; no las podemos volver a abrir. Y se abren las puertas del alma. Y ahí empieza un safari. Otro recorrido. En todas las religiones pensaron en la inmortalidad del alma. La reencarnación, en los budistas. Yo hablé mucho de todo esto con el Dalai Lama. Él habla más allá de las religiones, y eso es la espiritualidad. Las religiones dividen, enfrentan.”
Y las anécdotas y los nombres ilustres se funden encabalgados, hasta que inevitablemente se llega al final de Para ser humanos. Muchas ideas y emociones permanecen. Premio Nobel de la Paz no se nace, se hace tras una vigilia intensa en una noche oscura. A los 92 años, Adolfo Pérez Esquivel todavía cree en los finales felices, un amanecer fresco de dos palabras mágicas: “derechos humanos”.