Por Osvaldo Bazán
Algún día se contará todo y ya ninguno de nosotros estará vivo para decir “sí, fue así” o “no, siguen mintiendo”. Eso, claro, en el mejor de los casos. Si todavía no sabemos bien dónde vamos a pasar las Fiestas, ¿cómo vamos a poder afirmar cómo será esta sociedad dentro de cien años, cuáles serán sus desvelos, sus intereses, sus dolores, sus inequidades? ¿Quién puede asegurar si se va a festejar el Tricentenario? Y, en ese caso, ¿cómo será?.
Por eso, cuando algún día se cuente todo, cuando los historiadores analicen cuadros y busquen fuentes y traten de saber por qué el país se volvió loco en 2008 a partir de la elevación de unos puntos de un impuesto, van a tener que buscarlo al Topo. El Topo no va a estar, pero van a encontrar un libro –guarden este libro, es el primer consejo– que es el mejor registro de lo que nadie registró en un año en donde todo pareció registrarse hasta el cansancio. Eslóganes, sí, hubo muchos. Frases huecas, intemperancia, la leche derramada sobre el yuyo con glifosato, de eso hubo y fueron pocos los que se quedaron callados.
También fueron pocos los que mantuvieron su prestigio.
Cualquier ciudadano que se quejó del avance monstruoso de una planta que se quedó con las tierras y los dineros del país fue un negro comechoripán, o un corrupto, o un intelectual a sueldo buscando su quintita de publicaciones y reconocimientos estatales.
Cualquier ciudadano que recordó la falta de planificación agraria, el masivo cierre de establecimientos y la destrucción de la vida rural fue un oligarca panzón agrario desestabilizador e integrante de grupos de tareas.
La intemperancia fue en aumento: a una declaración altisonante le siguió un comunicado enfático, y de ahí a una medida rimbombante, y de ahí a un discurso pomposo, y de ahí a 40 millones de sordos a los gritos.
Hubo ruido, mucho ruido.
Tanto, tanto ruido.
Los intelectuales intelectualaron y los chacareros chacarerearon. El Gobierno quemó las papas y Maradona gritó el voto no positivo como un gol de la Selección. Llamó a Cobos para decírselo.
Mientras tanto, el Topo se metió adentro y fue a ver, sin ninguna idea previa, sin pensar que estaba en una batalla y debía tomar partido, de qué se trataba. El Topo hizo eso que tanto molesta a unos y a otros. El Topo hizo periodismo. Del bueno.
El Topo es, ¿vieron un metrosexual? Bueno, todo lo contrario. El Topo es Rodolfo González Arzac. Con él comparto profesión, trabajamos en la redacción del mismo diario y hasta publicamos los libros en la misma editorial. Así y todo, voy a elogiarlo.
Rodolfo tomó como una misión cruzar diagonalmente el país a ver de qué se trataba tanto tole tole y lo fue contando en este diario. Pero el diario, papel que no sólo envuelve huevos, también los rompe, va al olvido, ya está, ya fue, pasó, a otra cosa. Y así nació este libro, el libro de los historiadores de acá a un montón de años. El libro que al grito de ¡Adentro! –así se llama– se subió a cualquier tipo de vehículo, nunca un avión, y se fue a buscar una respuesta a la pregunta que nadie supo responder, a pesar de lo omnipresente del tema: ¿De qué se habla cuando se habla de campo?.
Porque hay una construcción bucólica de parte de los empresarios agropecuarios y de los agropecuarios y de algunos medios de comunicación, gente maravillosa que trabaja más que nadie y que hacen grande la patria, encargados siempre de salvar económicamente al país y con una cosecha nos salvamos todos. Y hay una construcción maquiavélica sostenida por el Gobierno y sus intelectuales, además de organizaciones funcionales, que habla de oligarcas vendepatria y egoístas que no son capaces de derramar su gran fortuna personal en beneficio de los argentinos más desprotegidos, que de ellos también es el suelo.
Por más increíble que suene, no fue obvio para casi nadie en el país que ninguno de los dos dislates eran verdaderos, que había una puja de intereses y que el bien y el mal son bastante más chúcaros que los deseos sectoriales. Que la verdad está en los números y en la gente.
Rodolfo tocó con todos.
Y lo que cuenta es tan sorprendente, tan rico, muchas veces tan contrario a las verdades aprendidas, que el libro debería ser de lectura obligatoria para cualquiera que de hoy en más quiera hablar del asunto.
Las historias de vida que recorre ¡Adentro! Millonarios, chacareros y perdedores en la nueva argentina rural forman un coro tan contradictorio como vital. Y ese coro desafina, mete vida, arruina canciones.
Allí aparece la voz de Ángel Strapazzón, líder natural de un sector del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase), que en una noche alucinada de viaje entre Buenos Aires y Quimilí le cuenta a Rodolfo que el modelo sojero genera sólo un puesto de trabajo cada 500 hectáreas, que desplazó en 10 años a 300 mil campesinos e indígenas hacia sectores urbanos marginales y que roció durante el último año 165 millones de litros de glifosato; y la voz de María Raimundo Luna, también del Mocase, en el monte que deja de serlo: “Necesitamos un Martín Fierro que vaya en moto. Eso nos daría la posibilidad de que la intelectualidad deje de hablar boludeces”; y la de Pedro Peretti, de la Federación Agraria, que dice: “Si vos tomás el discurso de Aapresid –la gremial de los pools de siembra y de los megaproductores esponsoreados por Monsanto– y el discurso de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner te vas a dar cuenta de que tienen una similitud increíble. Lo que necesitaba para expandirse el monocultivo de soja era la deforestación, y durante el kircherismo, desde el 2003, se deforestaron dos millones de hectáreas. Necesitaban, también, que las vacas fueran criadas en feedlot para ganar tierra, y es lo mismo que dijo hace unas semanas la Presidenta, que se enorgulleció de que en su gestión pasamos de 800 feedlot a 1.600, con subsidios diarios de casi ocho millones de pesos. Por eso, durante el conflicto Aapresid no tuvo participación”.
Y están los datos. Por ejemplo, cómo consiguió Alfredo Olmedo ser el rey de la soja, con más de 200 mil hectáreas, muchas de ellas tierras fiscales entregadas por el gobernador Romero. O cómo el senador Roberto Urquía usó al Estado nacional para conseguir que su Aceitera General Deheza llegue a facturar 2.500 millones de dólares, con una concentración de tierras y trabajo que hizo desaparecer a muchos productores, sacándolos de competencia. O cómo creció la desesperación en la escuela San José de Calasanz de San Jorge, en la provincia de Santa Fe, cuando cayeron en la cuenta de que en los últimos cinco años murieron cinco maestras, todas de cáncer, y en Las Petacas –también en Santa Fe– se supo que hace unos años en algunos campos los aviones fumigadores llegaron a usar niños como banderilleros.
Y también está la mirada científica. Norma Giarraca, socióloga con 40 años de trabajo en el mundo rural, profesora del Gino Germani de la UBA, es clara: “Los Kirchner profundizaron el modelo, siguieron con la lógica del agronegocio, incluyeron a actores poderosos en su Gobierno –como al senador Uquía– y, luego, por un desacuerdo en la sociedad del reparto de ganancias –vía impuestos para el Gobierno–, se definen como un gobierno ‘redistributivo’ y comienza la crítica. En el modelo neoliberal del agronegocio no es posible la democratización económica. Se debe cambiar esa lógica y este gobierno se muestra ambiguo, por un lado la Presidenta hace declaraciones encendidas contra los ruralistas –no contra el modelo y su lógica– y por otro toda la estructura de la administración y gestión agraria está en función de este modelo”.
Rodolfo anduvo por todos esos pueblos, fue con el veterinario del pueblito cordobés a asistir a un parto de vacas y esperó horas a Gustavo Grobocopatel en su oficina. Presenció el pedido de ayuda económica que hizo Urquía a un funcionario de la ANSES para un amigo. Discutió con De Angeli e intentó que Buzzi le explicara cómo era posible una unión entre la Federación Agraria y la Sociedad Rural.
Rodolfo no adjetiva, no pontifica, no moraliza. Pero tampoco es aséptico. Contar aquello que alguien quiere impedir que se sepa. Eso no es aséptico.
Eso es periodismo.
Del bueno.