La imagen de un mundo unificado ha dominado los sueños de progreso, desarrollo y pacificación del mundo occidental. De la universitas antigua al tecnoglobalismo actual, la idea de una humanidad unida, reunida y reconciliada ha sido el horizonte que ha dado forma al imaginario de nuestra civilización, tanto en su expansión cultural y religiosa como en su desarrollo técnico, científico y económico. Hoy el mundo ya se ha hecho uno. La humanidad ha dejado de ser una abstracción ideal y lo universal ha dejado de estar proyectado hacia un horizonte histórico, trascendente o utópico. La experiencia de la unión planetaria es, en realidad, la de la interdependencia real y peligrosa de los aspectos fundamentales de la vida humana: su reproducción, su comunicación y su supervivencia.
Esta experiencia directa de la interdependencia a escala planetaria no ha traído consigo una nueva idea del nosotros. Dependemos unos de otros, más que nunca, y sin embargo no sabemos decir “nosotros”. Entre el yo y el todo no sabemos dónde situar nuestros vínculos, nuestras complicidades, nuestras alianzas y solidaridades. A pesar de que se haya hecho uno, el mundo global aparece a nuestros ojos como un mundo fragmentado, enzarzado en una guerra y en un conflicto permanentes: entre culturas, entre la legalidad y la ilegalidad, entre expectativas de vida, entre amenazas para la misma vida. Ya tenemos un mundo único, la humanidad se ha reunido consigo misma en el espejo de la red y en la maraña de las comunicaciones y los transportes instantáneos. Pero este mundo es un mundo minado en el que todos estamos en guerra contra todos.
Desde este universal real que es el mundo globalizado, se replantea el sentido de la unidad conquistada del mundo. ¿Es la encarnación de la “utopía planetaria” que había guiado el imaginario de occidente? ¿Entronca, por tanto, con el ideal universalista de la modernidad? Para responder a estas preguntas, es necesario analizar sin prejuicios la articulación histórica y conceptual de ese mismo ideal universalista. Asumiendo las denuncias que el pensamiento postmoderno y postcolonial le han dirigido, pero yendo más allá, hay que afirmar que el universalismo es la forma abstracta que toma el estar-juntos en la era del individuo. Partiendo de la irreductibilidad del individuo como dogma de la filosofía del sujeto y de su desarrollo liberal, la pregunta de la que parte el ideario universalista es: ¿Cómo podemos estar juntos? ¿Cuál es el horizonte más amplio de nuestra coexistencia? Estas cuestiones han sido el motor de una de las tradiciones emancipadoras de la modernidad, la que ha entendido la emancipación del hombre como emancipación del individuo. Pero hay otra tradición emancipadora que atraviesa la modernidad: la que asocia la emancipación con la transformación libre y colectiva del mundo que compartimos. Liberarse no sería, desde esta segunda tradición, sustraer los propios bienes (la propia libertad, la propia voluntad, la propia razón, la propia inteligencia, la propia riqueza…) al dominio de la comunidad y sus formas de vinculación (religión, tradición, nacimiento, etc.). Liberarse consistiría en poder crear y transformar colectivamente nuestras condiciones de existencia.
Desde ahí, la emancipación no pasa por la conquista de la soberanía individual sino por la capacidad de coimplicarse en un mundo común. La pregunta no es entonces ¿Cómo o por qué coexistimos, en función de qué valores universales? sino ¿Qué nos separa? Nos separan las religiones, nos separan las comunidades de nacimiento, nos separa el miedo, nos separa de nosotros mismos el modo de producción capitalista… Luchar contra lo que nos separa ha sido el motor de la otra tradición emancipadora de la modernidad, la que hasta hoy hemos podido llamar la tradición revolucionaria.
La diferencia entre una tradición y otra es nítida: la primera tiene como pieza fundamental el individuo y su mirada crítica es normativa. La segunda tiene como pieza fundamental el mundo como dimensión común y su mirada crítica es antagonista. No representan la tensión entre la sociedad abierta y la comunidad cerrada, sino dos maneras de abordar el estar-juntos de un “todos” que en el primer caso se postula en abstracto y que en el segundo se pone en obra desde la experiencia autónoma y antagónica del nosotros.
¿Qué nos separa? Con esta pregunta, los problemas de nuestra globalidad fracturada y en guerra pueden ser abordados desde la concreción de unas luchas necesariamente múltiples en las que se expresa el deseo común de hacer mundo. Desde esta pregunta se pueden analizar, también, las falacias de una propuesta, la universalista, que presupone y deja intacta nuestra relación individualizada con la sociedad y con el mundo.