Una novela-collage que reinstala en el centro de la escena cultural a la última gran «revista femenina para la mujer moderna». Julián Gorodischer narra los meses previos al Golpe desde el interior de una redacción y desde los pasillos y despachos de la Casa Rosada: se trata de una excitante inmersión en el clima de los inicios de un ciclo de oscuridad profunda; y es la oportunidad de re-conocer a las figuras más significativas del periodismo y la política en una Argentina, literalmente, de otro siglo.
A continuación un fragmento, a modo de adelanto:
Claudia se vuelve oficialista
Es la década de los 70. Perón se murió hace un mes; las editoras están inquietas; y la revista Claudia está por dar un paso trascendental en su historia.
En el aire, en el comienzo del nuevo gobierno a cargo de su viuda, Isabelita, se percibe un nuevo permiso para hacer declinar la –hasta ayer– indiscutida independencia de un puñado de medios de comunicación con respecto a la esfera política. En una época de inflación avasallante y vacas flacas, tanto las revistas de la editorial Abril –que conduce César Civita– como el diario La Opinión –a cargo de Jacobo Timerman– se imaginan por primera vez en la Historia subsidiados por el Poder de turno.
Hoy no será un buen día: en la redacción de la avenida Alem se detectaron focos de disenso interno frente al alineamiento con la viuda de Perón; mientras, el diario La Opinión funciona una vez más en espejo con el emporio de los Civita, y el borramiento de su tradicional perfil crítico ya causó la primera de una serie de bajas que le resultarán irremontables: una de sus plumas sobresalientes (Tomás Eloy Martínez) acaba de presentar su renuncia a Timerman.
1º de agosto de 1974 – Primera Reunión de Edición del día
“Señoras, hoy las quiere bien precisas y con intervenciones homeopáticas. Vino con el humor de un divo de la ópera”, dice Donna, una de las secretarias del presidente de la editorial Abril, con una condescendiente actitud hacia la plebe, que resulta atípica para su rol de mano derecha del jefe.
Claudia es la revista argentina “para la mujer moderna”, y este es un día más en los últimos diecisiete años en los que Claudia entró en los anales de las revistas argentinas más vendidas de todos los tiempos. Es tan versátil como para hacer convivir a las publicidades de carteras y visones con un matiz progre, aportado por el psicoanálisis, y un tonito de UBA que le habilitaron un sitio singular dentro del mapa de medios gráficos.
En el año 1974, es consumida por las estudiantes de psicología, y hasta por las mujeres del PC y la JP, que pueden identificarse en los perfiles de escritores a cargo de grandes firmas de la época y la presencia –por primera vez en la historia de los medios locales– de abundante consejería para una plena vida sexual.
Civita ingresa en el Despacho después que todas y, antes de tomar asiento, se dirige hasta el teléfono y levanta el tubo:
–Señorita Alicia, convoque al Nene (como lo llama, solamente él, a Carlitos, uno de los pasantes de Claudia).
Alicia (después de unos segundos):
–No contesta, señor –levanta otro tubo, sin cortar a César–. Ay, Carlitos; ¿dónde te habías metido?
En cuestión de segundos, Carlitos se saltea el puesto de la Secretaría –en el cual conviven Alicia y Donna–, e ingresa a Despacho, jadeante, sin haber golpeado la puerta. El presidente de Abril le sonríe con los ojos, dándole señal de aprobación. El pasante sí puede entrar sin golpear, ¡carajo! Las damas observan la escena, azoradas. Carlitos se regocija con esa caricia simbólica del jefe; lo hace sentir especial. César: –Nene, 500 palabras para ¡ya! –Y le entrega una fotografía recién llegada del salón de revelado. Es un retrato de Claudia Sánchez, la modelo del año.
“¿Qué es ya? ¿Qué es ya? –se enreda el pasante–. ¿Así nomás? ¿Por qué no habré preguntado para cuándo?”. Mientras desciende un piso por escalera hasta la redacción de Claudia –en el octavo– evalúa desistir de la misión asignada, pero eso sería hacerse echar.
Después es sentarse ante la máquina y concentrarse. Dejar de vibrar: ser prolijo, sintético y coloquial. No correr riesgos: no apartarse de la doctrina del servicio para el cuidado personal; cierta rigidez gestual y la mirada absorta en el vacío –hacia el fuera de campo– de la modelo le da a la imagen que debe epigrafiar un aire enrarecido, exactamente lo buscado: tiene que distinguirse como un autor que se corre del lugar común de la sección “Belleza”, pero sin generar interferencia con lo que se viene concibiendo hasta el momento como servicio en Claudia. Su intervención debe ser una pincelada módica de color percibida solo por el ojo experto.
Después, vuelve a Despacho, munido de su fotoepígrafe, para que la valide el hombre fuerte de Abril. Pero la reunión ya corre por otro cauce, y nadie le presta atención.
Se discuten asuntos más urgentes que atañen a la próxima edición de septiembre de Claudia, la cual dará cuenta del primer mes de gobierno de Isabel, tras la muerte de su marido, el presidente. Muerto el líder, su señora se debió hacer cargo de la conducción de la República.
Civita le está encargando a Héctor Zimmerman, el secretario de redacción de Claudia, el artículo que irá a la portada del número de septiembre. Mientras las editoras se disgregan rumbo al Roof Garden, para el típico vermucito posterior a la reunión de edición –un ritual que hace generoso al líder ante los ojos de sus subordinadas–, el presidente de Abril entrega a Héctor un telegrama recién llegado del Ministerio de Economía, que conduce José Ber Gelbard, funcionario con muy buenas relaciones tanto con Civita como con Timerman, director del diario La Opinión.
De manera espontánea, se dio que Gelbard empezara a meter mano en el área de Prensa del Gobierno Nacional, aprovechando sus contactos fluidos con los dos editores con mejor llegada a las embajadas de Israel y los Estados Unidos en Buenos Aires.
Las reuniones en bares hasta la madrugada (eventualmente las escapadas de los tres por alguna ruta de la provincia) son altamente valoradas por Gelbard y muy inspiradoras en lo que se refiere a cómo trabajar la imagen de la Señora desde los medios gráficos. Gelbard siente, desde que asumió la viuda de Perón, que nadie está pensando en eso. “José María (Villone, secretario de Prensa del Gobierno) es un inútil”, les reveló con esa confianza desmesurada que implica estar cuestionando a un acólito de su archirrival en el Gabinete, el Brujo López Rega. Entonces, pone a trabajar a sus paisanos en un doble juego secreto para un beneficio que, a la larga, involucra a algunos, como gobierno, y a todos como país.
Las reuniones tienen sí o sí que ser clandestinas, ya que de enterarse López Rega –el ministro de Bienestar Social y secretario privado de amplísima influencia sobre la presidente– armaría una opereta para desactivarlos y –si hubiera resistencia– los aniquilaría por medio de su tropa parapolicial, la llamada Triple A, que hace base en el ministerio bajo su ala.
Así las cosas, la imagen de Isabelita se trabaja disgregada e informalmente, en una época que todavía no vio nacer a los voceros profesionalizados, en la que la relación con los medios se arma al tuntún, muy en función de las relaciones personales que cada ministro pudo aportar a la causa. La confidencialidad de los encuentros es la regla que ninguno de los que juegan este partido puede desacatar; este tipo de vínculo entre funcionarios y directivos de medios no debe ocurrir jamás dentro de la Casa Rosada.
Entre las altas jerarquías de Claudia y el Ministerio de Economía, entonces, hay un torrente fluido de información que se apoya en llamadas telefónicas, las mencionadas reuniones y un ir y venir de telegramas, cartas y gacetillas que ingresan a la revista por la mesa de entradas y –gracias a un eficaz correo interno posibilitado por cadetes humanos y un vasto tendido de ascensores de papeles– llegan a cada editora o al Despacho de Civita, en apenas 5 a 10 minutos, en un ciclo tan eficiente como repetitivo.
Acato, desacato
“Así empieza tu nota”, le dice Civita a Héctor; luego besa un telegrama –como bendiciéndolo– y se lo entrega. El artículo de portada que está empezando a producirse –y que saldrá con la firma de Zimmerman– surgió como una estrategia del ministro de Economía para congraciarse con la presidente, que le confesó ser una histórica lectora encandilada por la revista. En el número que viene, Isabelita misma lo explicaría: “Me gusta cómo se visten las señoras en Claudia”, y entonces por una directiva suya al personal de vestuario y maquillaje de Gobierno, cada aparición pública de la Señora de Perón debe estar regulada por la edición del mes anterior de la sección “Moda” de Claudia. Acumula las distintas producciones recortadas y caratuladas por estaciones del año y texturas y colores de las telas; atesora las producciones de primavera/verano en su cajón con llave, y eso implica dos cosas: el ímpetu de Gelbard para tratar de controlar esos contenidos, o al menos influirlos a la medida de lo que –supone– requiere el gusto de la Señora; y cierta contradicción –que es considerada una maravilla, dentro de Abril– entre el encono que manifiesta Isabelita contra otras publicaciones de la editorial, y esta devoción de lectora fanática hacia la revista estrella de su principal hostigador mediático.
Gelbard está desvelado por estamparle una derrota comunicacional a su enemigo interno, López Rega. Hablando con Civita, imaginaron una nota de tapa bajo el titular: “Isabelita, Mujer Claudia”. Todavía no llegaron a acordar detalles de contenido, pero están inaugurando una brutal batalla por el sentido, en torno a la presidente.
Como siempre, la reunión de edición se prolonga, de manera informal, hasta el mediodía en el Roof Garden del Noveno, con todos de pie. En estas ocasiones, el trabajo se entremezcla con el placer de la conversación informal y los canapés. “¿Qué más hay?”, pregunta el presidente de Abril a las editoras.
“Hoy hacen un paro nacional los docentes”, dice Paola Ravenna. Y nadie la registra.
“Boquitas pintadas, de Leopoldo Torre Nilsson, agotó –como todos los días desde su estreno– las localidades en el cine Atlas”, lee en su anotador Adriana, hija del presidente de Abril y redactora especial de Claudia. Su tono es burocrático, y se la percibe algo abúlica.
Pero su padre baja la mirada y no presta atención a sus editoras. Ya está en otras cuestiones.
Es el momento en que les hará entrega de la lista del mes, con las figuras que deberán ser impulsadas por el número de septiembre de Claudia. Serán: una judía y una italiana, como es ritual. Esta vez, las actrices Cipe Lincovsky y Diana Maggi. Mina, esposa de César y directora de Claudia, lo mira de mala manera: detesta este acto de humillación pública. Alicia, su cómplice, corta la escena ingresando en el Roof Garden con un movimiento de cadera copiado a una mannequin internacional. Por la fluidez con la que ocurren, las acciones se desenvuelven con un ritmo que parece coreografiado. Alicia entrega a Civita un ejemplar de La Opinión de dos días antes, en el que se publicó una encuesta a los críticos de cine del país sobre la que, “a su juicio”, podría ser considerada como revelación femenina cinematográfica de lo que va del año 1974 (para un balance de medio término). César lo lee con evidente intención de verdugueo.
“¿Por qué”, se dirige al único editor varón de Claudia. Si bien –cuando se realizó la encuesta– la lista de septiembre todavía no había sido entregada, siente una bronca tremenda contra quien firma sus críticas como Manuel Agorio, y que a la hora de elegir una revelación de Boquitas… se quedó con Leonor Manso y Luisina Brando. Se pone de pie, César, con dificultad, murmurando: “Bah, bah…”. Ya regía, desde mayo, la indicación de incluir a Cipe en cualquier mención al equipo femenino de Boquitas pintadas.
Cada uno sigue con su tema, con poca liaison de equipo: aquí presente, Paola, editora de Actualidad, libra una batalla personal y profesional para que la revista se posicione críticamente frente al gobierno de Isabelita. Es un implícito obvio, aunque los directivos de Abril lo nieguen con ímpetu para que se luzca el sello corporativo: a Paola se le debe la nominación de Claudia al Premio Internacional de Periodismo William Randolph Hearst.
Nadie, en las sucesivas cinco décadas de periodismo e investigación sobre medios gráficos argentinos, se detendrá en Paola Ravenna. Ella es la gris imprescindible de toda redacción que se precie de primera línea; es parte de esa genealogía de adelantadas que cambiaron, con su gracia, a la prensa de misceláneas.
Empieza la tarde, cuando Paola está dispuesta a violar aquella implícita premisa dentro de Abril, vigente desde el mismo 1º de junio de 1957 en el que vio la luz el primer ejemplar de Claudia; exactamente, hace diecisiete años y dos meses: las verdades incómodas jamás se enuncian en las reuniones de edición, ni en el Roof Garden. Se dicen fuera de los atrios, a media voz, en la ventana de fumar o en la máquina de café. Mediante un pacto consensuado entre César y el ministro de Economía, en el clímax de su guerra interna contra López Rega, se estipuló el cariz isabelista de Claudia: instrumento necesario para que Gelbard pueda congraciarse con menciones positivas a la jefa y goce de su beneplácito dentro de Palacio.
Gelbard es un funcionario inestable –a veces exaltado, otras frizado– en contraste con la influencia constante del Brujo en la presidente. Pero este es el principal momento de la primavera gelbardista, cuando él logra convencer a Isabelita de que Claudia está de su lado, y así logra ir imponiendo temas –los que antes publica la revista– en la agenda de prioridades de la mandataria, que tienen que ver con su imaginación en torno a un país sostenido por la alianza de los sectores de la industria textil con los sindicatos, permeables a las directivas de algunos intelectuales comprometidos, en lo preferible propietarios o mandamases de medios gráficos. La nueva concesión de Claudia –su acercamiento al Poder político– es una jugada magistral de César y le garantiza durar en tiempos turbulentos en lo político y económico, con una inflación que tiende a la hiper y un costo de vida que acaba de aumentar en un día un 50 %, mientras cuenta con un piso nada despreciable de publicidad oficial. Por contrapartida, el medio que antes identificó a las precursoras del feminismo argentino empieza a perder coherencia: expresó su apoyo explícito –por ejemplo– a la prohibición de venta libre de preservativos, que encabezó la primera mandataria.
En ese contexto, trascendió, en el runrún del pasillo, que Paola quiere difundir los resultados lapidarios de una encuesta que ella misma encargó sin consultar al tridente conductivo (César – Mina – Adriana) sobre el declive calamitoso de la “imagen presidencial” este último mes. Paola está decidida a avanzar. “Si no lo legitimo yo, esta realidad no se difunde”, sumergida en una rumiación obsesiva que deriva en autoidealización, victimización, inmovilidad. Por dentro vibra como una heroína romántica de novela rusa y, sin embargo, se mantiene en silencio. Olga Orozco, la redactora que también ejerce como poeta fuera de Claudia, ahora toma la palabra:
–Señor, la Cámara de Diputados aprobó el dictamen del ascenso de Massera –el por entonces comandante de las Fuerza Armadas– al grado de almirante, salteándose dos categorías. Yo le dedicaría un editorial crítico con un llamado en tapa.
Adriana la corta:
–No, no, no, Olga, eso no puede ser. Mi fuente me dice que a esa hora está convocada la prensa para descubrir un busto del teniente general en la misma Cámara, a dos salas de distancia.
Olga:
–Che, nena, ¿se te ocurrió sospechar que todo tiene un sentido de ocultación?
César se desvía pareciendo neutral, como cada vez que una discusión es desatada por la nena:
–No sea ingenua, Pitonisa. Deje las tonterías conspirativas para sus poemas. Y el esoterismo guárdelo para el Horóscopo. Quiero la agenda completa y detallada –mira a Mina– de las actividades de la Señora para hoy.
Adriana (a su madre):
–Mandala a Susy, mamá (por la pasante, recién ingresada a Claudia); que no esté todo el día culo-silla. La pendeja habla mucho; nos distrae.
–¿No me van a reservar páginas para mi encuesta? –sigue Paola. Entonces, es tiempo de su salto al vacío.
–Yo les pregunto: ¿Claudia no va a señalar la complicidad de Diputados con el personaje siniestro –por López Rega– que está detrás, se sabe, de los asesinatos de los últimos meses, incluido el del diputado Rodolfo Ortega Peña, que difundieron los diarios de hoy?
Piensa César (conteniendo la ira): “En este instante no voy a estallar. No la voy a mandar al carajo. No ahora, no es el momento. Qué sabe esta forra de los complejos tejidos que mantienen vivo al ecosistema; de los riesgos que implicaría asumir una posición editorial opuesta abiertamente al Brujo”. El propio Gelbard se los encomendó con desesperación en la voz, a él y a Jacobo: “No discutimos con el Brujo”. Y tener que soportar que el último número de la revista Cuestionario (dirigida por el político y periodista Rodolfo Terragno) les reclamase una ofensiva textual más contundente contra López Rega. Ay, esas veleidades heroicas de intelectuales subsidiados por organizaciones internacionales y pendejas consentidas que no entienden qué es pagar los sueldos de 600 empleados. Sin embargo, callado permanece el líder ya que estos primeros días del mes necesita a sus editoras en amable convivencia para que alumbren los temas, las crónicas, las entrevistas de las que hablará el país el mes que viene. No es tiempo de contarles que a partir del próximo número Claudia hará explícita –con la nota de tapa de Héctor, y un editorial a la firma de Adriana– su condescendencia con el gobierno de la viuda de Perón, en marcado contraste con el descreimiento burlón que marcó toda referencia en sus páginas al segundo peronismo, a su líder, a la actual viuda, y al exilio español posterior a la Revolución Libertadora (1955) al que hubo que partir. Aquel “burlesque” –según se estilaba titular en Claudia–, ese nuevo entorno lleno de figuras impresentables como López Rega, inclinado al espiritismo y a las magias negras, al que un Perón cansado alentaba a tomar el control.